“El fútbol me divierte. Es el mejor trabajo del mundo, es un oficio con el que te diviertes trabajando. Te pagan por divertirte”. Estas sinceras palabras de Agostino Di Bartolomei permiten comprender por qué la sociedad considera a los futbolistas como unos privilegiados. Y ciertamente lo son, pero esto no quita que, tal y como aseguraba hace unas semanas en Público el cantante/periodista Toni Mejías, “cuando se baja el telón y se apagan los focos, la purpurina se desvanece y el artista se humaniza, con sus medios, sus penas y sus retos”.
El pequeño Ago nació el 8 de abril de 1955 en Tor Marancia, una zona popular del sur de Roma en la que, según apunta un artículo de La Gazzetta dello Sport del año 2015, “todavía se acuerdan de un niño que no sonreía casi nunca. Silencioso, pero duro y decidido. Le encantaba el fútbol por encima de todas las cosas. Su ambición era siempre la misma: vivir con la pelota, vivir en la pelota”. Así fue como aquel silencioso muchacho, que no hablaba mucho porque creía que “es mejor que hablar demasiado y porque siempre existe el riesgo de que a nadie le interese lo que uno tiene que decir”, empezó a explorar su amor por el balompié en el humilde campo de fútbol anexo al Oratorio di San Filippo Neri.
“Su ambición era siempre la misma: vivir con la pelota, vivir en la pelota”
“En el centro del campo juega un niño con los aires de un hombre. No tiene prisa, es el centro de todas las tramas del juego. Todos son niños en 1955, pero Agostino, con su actitud seria y protectora, parece ser el padre de sus compañeros”, recuerda el reportaje con el que La Gazzetta dello Sport celebró el 60º aniversario de Di Bartolomei, aquel prometedor futbolista que recaló en la Roma a los 14 años y que, recién alcanzada la mayoría de edad, al mismo tiempo que comandaba al filial giallorossi hacia la conquista de sus dos primeros entorchados en el Campionato Primavera (72-73 y 73-74), cumplió el sueño de debutar con el primer equipo en un encuentro contra el Inter en el Giuseppe Meazza (22 de abril de 1973).
En la primera jornada de la temporada 73-74, ya con el ’10’ a la espalda, Agostino anotó su primer gol con la elástica romana en un duelo contra el Bolonia en el Olímpico de Roma. Los aficionados del conjunto capitalino empezaban a descubrir a ese centrocampista brillante, pero una cesión al Vicenza (75-76) y una lesión en el menisco retardaron lo que, por otra parte, ya parecía inevitable: que Di Bartolomei, aquel chico que conocía a los tifosi de la Curva Sud porque, como gran fanático del equipo, había crecido con ellos en las graderías, acabara convirtiéndose en el gran icono del club. DiBa no solo era Il Capitano; era la prolongación de la hinchada giallorossa sobre el terreno de juego, era su mejor representante.
Di Bartolomei no solo era Il Capitano de la Roma; era la prolongación de la afición giallorossa sobre el terreno de juego, era su mejor representante
El brazalete se lo entregó el técnico sueco Nils Liedholm, que en 1979 regresó al Olímpico de Roma tras dos temporadas en el Milan. “Ahí dentro serás mi capitán y ellos te adorarán. No hay nadie más romanista que tú”, le espetó en aquel momento el legendario exdelantero rossonero, locamente enamorado de la calidad futbolística de Di Bartolomei, al joven mediocentro, que aceptó el encargo sin pestañear y que, ya fuera desde el centro del campo o desde el eje de la defensa, se erigió en el líder de aquella Roma que entre 1979 y 1983 ganó tres ediciones de la Coppa Italia y una Serie A, la primera del club desde 1942.
“Para la ciudad este es un momento histórico, y en este tiempo extraordinario me gustaría invitar a nuestro maravilloso público a no caer en la trampa de dejarse llevar por la celebración excesiva. Es correcto y comprensible que haya una gran fiesta, siempre y cuando se celebre en los lugares permitidos. No debemos olvidar que no todos se sienten involucrados en la celebración, y que no todos quieren ser molestados”, aseguró entonces el capitán romanista, dejando una prueba más del carácter indefinible que ya había demostrado un tiempo atrás cuando, delante de las caras de perplejidad de los desconcertados periodistas, afirmó que su gran ídolo era Giorgio de Chirico, un artista surrealista.
