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La estatua de Vicente

Un monumento a Vicente del Bosque se alza desde hace unos meses en el centro de Salamanca, ¿qué pensará el antiguo seleccionador de su réplica en bronce?

Hay una estatua de Vicente del Bosque en el centro de Salamanca. Me pilló de sorpresa. No me lo esperaba. Volvía de vacaciones a la ciudad cuando me lo encontré allí plantado. La espalda algo corva, ligeramente inclinado, con ese paso renqueante, calmo, ahora y aquí detenido, que nos hizo temer a todos, poner el grito en el cielo, en aquel instante en que los jugadores lo mantearon tras la final del Mundial. Ahí digo que está la estatua de Vicente, a pocos pasos de la Plaza Mayor, imposible dejar de verlo, con su bigote todavía, sereno, hierático, faltaría más, hombre tranquilo devenido en tótem.

Se inauguró la estatua el pasado 27 de septiembre pero, cosas del destino, de la distancia y los boleros, no me fui a enterar hasta toparme de bruces con él. Nadie me lo había dicho. Estaba demasiado lejos. Cantó aquel día la prensa carpetovetónica de la ciudad, anclada todavía en los moldes tipográficos de una Vetusta castellana, que Vicente se había hecho inmortal. Ni más ni menos. Así lo dijeron. Y pensé, recordé, unos versos de Píndaro que dicen algo así como: “No desees, alma mía, una vida inmortal. / Goza mejor la que ahora tienes”. Y, acto seguido, no pude evitar pensar en Vicente del Bosque recitando a Píndaro, la imagen me resultó lo más natural del mundo, cómodo en su casa, allí a las afueras, con sus hijos, con su familia, tan carne y hueso, tan entre nosotros, tan vivo y tan mortal.

Si uno camina por Salamanca, la recomendación hacerlo siempre al atardecer, es posible encontrarse con estatuas de Góngora, de San Juan de la Cruz, de Unamuno, de Fray Luis, de Martín Gaite, de tantos y tantos escritores que pasearon la piedra dorada de esta ciudad. Por ahí rondan también, entre algún que otro poeta mediocre, personajes como la Celestina o las palabras que el Lazarillo abandonó en los arrabales. Y no olvidemos tampoco una inscripción a Jorge D’Alessandro, guardameta verborreico dentro y fuera de la cancha que fue a dejarse en Salamanca un riñón y los mejores años de su carrera deportiva. Pues bien, ahí está ahora, entre todos ellos, el bueno de Vicente. Quizá ninguno como él haya estado tan cerca de eso que los clásicos llamaban gloria, de esa fama imperecedera que animaba a Aquiles, Ulises o Eneas. Millones de personas le seguimos dando las gracias por una de las grandes alegrías de nuestras vidas, millones lo seguimos admirando. Sin embargo, quizá ninguno haya perseguido la gloria tan poco como lo ha hecho él.

Dicen que la estatua se ha colocado en un lugar que Vicente transitaba a diario camino de su instituto. Me lo imagino alto, estirado, a pasos largos, mirando al frente como nunca dejó de hacer sobre el césped. Venía del barrio de Garrido, donde sus padres, Fermín y Carmen, trataban de salir adelante en unos años duros, más duros para quienes, como su padre, habían sufrido la cárcel y ahora tenían que habitar el silencio. El hijo del ferroviario seguramente hablaba poco, mucho menos aun de las actividades de su padre en el sindicato, y pasaba anónimo, ensimismado, por la Plaza del Liceo donde ahora se alza su figura. El hijo del ferroviario quería ser futbolista pero no me lo imagino, no me lo puedo imaginar, soñando con la gloria. Había otras cosas más importantes en las que pensar.

