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Yo no viví la Recopa

25 años después del gol de Nayim, un proyecto editorial rehace el camino del Zaragoza en la conquista del título más recordado de su historia

PARIS, FRANCE - MAY 10: Real Zaragoza's team celebrates after defeating Arsenal, scoring at the last minute, in the European Cup Winner's Cup 10 May in Paris.Real Zaragoza defeated Arsenal 2-1 in overtime. AFP PHOTO (Photo credit should read PASCAL PAVANI/AFP via Getty Images)

Hay sentimientos que te atraviesan el corazón a muy temprana edad. No sabría decir cómo ni por qué me alcanzó ese rayo cuando era niño. Solo recuerdo que una sensación extraña, a medio camino entre la fascinación y la pura obsesión, me impulsaba a ver una y otra vez el VHS de La Recopa del Real Zaragoza. Era la cinta de Antena 3 que en su día regaló El Periódico de Aragón, en cuya portada salía Nayim besando aquella copa de tan inverosímil perspectiva.

Vi esa cinta de vídeo tantas veces que aún tengo pegada en el cerebro, como si de un chicle en una cancha de futbito a pleno sol se tratase, la tonadilla que sonaba al final del resumen de cada eliminatoria: un punteo de guitarra bien recargado con delays, wahwahs y demás efectos, que le conferían un inconfundible aire noventero, y que bien podría sonar hoy en día de fondo en uno de esos teleconcursos de las 3 de la madrugada… O en algún sitio peor.

Me sabía casi de memoria los comentarios de su narrador, el periodista Vicente Catalán, a quien tuve la fortuna de conocer hace unos meses, y la celebración de cada gol -¡cómo olvidar la dedicatoria del gol de Santiago Aragón en Stamford Bridge a su hija recién nacida, con Cafú y Nayim de escuderos, o los ojos de loco de Esnáider tras su golazo al Feyenoord en La Romareda!-. Sentado frente al televisor, repetía con admiración los nombres de cada uno de los jugadores, como si quisiese grabarlos en mi memoria para siempre. Andoni Cedrún, Gustavo Poyet, Alberto Belsué, Miguel Pardeza… Recuerdo que mi favorito era Aragón, aunque no sé muy bien por qué.

Pero lo mejor de todo es que entonces ni siquiera me gustaba el fútbol. Me encantaba bajar los domingos al bar del barrio con mi padre, para tratar de ver el partido a través del humo de las farias y puros que los viejos se metían entre pecho y espalda durante los 90 minutos que duraba el encuentro -recuerdo que el bar que más me gustaba era el Contacto, porque siempre pedíamos un platito de almendras tostadas-, y en el colegio solía correr detrás de la pelota la media hora que duraba el recreo, aunque rara vez la alcanzaba; pero lo que de verdad me gustaba entonces, como a muchos chavales de mi edad, era Pokémon.

Del fútbol solo me interesaba lo accesorio: los cromos, poder entrar en un bar lleno de adultos y tomar un refresco, ver el top 10 de goles y paradas de Estudio Estadio y al día siguiente, Lo que el ojo no ve en El Día Después… Y, por supuesto, ver una y otra vez aquella cinta de la Recopa. El fútbol en sí era lo de menos. Pero, ¿acaso no son todas estas cosas una parte indispensable del fútbol? O dicho de otro modo, ¿podría existir el fútbol sin todos los elementos extradeportivos que lo rodean? ¿Existen estrellas sin planetas orbitando a su alrededor? ¿A quién demonios le importa?

Lo que quiero decir es que, efectivamente, yo no viví la Recopa de 1995. Entonces solo tenía cuatro años, y el único recuerdo que guardo de aquella noche gloriosa del Real Zaragoza en París son los gritos de emoción que lanzaba mi padre por la ventana del salón, los cuales llegaban a la habitación que entonces compartía con mi hermana recién nacida como lo hacen ahora a mi memoria: huecos y lejanos. Aún faltaban muchos años para que todo aquello me importase lo más mínimo. Y sin embargo tengo la sensación de haberla vivido, aunque fuese en diferido, y de haber afianzado mi creciente pasión por el fútbol gracias a su leyenda.

Y es que toda una generación de zaragocistas hemos visto años después cómo aquel balón cruzaba el cielo de París en el último instante, en el último suspiro de la final de la Recopa. Y aunque sabíamos que la pelota iba a entrar en la portería, no pudimos evitar sentir esa emoción, ese vértigo que da estar a punto de hacer historia. Muchos aún nos seguimos emocionando con el recuerdo brillante de aquella hazaña. Esa es precisamente su grandeza.

