Publicamos el editorial con el que empieza el nuevo número de Panenka, dedicado al fútbol turco
En su libro de recuerdos sobre Estambul, el Premio Nobel turco Orhan Pamuk cuenta que, durante las cinco semanas de 1850 que Gustave Flaubert pasó en la ciudad, el escritor francés quedó tan fascinado por lo que vio, por esa enorme muchedumbre, por haber dado con un lugar tan heterogéneo, de tanta humanidad en un sentido tan literal, que no vaciló al afirmar que, 100 años después, la antigua Constantinopla iba a ser la capital del mundo.
Sin embargo, el autor de Madame Bovary se equivocaba. Porque el destino de la metrópolis del Bósforo sería el opuesto. Lo que allí quedaba a mediados del siglo XX eran las cenizas de un imperio. “Toda mi vida ha transcurrido combatiendo esa melancolía, o como todos los habitantes de Estambul, asumiéndola como propia”, expresó el propio Pamuk, nacido en 1952, al tiempo que se constataba que la profecía de Flaubert era incumplida.
A nuestros ojos, ese país era sólo exotismo y fuego. Turquía era el Ali Sami Yen en una noche europea. Eran días en los que la realización televisiva tenía que disculpar que el humo nos nublara la vista
El genial novelista no estuvo atinado en su vaticinio, pero ¿cómo culparle de haber visto con optimismo un lugar en el que culturas contrapuestas se miraban a la cara? ¿Quién iba a imaginar entonces que en el futuro acechaba el infierno? La que en los tiempos de Flaubert había sido la entrada a un universo fascinante, pasó a ser la puerta del garaje en el que se acumulaba el desorden geopolítico.
Incluso a los amantes del fútbol, los primeros en geografía y sociología, nos pudo la pereza del tópico. A nuestros ojos, ese país extenso, más de 80 millones de habitantes, era sólo exotismo y fuego. Turquía era el Ali Sami Yen en una noche europea. Eran días en los que la realización televisiva tenía que disculpar que el humo nos nublara la vista. Era la llamada del infierno. “El infierno son los Otros”, escribió otro francés. Por eso nos fascinaba, porque no nos quemaba. Aunque lo que arde, al final se consume. Y el balompié se fue apoltronando, todos sus estadios calcados, el césped siempre impecable, un solo tipo de cliente en la grada. Y aquel paisaje en llamas se congeló. Y al regresar hoy al fútbol turco, nos alegramos de no ser ya tan ignorantes. Pero, como Pamuk, no podemos evitar sentir una profunda melancolía.
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