Digo que ahí estaba la estatua cuando volví a Salamanca. Son pocos los cambios a los que nos tiene acostumbrados esta ciudad y, desde luego, encontrarme con un broncíneo Vicente de dos metros no entraba dentro de lo esperado. Ya sea en las calles como en el vestuario, el exseleccionador nacional se ha convertido en una de esas extrañas figuras de consenso en las que de vez en cuando nos reconocemos. Salmantino, por supuesto, pero ante todo ejemplo de concordia. Al poco de que España ganara el Mundial hubo una campaña en redes para que se retirara el medallón de Franco de la Plaza Mayor y se sustituyera por uno con la efigie de Del Bosque. Hoy en día el medallón del dictador ya ha sido retirado y una estatua del hijo del sindicalista, él también lo sería años después entre jugadores, anuncia uno de los accesos principales a la plaza. A veces la memoria histórica, nadie sabe cómo, se da la mano con la justicia poética.

La estatua de Vicente, una mano en el bolsillo y la otra extendida en ademán sereno, se ha convertido en carne de selfie para los turistas que visitan la ciudad. El escultor, Fernando Mayoral, dijo que su intención era transmitir la imagen icónica de un hombre bueno y tranquilo. Así como recibe ahora a los turistas, flemático e impertérrito, nos lo queremos imaginar leyendo la prensa deportiva el día que, tras el primer partido del Mundial de Sudáfrica contra Suiza, hablaba de la insensatez y cobardía de juntar a Xabi Alonso y Sergio Busquets en el doble pivote. O así lo pensamos recibiendo la noticia, con el orgullo tan perplejo como herido, de su cese del Real Madrid para ser sustituido por el moderno y elegantísimo Carlos Queiroz. Así como siempre ha sido, un paso al frente tanteando el suelo, un paso atrás para retomar la marcha con más firmeza si cabe. Nueve goleador en el filial de la Unión, centrocampista de parsimonia y visión de juego, líbero en sus últimos años, entrenador discreto tras la línea de cal y siempre ese andar de navegante, casi gaviero, en la quietísima horizontalidad del campo charro.

 

Millones de personas le seguimos dando las gracias por una de las grandes alegrías de nuestras vidas. Sin embargo, quizá ninguno haya perseguido la gloria tan poco como lo ha hecho él

 

Ahora Vicente del Bosque ha detenido sus pasos en una calle de Salamanca. Dicen que si no llega a ser por la insistencia de su mujer, Trini, jamás hubiera consentido ser convertido en nada más y nada menos que un monumento. Desde luego quedó mejor retratado que el busto de Cristiano en el aeropuerto de Madeira. Por lo visto, la inmortalidad no es para quien la anhela. Dan ganas de acariciar el bigote ya frío en la noche rasa de Castilla. El carácter de Vicente por momentos pareciera confundirse con el paisaje de la dehesa que envuelve esta ciudad: vasto, volcado al horizonte, hondo, acogedor pero rudo al mismo tiempo. ¿Qué pensarían sus padres de la escultura y del título de marqués? Aquella sabiduría charra madurada en silencios. Todo son conjeturas, también algunas certezas. En las calles del barrio de Garrido el frío era cortante por aquellos años.

Hay otros versos de Píndaro, entre mis preferidos, que dicen lo siguiente: “¿Acaso, amigos, me he desviado en una encrucijada que intercambia senderos, / cuando antes iba por el camino recto?”. A Vicente del Bosque dicen que lo han inmortalizado en las calles de Salamanca. Imaginamos, sin dejar de estar agradecido, lo poco que le importa. Lo han puesto en un cruce de caminos, como quien con su ejemplo ha de sacarnos del atolladero. Los clásicos soñaban con la gloria, con perseverar en el mármol. A Vicente me lo imagino leyendo a Píndaro con una lacónica sonrisa. “No desees, alma mía, una vida inmortal”. Como quien desde el sillón de casa repasa alineaciones, como quien, desquiciante para algunos, mantenía la calma pese al runrún del Bernabéu. Ahí lo han puesto a Vicente en bronce por dos metros. Calmo, recto, recio y cabal. Así como han de ser sus días. Tan entre nosotros. Tan vivo y tan mortal. Cuentan en Salamanca que al hijo del ferroviario le han hecho una estatua al lado de la Plaza Mayor.