Para Don DeLillo, escribir un libro es como emprender una larga marcha a las montañas. Para Paul Auster, bailar la misma canción trescientas veces. Para William Faulkner, construir un gallinero en medio de un huracán. Si tuviéramos que recurrir al fútbol, tal vez podríamos decir que escribir un libro es como conseguir que tu equipo marque un gol en una final después de que toquen el balón todos sus integrantes, incluidos el utillero, el masajista y el presidente. Es decir: un plan para chalados, una misión casi imposible. Lo que más me gusta del trabajo de editor es que, mientras descubro que soy incapaz de escribir uno, observo cómo otros dan forma a sus libros. Es como si pudieras acercar el ojo a la cerradura y verlos en plena acción. La primera vez que Nacho González me mandó un correo, creo que fuera hacía sol, cantaban los pájaros y los niños jugaban en el parque. Pero eso fue la primera vez. Luego vinieron otros, a las dos, a las tres, a las cuatro de la madrugada. O a las nueva de la mañana. Detrás de ese desorden, un tipo se peleaba con un texto —al mismo tiempo que seguía grabando vídeos para La Media
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