Miradas

DeBÍ MarCAR MáS GOLeS

Mucho antes de saber por qué había atascos, cómo se pelaba una manzana, de dónde caía la lluvia, yo ya sabía que había dos tipos de niños: los que jugaban muy bien al fútbol y los que no tanto. Jamás una verdad se reveló ante mí de una forma tan limpia y fulminante: unos segundos con el balón corriendo de un lado a otro del campo eran suficientes para comprobar que, por más que te empeñaras, nunca podrías hacer con los pies esas maniobras sutiles y bellísimas que algunos otros, en cambio, efectuaban casi sin esfuerzo. Un niño no sabe qué es el talento, ni falta que le hace. Un niño simplemente ve a otro niño chutando desde lejos y metiéndola por la escuadra, intenta copiarlo y se da contra un muro extraño. No recuerdo exactamente cuánto me dolía. La memoria, a veces, trabaja al revés, borrando contenido; lo hace para protegerte. Tuvo que ser duro, imagino. Querer y tropezar, probar y fracasar, no encontrar explicaciones. Esa frase de Macedonio Fernández que subrayé mucho después: “¿Quién se cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?”

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. Hace unos meses salí a caminar por mi pueblo y, de casualidad, crucé el llano en el que solía fallar todos esos goles cuando era pequeño. La maleza campaba a sus anchas y el óxido había empezado a devorar los palos de las porterías. Pasar por los sitios en los que en tu infancia jugabas a fútbol, o te besabas con la chica que te gustaba, o te encendías los primeros cigarrillos, no es darle un mordisco a la magdalena de Proust, es comértela entera de un solo bocado. En un momento dado, me pregunté cuántos veranos estuvimos jugando en ese lugar. No pude sacar el número. Pero fueron muchísimos, pensé. Y ahí entendí que, aunque no se me diera de maravilla, aunque no fuera el mejor, eso nunca fue motivo para parar, para que aquello me dejara de molar. Ahí entendí que, en ocasiones, son los niños que fuimos los que enseñan a vivir a los adultos que acabamos siendo.

 


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Fotografía de Getty Images.

Marcel Beltran

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