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Pero el origen de todo esto, el primer recuerdo futbolístico que tengo, como supongo que le pasará a mucha gente, es cuando fui al estadio por primera vez. Y más concretamente cuando, tras haber bajado el primer tramo de escaleras de la grada, apareció ante mí el verde inmenso del césped de La Romareda, entre un mar de cánticos. Ese olor a césped nunca se olvida. No sé si esa noche fue… Bueno, ya sabes, ‘la noche’. Pero creo, o al menos quiero creer, que aquel día decidí que la bufanda que había estado colgada en mi cuarto hasta entonces no iba a volver a clavarse en la pared nunca más.

Aquel partido era la vuelta de las semifinales de la Copa del Rey de 1998. Enfrente estaba el Barcelona de Louis van Gaal, que tras eliminarnos acabaría siendo campeón frente al Mallorca. En el equipo titular de aquel día aún quedaban cuatro jugadores de la llamada ‘Quinta de París’: Belsué, Solana, Aguado y Aragón.

El partido terminó 0-0, de eso sí que me acuerdo, y con el tiempo he dado en pensar que ese es quizás el resultado de la vida: un camino vacío a ninguna parte, con momentos de emoción que casi nunca acaban en gol. Pero bueno, no es momento ahora de ponerse existencialistas, ¿no crees?

Ese día el Zaragoza cayó eliminado de la Copa -el Barcelona le había metido un doloroso 5-2 en la ida, y cuatro goles de aquella manita habían sido en los primeros 20 minutos de partido-. De eso me enteré en el frío camino de vuelta a casa. Ni siquiera entendía muy bien eso de ‘ida’ y ‘vuelta’. Digamos que aún no estaba del todo familiarizado con la jerga futbolera.

De aquel 26 de febrero, aparte del notorio hecho de haber ido al campo con el pijama debajo de la ropa, por expresa exigencia de mi madre, solo recuerdo el verde del césped y el ambiente en la grada. No recuerdo ninguna jugada, puede que ni tan siquiera fijase mi atención un mísero segundo en el partido. Como para cualquier crío de siete años, aquellos eran sencillamente demasiados estímulos.

Lo que sí recuerdo es que hacerse del Zaragoza entonces era algo verdaderamente fácil, y estoy convencido de que eso lo consiguió en parte aquel equipo que ganó la Recopa de 1995. En mi clase éramos todos del Zaragoza -salvo un chico llamado Jesús, cuyo desdén por las injusticias del mundo le había llevado, como a tantos otros, a ser del Real Madrid a muerte; y Álvaro, con el que, a pesar de ser del Barça como mi abuelo, aún conservo una bonita amistad-. El cromo más cotizado a finales de los 90 en los patios de colegio de Zaragoza era el de Savo Milosevic, con un valor muy superior al de Rivaldo o al de Raúl. Digamos que era una época en la que bastaba con ir un día a La Romareda para saber que jamás podrías mirar con esos ojos a ningún otro equipo.

Pero cuando pensemos en aquella Recopa no debemos dejarnos cegar por el brillo de la final, que sin duda permanecerá en la memoria de muchos aficionados. Debemos ir un paso más allá y recordar cuál fue el camino que llevó a 17.000 zaragocistas a París.

El viaje a Transilvania en un avión de hélices, el frío de la Eslovaquia postcomunista, las noches de soledad en Valencia, el humo de las bengalas en el infierno de Róterdam, los hooligans ingleses corriendo por las gradas de la vieja Romareda… Aquel fue un emocionante camino que hoy nos toca reivindicar, tal y como hizo en su momento el VHS de La Recopa del Real Zaragoza.

Porque todos recordamos el gol de Nayim, pero algunos desconocen que aquel camino a la gloria comenzó de forma poco halagüeña en una pequeña ciudad de Rumanía llamada Bistrita.

 

EL VIAJE A TRANSILVANIA

El 15 de septiembre de 1994 comenzaba el camino del Real Zaragoza en aquella Recopa, y lo hacía con un partido en Transilvania a la hora del café. Esta era la 13ª vez que el conjunto maño jugaba una competición continental. Enfrente, un débil equipo rumano que, durante una semana, se atrevió a soñar con los octavos de final.

El viaje dio comienzo en el aeropuerto de Zaragoza la mañana del miércoles 14 de septiembre, cuando la expedición blanquilla se montó en el avión que iba a llevarles a su primera cita con la historia: el partido de ida de los dieciseisavos de final contra el Gloria Bistrita.

El aparato encargado de efectuar el trayecto era un viejo cuatrimotor de hélices, de fabricación soviética, que llevó al equipo hasta el aeropuerto de Cluj-Napoca, convirtiéndose así en el primer vuelo internacional que recibía dicha ciudad. Tras un despegue que, para sorpresa de todos, tranquilizó a un pasaje un tanto escéptico con la capacidad de aquel aparato para alzar el vuelo, dieron comienzo cuatro horas de trayecto sin incidentes.

