Pareció que el gol lo marcó Ana Montoya. Todas las cámaras fueron a su rostro enrojecido por los colores que le sacó Iker Muniain. La noticia, más que el primer gol del vasco con San Lorenzo, fue la reacción de su chica. Tras el penalti, se cruzaron automáticamente sus miradas, lo cual nos recordó que el fútbol también es un juego de amor. De chaval, nada me emocionaba más que una chica mirándome jugar. Cómo no sabía ligar, tenía que hacerlo desde el campo. Cada cual usa sus armas. Las mías eran la zancada, el dribling y el gol de jugada individual. Mi pelo tenía que estar mojado. Mi rostro fingía cansancio. Exageraba el dolor de las patadas. Gritaba. Me tiraba a la piscina. Podía hacer cualquier cosa con tal de proyectar hacía la chica de mis sueños mi espíritu luchador. Aunque este fuera impostado. Es lo que tiene el amor, que te empuja a hacer tonterías. Disfrutaba cuando ella me aplaudía, pero todavía más cuando sufría por mí. El momento culmen se producía en el gol y en su debida celebración: mi dedo apuntando hacia mi amor. Es decir, hacia una adolescente con brackets
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Fotografía de Getty Images.
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