Me encanta la música de Joan Pons, ‘El Petit de Cal Eril’, aunque sus discos se escuchen en poco más de lo que dura un café con cigarro. No he pegado la segunda calada y el tocadiscos ya reclama la cara B. Los sorbos se cuentan por canciones. Nueve. Me deslumbran, pero el minutaje no me satisface, a lo que vuelvo a pinchar el vinilo. Me quedaron un par de aforismos clavados en el cerebro, eso sí; “Se va todo lo que has sido”, “Lo que ven tus ojos durará porque es eterno, lo demás morirá, seguro”. Que cabrón. Si es que tiene razón. Breve su música, breve su lírica y breve mi historia, 31 años que se marchitan en un santiamén. A menudo necesitamos de la contundencia de un haiku revelador para echar la vista atrás y reparar en todo lo que fuimos, dijimos, soñamos, pisamos.
La pandilla del parvulario, la pelota, Matutano, Nintendo, los abuelos, la primera novia, el concierto de Wilco, la uni, el piso, la vida sin mascarilla. Se lo llevó todo el viento de Margaret Mitchell, como si nada hubiera ocurrido. Nos queda la memoria. Y las fotos, claro. Hace un par de días recuperé una en la que algo no encajaba. Aparecía yo de pequeño, vestido del FC Santboià, sorteando la defensa del UD Viladecans en el viejo estadio Joan Baptista Milà. Todo parecía normal hasta que me di cuenta que el suelo que pisaba no era césped. Ni artificial, ni natural, ni moqueta, ni nada. Ni siquiera era verde. En aquel entonces, en las categorías inferiores y en la órbita regional, el fútbol se jugaba sobre marrón, marrón tierra. Titulé esto como Tierra que pisé por lo literal, y no tanto por lo biográfico.
En cada carrera, en cada disputa, en cada balón dividido, sospechabas siempre lo peor, pero allí que ibas. La valentía se medía por el color de las rodillas. Y por el cómputo anual de radiografías
“Tienes las rodillas peladas”, me decía el cachondo de mi abuelo después de los partidos. ¿Cómo iba a tenerlas? Si la tierra me afeitaba la piel con la firmeza de una Gillette. El fútbol no es un deporte de riesgo, a no ser que se juegue sobre tierra, una materia que suele derivar en sangre, heridas y costras. Caerse, igual que ahora, formaba parte del juego, pero también de un dolor puntiagudo que más tarde agudizaba con cuatro gotas de agua oxigenada. La virgen. Levantarse y seguir. Nunca el fútbol fue tan representativo de la vida misma. Lo más cruel que podía ocurrirte no era recibir un gol, era caerte, morder el polvo, catar el sabor de la superficie. En cada carrera, en cada disputa, en cada balón dividido, sospechabas siempre lo peor, pero allí que ibas. La valentía se medía por el color de las rodillas. Y por el cómputo anual de radiografías.
El terreno no ayudaba, lo cual te hacía pensar más. Sabías de sobra que ese pase, por el charco, no iba a llegar a buen puerto. Tenías que picarla, o buscar a otro compañero, aunque fuera el que peor te caía del equipo. Joder. La lluvia jodía más que ahora porque la tierra no tragaba. Quién mejor lo sabía era la lavadora de casa. Había quien presumía de botas fosforitas, la novedad en aquel entonces, aunque todas -blancas, negras o verde pistacho- terminaban color barro. Umbro, Munich, Mizuno o Lotto son marcas que asocias a esos campos de tierra, rugosos, imperfectos y desiguales como un mapa de relieve, un infierno para los porteros. Maldito bote. Hemos perdido por culpa de un hoyo. Y por la línea del área, que no estaba pintada. Sí, había que pintar las líneas. Solía hacerlo, en todos los campos, un señor barrigón, entrañable y preso de alguna marca de tabaco.
El terreno no ayudaba, lo cual te hacía pensar más. Sabías de sobra que ese pase, por el charco, no iba a llegar a buen puerto. Tenías que picarla, o buscar a otro compañero, aunque fuera el que peor te caía del equipo
Hoy el Municipal Baptista Milà de Sant Boi de Llobregat es verde, verde césped artificial, levantado sobre una base de bolitas de caucho. Eso no duele ni cayendo de un salto con Carlos Marchena. Aunque, tan mala no sería la tierra si en esos campos encontró el Barcelona a su mesías. “He marcado cinco goles y espero seguir marcando más”, decía un tal Messi, embarrado.
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Fotografía de Eugenio Rodríguez.