“Algún que otro futbolista empinaba la bota de vino del utillero, mientras otros se dedicaron al noble arte del guiñote o al de la cabezada, como Nayim, Geli o Pardeza”, recogía una crónica de la época, muestra de la placidez con la que el equipo llegó a Cluj. Una vez allí, un autobús los recogió para llevarlos a la pequeña localidad de Bistrita, situada en el norte de Rumanía, concretamente en la región de Transilvania.

El equipo fue recibido en Bistrita con pancartas de bienvenida colgadas a la entrada de la ciudad, y todas las crónicas del momento recogen la amabilidad y generosidad con que fueron acogidos los visitantes españoles por parte de los humildes lugareños. Rumanía era un país desorientado a mediados de la década de los 90. La ejecución del dictador Nicolae Ceaușescu, el 25 de diciembre de 1989, había supuesto el fin del sistema comunista en el país; el cual rápidamente se echó en brazos del capitalismo salvaje, sumiéndose en un periodo de corrupción, inflación y pobreza que aún coleaba cuando la expedición zaragocista puso el pie allí casi un lustro después.

Aquella noche, mientras el Barcelona de Johan Cruyff empezaba su camino en la Liga de Campeones ganándole por 2-1 al Galatasaray, los jugadores y el cuerpo técnico del Zaragoza, en compañía de algunos directivos de ambos clubes y, por algún motivo que aún se desconoce, del entonces presidente de la Federación Española de Fútbol, Ángel María Villar, pudieron disfrutar de una cena en el hotel en el que se hospedaban de nada más y nada menos que cuatro horas.

La prensa del día siguiente daba muestras de las ilusiones que el zaragocismo, quizás incitado por la promesa que había hecho Andoni Cedrún desde el balcón del Ayuntamiento –“¡el año que viene os traeremos la Recopa!”-, había puesto en esta competición continental. De este modo, El Periódico de Aragón titulaba en portada: “El Zaragoza, al asalto de Europa”.

Heraldo de Aragón, mucho menos comedido en su entusiasmo, se aventuraba a afirmar: “Hay coincidencia en aventurar que el equipo rumano, el Gloria Bistrita, que tiene nombre de pastel caro, durará tres bocados”. Y efectivamente, fueron tres los bocados que se dieron en aquel partido, solo que dos de ellos se los llevó el Real Zaragoza en el cuello.

Únicamente Paquete Higuera parecía prever lo que, por desgracia, acabaría sucediendo aquella tarde en Rumanía: “El partido de hoy no será fácil y no debemos confiarnos en exceso. Es cierto que en teoría somos superiores al rival, pero si nos sale una mala tarde pueden complicarnos las cosas”, declaró horas antes de comenzar el encuentro.

 

Partido de ida de dieciseisavos de final / GLORIA BISTRITA 2 REAL ZARAGOZA 1

“Vuelve la emoción de la Recopa. Desde el estadio Gloria en Rumanía, primer encuentro entre el Zaragoza y el Bistrita, en directo, 15.30. Y por la noche, 23.15, programa especial con las incidencias del partido, comentarios y entrevistas”. Así anunciaba el partido Antena 3, la cadena que emitió todos los partidos de aquella competición, a excepción de la final, que fue emitida por TVE.

Pero, ¿por qué se jugó un partido de competición europea a una hora tan temprana? La razón es simple: porque el Gloria Stadium de Bistrita carecía de luz artificial. Eso sí, a pesar de la falta de medios, el césped presentaba un estado impecable. Prueba de ello son las declaraciones de Belsué el día antes, tras la visita a las instalaciones del conjunto rumano: “El césped es mejor que el nuestro”.

En el plano deportivo, el Real Zaragoza llegaba a aquel partido con las bajas por sanción de ‘Chucho’ Solana y Gustavo Poyet, cuyas plazas fueron ocupadas por Lizarralde y Darío Franco. Este último sería expulsado con roja directa en el minuto 71 de partido, tras propinarle un codazo a Stancu. Aquellos fueron los únicos minutos que disputó el internacional argentino en toda la competición, ya que poco después sufriría una grave lesión jugando con la ‘Albiceleste’ que lo apartó de las convocatorias del conjunto ‘blanquillo’ para el resto de la temporada.

Este texto está extraído del #Panenka95, nuestro especial sobre el Zaragoza, un número que sigue disponible aquí.

 

En cuanto a la preparación del choque, cabría destacar que ambos clubes se habían espiado mutuamente la semana anterior. Constantin Cirstea, técnico del conjunto rumano, visitó Anoeta, y tras la victoria por 1-2 del Real Zaragoza frente a la Real Sociedad declaró que estaba impresionado por el juego de los aragoneses.

