Pasaportes

Un bailarín llamado Abde

El Día del Watusi es un espejo al que a uno le gustaría rehuir la mirada. Porque hay verdad, y hay fábula, pero, sobre todo, porque hay cosas que uno no querría ni escuchar, ni leer, ni ver. Cosas que ni con esfuerzo uno puede llegar a entender. Tal vez el mundo simplemente sea así y no se necesiten más explicaciones, y ahí aparece de nuevo el Watusi, el baile. La fórmula mágica con la que desaparecer y esconderse de la mierda que nos rodea a borbotones. Y de tanto bailar, uno se apodera del nombre, porque el Watusi también era un hombre. Desconocido, tanto como Gatsby. Un hombre de mil y una caras, de mil y una historias. Un muy buen bailarín, o al menos eso creían algunos. Cuando marcaba los pasos de baile, se decía que el Watusi era hipnótico, aunque nadie lo conociese, que absorbía los ojos de todos. Era él, el Watusi. Como Ez Abde. Un bailarín raro, chepudo, con la mirada cabizbaja. Que parece tropezarse en cada acción, pero que sortea defensas como cuenta notas musicales, aunque el control se le vaya largo y dé la sensación de no ajustar bien los pasos. Abde engaña a todos, al ojo y al rival, y esconde el balón entre las piernas, como quien se presenta a un concurso de talentos y sorprende al jurado adivinándoles el número de la cuenta bancaria.

Con los futbolistas que, más que futbolistas, son regateadores, los filigraneros de toda la vida, sucede como con el libro de Francisco Casavella. Hay cosas que uno no acaba de entender. ¿Cómo se lo hacen para llevarse siempre el balón, sin tropezarse ni caerse, ni mucho menos perderlo, y por qué yo, en cambio, me tuerzo el tobillo cada vez que doy un pase? ¿Por qué se empecinan en lanzarse contra un muro, una y otra vez, como quien va a comprar el pan, sin excentricidades, y logran pasar siempre por encima? A las fiestas de Gatsby en West Egg acudía toda la ciudad. Había lujo, champagne y música, y el nombre del anfitrión resonaba en todos los pasillos y salones de la mansión. Nadie, sin embargo, podía explicar cómo se las manejaba el magnate. Pocos hasta lo habían llegado a ver. Su presencia, sin embargo, estaba en cada rincón de la fiesta. Como el extremo que desaparece una hora para luego aparecer a lo grande. Como el rumor que crean en sus fiestas. Los defensas rivales entran al convite sin saber muy bien qué esperar, cuándo les vendrá por la espalda el anfitrión y les pasará la factura de la noche. Porque hay extremos que desaparecen minutos, horas, pero de repente los ves de nuevo a la vuelta de la esquina, liándose un cigarro, despreocupados, tranquilos, relamiéndose cuando se imaginan la próxima vez que toquen el balón.

 

Un bailarín raro, chepudo, con la mirada cabizbaja. Que parece tropezarse en cada acción, pero que sortea defensas como cuenta notas musicales, aunque el control se le vaya largo y dé la sensación de no ajustar bien los pasos

 

No es un sueño americano, ni una fábula, aunque pueda parecerlo. Abde existe, y en Osasuna dan fe de ello. Apareció en Segunda B con 19 años, en el Hércules, y una temporada después, debutó en el Camp Nou. Aunque ha sido en El Sadar donde se ha encontrado la música a todo volumen y le han permitido caracolear, bailar y dejar en evidencia a los rivales. Fiel a su estilo. A su estirpe. La de los extremos que regatean por convicción, por naturaleza, los que se empecinan en abalanzarse contra el muro, una y otra vez, y lo esquivan como Sergey Bubka, el mejor de los saltadores de pértiga. A Abde sólo le queda ahora, en un mundo donde los que regatean son una minoría, dejar una nota escrita a mano en la mesilla de noche del lateral rival. Una pequeña firma, una reivindicación. Un grafiti. Como la W del Watusi. EZ. Porque Abde pasó por aquí, y volverá, sólo es un aviso.

 


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Fotografía de Getty Images.

Àlex Honrubia

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