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Mucho antes de saber por qué había atascos, cómo se pelaba una manzana, de dónde caía la lluvia, yo ya sabía que había dos tipos de niños: los que jugaban muy bien al fútbol y los que no tanto. Jamás una verdad se reveló ante mí de una forma tan limpia y fulminante: unos segundos con el balón corriendo de un lado a otro del campo eran suficientes para comprobar que, por más que te empeñaras, nunca podrías hacer con los pies esas maniobras sutiles y bellísimas que algunos otros, en cambio, efectuaban casi sin esfuerzo. Un niño no sabe qué es el talento, ni falta que le hace. Un niño simplemente ve a otro niño chutando desde lejos y metiéndola por la escuadra, intenta copiarlo y se da contra un muro extraño. No recuerdo exactamente cuánto me dolía. La memoria, a veces, trabaja al revés, borrando contenido; lo hace para protegerte. Tuvo que ser duro, imagino. Querer y tropezar, probar y fracasar, no encontrar explicaciones. Esa frase de Macedonio Fernández que subrayé mucho después: “¿Quién se cree que es esa entrometida, la realidad, para arruinarme la vida?”
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Fotografía de Getty Images.
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