Por parte del club maño, el encargado de viajar a Rumanía para conocer de primera mano el fútbol del rival fue Pedro Herrera, que por aquel entonces era uno de los técnicos del Real Zaragoza –su hijo, Ander Herrera, tenía entonces cinco años–. Concretamente fue a ver el partido de liga disputado aquel fin de semana entre el Dinamo de Bucarest y el Gloria Bistrita, que terminó con el abultado resultado de 7-4 favorable al conjunto de la capital.

En el informe que le envió a Víctor Fernández, Herrera destacó lo siguiente: “El Gloria Bistrita es un equipo deslavazado, que carece de una ordenación clara en el campo. Por otra parte, me sorprendió la calidad individual de algunos de sus jugadores.” Y añadió: “Ellos hacen un fútbol de persecución. Dependen mucho del rival, de los movimientos que haga el equipo contrario. Con el balón en su poder utilizan la combinación como recurso, pero prefieren la acción individual. Como bloque no deben desequilibrarnos, pero pueden hacerlo en algún momento en el uno contra uno”. “Si el Zaragoza juega a su nivel habitual, debemos ganarles los dos partidos”, sentenciaba el informe.

Pero no fue así, y un minuto de despiste en la zaga maña fue suficiente para que ese “equipo deslavazado” maniatase al equipo aragonés y lo enviase de vuelta a casa con una dolorosa derrota en el primer partido de aquella Recopa del 95.

Y es que, con el gol de Esnáider en el minuto 44, fruto de un rechace de la defensa rumana tras un disparo de Pardeza, el Real Zaragoza sucumbió al calor de aquella tarde veraniega y pareció sestear por momentos.

Solo había pasado media hora desde que Cedrún salvara por partida doble al Zaragoza del primer gol local, pero aquel susto parecía ya olvidado. Entonces, un fallo en el despeje de Lizarralde permitió al delantero del Gloria, Raduta, conectar un duro disparo, que toca en Cáceres y bate a Cedrún. Era el minuto 52 de partido. Nada más sacar de centro, presa aún del desconcierto por la rápida dentellada de un rival que se presumía inofensivo, el Zaragoza pierde el balón y es de nuevo Raduta quien dispara a puerta, el balón rebota en el larguero y el rechace es aprovechado por Lungu para hacer el 2-1 definitivo.

Con la ventaja local, los 11.000 espectadores que llenaban las gradas del estadio de Bistrita se vinieron arriba, y el Zaragoza solo fue capaz de generar peligro a balón parado, como fue el caso de la falta sacada magistralmente por Santi Aragón en el minuto 57, que se estrelló en el poste.

Pasaron los minutos, y ante la falta de reacción del equipo maño, Víctor Fernández cambió a los delanteros Pardeza e Higuera para sacar a dos centrocampistas, Óscar y Nayim. La consigna del míster estaba clara: había que mantener el resultado, con la esperanza de resolver aquel formidable entuerto en el partido de vuelta.

Un partido de vuelta que se tendría que jugar dos semanas más tarde en el estadio Luis Casanova de Valencia, actualmente conocido como Mestalla, debido a la sanción que arrastraba el Real Zaragoza desde el 8 de diciembre de 1992, cuando, en un partido de octavos de la UEFA contra el Borussia Dortmund, una moneda lanzada desde el graderío de La Romareda impactó en la cabeza del colegiado austriaco Hubert Forstinger. Pero de ese primer partido en el destierro hablaremos en otra ocasión.

En cuanto al resto de cruces de dieciseisavos, no hubo demasiadas sorpresas y los grandes equipos -Feyenoord, Werder Bremen, Brujas, Oporto, Arsenal, Chelsea, Sampdoria o Auxerre, entre otros- pasaron de ronda sin mayores problemas; a excepción quizás de dos choques: la derrota por penaltis del CSKA Moscú a manos del Ferencváros de Budapest –mención aparte merece el golazo del conjunto ruso, obra del futuro jugador zaragocista Radimov, quien marcó desde la esquina derecha del área un gol increíble por toda la escuadra izquierda de la portería–, y el pase a octavos del Tatran Presov eslovaco, futuro rival del conjunto de Víctor Fernández, con un contundente 3-1 que el canal Eurosport describía así en su resumen de la jornada: “Los pequeños ‘leones’ dieron la mayor sorpresa en la primera eliminatoria: la eliminación del escocés Dundee United“. Esos pequeños ‘leones’ se las verían en octavos con un ‘león’ que iba a rugir mucho más fuerte, espoleado, con toda seguridad, por la inesperada derrota cosechada en Transilvania.