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Antoine Griezmann, el cineasta de festivales

Hace ya algún tiempo reflexionaba en Twitter sobre el hecho de que Antoine Griezmann era como el típico cineasta de festivales: sensible, talentoso, con voz propia, subestimado por la opinión popular y reverenciado por sus pares. 

Dicha sentencia estaba vinculada con la circunstancia de que, de un tiempo para acá, me he venido sintiendo más cómodo en los márgenes, alejado del bullicio -José Alfredo Jiménez dixit-, rindiéndole pleitesía a artistas que renuncian deliberadamente al efectismo, los clamores, las grandilocuencias y los fuegos pirotécnicos para contar una historia sencilla sin pervertir el contenido ni sacrificar profundidad. Redondeando la analogía cinéfila, jugadores como Griezmann funcionan como un thriller costero de Claude Chabrol: una teórica sucesión de escándalos provinciales termina ofreciendo un montón de pistas para entender lo que nunca pensamos entender sobre la vida. Para traducirlo en clave futbolera, sustituyamos escándalos provinciales por controles orientados, movimientos sin balón o apoyos. No es necesario sustituir vida por fútbol, puesto que son indistinguibles. 

Pero profundicemos un poco. La clave tanto en el cine de Chabrol -y otros genios del séptimo arte- como en el fútbol de Griezmann es el ritmo; un concepto que, por desgracia, también se ha desvirtuado en el mundo contemporáneo. El ritmo, en realidad, no tiene que ver con el propósito de que sucedan muchas cosas en simultáneo o la obsesión por imprimirle a la narración una tensión impostada, sino con la sensación de fluidez. La fluidez es la que verdaderamente te permite conectar ideas y abrirte paso elegantemente, sin estridencias. En ese sentido, Griezmann lleva muchísimo tiempo siendo el futbolista que mejor domina el ritmo y la fluidez. Y quien domina el ritmo y la fluidez está, inevitablemente, destinado a dominar el fútbol, el cine y cualquier otra manifestación artística. Aunque luego solo se le reconozca en la bohemia y el extrarradio.

 

Griezmann lleva muchísimo tiempo siendo el futbolista que mejor domina el ritmo y la fluidez. Y quien domina el ritmo y la fluidez está, inevitablemente, destinado a dominar el fútbol, el cine y cualquier otra manifestación artística

 

Después de haberse encumbrado como el MVP de la selección francesa en dos Mundiales en fila -lo digo sin paliativos, Kylian- y haber apilado partidos de culto a nivel de clubes en la alta competencia, pensé que debía levantarme en armas frente a un mundo que se empeña en infravalorar a un futbolista repleto de recursos técnicos, con consciencia táctica, una interpretación del juego solo al alcance de los elegidos y que, por encima de cualquier cosa, tiene la inestimable virtud de hacer mejores a los que lo rodean. Percibo que, además, no se ha hurgado lo suficiente en su pasado como extremo de segundo palo. ¿Acaso nadie es capaz de sentirse conmovido por el hecho de que un jugador que irrumpió con desmarques agresivos en el lado débil haya sido capaz de conquistar la posición de segundo punta, mediapunta y hasta de centrocampista en no pocas comparecencias en la superélite? 

Por todo esto, quiero dejar asentado que últimamente me he idealizado como el personaje del periodista gallego Manuel Jabois en la novela Malaherba, cuando se vanagloria de ser el último hombre en haberse enamorado de la mujer que le gustaba. Yo, se me permita o no, me autoproclamo como el último hombre en haberme enamorado del jugador que le gustaba: Antoine. Y no precisamente Doinel.


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Fotografía de Getty Images.

Ricardo López Si

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