Pasaportes

Por qué todo lo bueno siempre se acaba

Cuando Marcelo Gallardo se sentó por primera vez como entrenador en el banquillo de River Plate, Donald Trump aún no se había presentado a las primarias del Partido Republicano, nadie había irrumpido a tiros en la sede de Charlie Hebdo, Bad Bunny trabajaba como empaquetador en un supermercado de Puerto Rico y Stephen Curry todavía no había ganado ningún anillo de la NBA. Suena a la prehistoria. Pero solo han pasado ocho años. Este ‘solo’, puesto ahí, es una trampa. El mundo cambia tantas veces en ocho años que aunque no hablemos de una década, sí que podemos hacerlo ya de una eternidad. Y no digamos el fútbol, que parece un coche dando vueltas de campana cada vez que coge la curva que da inicio a una nueva temporada. Ver a un presidente, a un técnico o a un jugador, más de un lustro después, en el mismo sitio, es asistir a un fenómeno paranormal, como si al tiempo se le hubiera salido la cadena. Por eso, cuando el ‘Muñeco’ comunicó hace unos días que ponía fin a su etapa en el Monumental, los aficionados ‘millonarios’ no se preocuparon tanto por el futuro del club como por sus rutinas diarias, que de repente amanecieron carentes de sentido. Imagínate que te levantas un martes por la mañana y no encuentras el cepillo de dientes, la cafetera, la tostadora, los calcetines limpios en su sitio. ¿Qué haces? ¿Cómo te pones en marcha? Nos hemos acostumbrado a que los acontecimientos se sucedan a tal velocidad que cuando de golpe también nos birlan aquello que resistía, que por un milagro extraño permanecía inmóvil, ajeno a la noria de los cambios, nos sentimos profundamente desorientados, como si a la realidad hubiera que buscarle otro manual de instrucciones. Ya no hay margen, ni siquiera, para que los procesos puedan seguir su curso natural. Para que una historia pueda abrirse, desarrollarse y cerrarse a su debido tiempo. La actriz catalana Mónica Randall, después de una larga y prolífica carrera, decidió retirarse “el día que simplemente comenzó a parecerme ridículo fingir que era otra persona”. Estas cosas, ahora, son impensables. Nos han arrebatado el derecho a las despedidas largas, rotundas, saboreadas. No elegimos el final de algo: es él el que nos escoge a nosotros. El mundo, y el fútbol, se acaban demasiadas veces. Todo sería mucho más fácil si solo hubiera que decir tres o cuatro adioses desde que nacemos hasta que nos morimos. Quizá entonces sí que podríamos pulirlos, ajustarlos, vestirlos a la altura de las circunstancias. Al estilo H. G. Wells, autor de La isla del doctor Moreau, cuyas dos últimas frases antes de que se le parara el corazón fueron: “Podéis iros. Me encuentro perfectamente”.

 


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Fotografía de Getty Images.

Marcel Beltran

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