Con todo, en 1983, Agostino estaba completamente consagrado en la élite del futbol transalpino. Sorprende constatar que nunca fue internacional con la azzurra, algo que irritaba a la hinchada giallorossa, pero fue básicamente porque los seleccionadores italianos de la época siempre se decantaban por jugadores más físicos. Di Bartolomei también lo era, pero en lo que más destacaba era en su faceta como creador; como suministrador de exquisitos balones para Toninho Cerezo, Paulo Roberto Falcão, Bruno Conti, Roberto Pruzzo y Francesco Graziani, los hombres más adelantados del conjunto romano. Y es que, a pesar de lo que el ’10’ que vestía puede hacer pensar, Ago mostraba su mejor fútbol cuando actuaba como regista. Desde delante de los centrales, tal y como hacía Andrea Pirlo, DiBa ejercía de director, organizando a sus compañeros e iniciando los ataques del conjunto de Nils Liedholm, quien insistía en remarcar que “nunca se mueve sin razón. Sus pases son largos, y perfectos. Siempre corre con una gran elegancia, con la cabeza alta”.
Pero Agostino no solo era un pasador fantástico e inteligente, también era un excelente finalizador. Tenía un chut extremadamente potente desde larga distancia, hasta el punto en que, según destacaba en 2015 La Gazzetta dello Sport, “en esos años en que se debatía sobre la energía nuclear y sobre las decisiones que tenía que tomar Italia sobre un tema tan delicado; en medio de una manifestación antinuclear, un niño escribió en una pancarta: ‘Las únicas bombas que quiero son las de Di Bartolomei'”.
El principio del final
Para todos los niños que anhelan ser futbolistas de élite, jugar una final de la Copa de Europa es un sueño. “El partido de mi vida”, así lo describió el propio Di Bartolomei cuando, después de eliminar al IFK Göteborg, al CSKA Sofia, al Dynamo Berlin y al Dundee United en una eliminatoria en la que el entonces presidente romano Dino Viola intentó sobornar al árbitro del decisivo partido de vuelta ofreciéndole 50.000 dólares; el cuadro giallorossi se plantó en la final de la competición sorprendiendo a propios y a extraños.
Justo allí les esperaba el Liverpool, que había conseguido un billete para la final tras apear al Odense, al Athletic Club (0-0 en Anfield y 0-1 en el viejo San Mamés), al Benfica y al Dinamo Bucarest. A pesar de que, como reconocía Craig Johnston en Marca hace unas semanas, los reds estaban “de celebración en Ibiza, bebiendo cerveza, riendo y bromeando”; el conjunto de la ciudad de los Beatles, vencedor de siete ligas inglesas entre los años 1976 y 1983, se presentaban como un adversario temible para la Roma. Sin embargo, aunque debutaba aquella temporada en la Copa de Europa, el cuadro dirigido por Nils Liedholm era el gran favorito para llevarse el entorchado continental porque contaba con un excelente grupo de futbolistas comandado por Di Bartolomei y porque, además, la final se iba a disputar en el Olímpico de Roma.
Era el escenario perfecto para coronarse. El guion parecía estar escrito expresamente: la Roma tenía que ser campeona. Cuando caminaban hacia el estadio, todos los hinchas giallorossi se imaginaban a Agostino Di Bartolomei, aquel futbolista que los informes del Liverpool definían como “un excelente distribuidor del balón”, levantando el trofeo al cielo de Roma. Pero aquel día el fútbol había decidido ser cruel con ellos.
“Teníamos que pasar delante del vestuario de la Roma para saltar al campo. Justo cuando ellos estaban concentrados escuchando al entrenador, nos pusimos a bailar, a cantar y a dar golpes en el suelo con los tacos. ‘¡Bang, bang, bang!‘. Imagínese a 16 tiarrones marchando como un ejército. Aquello sonaba como si fuera un himno militar. No sé qué pensarían los de la Roma, pero debieron creer que se iban a enfrentar a unos hooligans”, contaba en Marca Craig Johnston, el interior diestro de aquel Liverpool. Efectivamente, la estrategia red surgió efecto y la Roma, visiblemente nerviosa por la inigualable magnitud del encuentro y por saberse ante una oportunidad única en su historia, encajó un gol absurdo en el minuto 12, obra de Phil Neal. Encomendados a la figura de Di Bartolomei, los giallorossi se sobrepusieron rápidamente del golpe y jugaron mucho mejor que su rival, pero tan solo pudieron empatar por mediación de Roberto Pruzzo. Por primera vez en los 29 años de historia de la competición, el ganador de la Copa de Europa tenía que decidirse en los penaltis.
“Agostino Di Bartolomei hablaba poco, pero cuando había algo que hacer siempre era el primero en ofrecerse”, destacaba el mencionado artículo de La Gazzetta dello Sport. Y, ciertamente, el ’10’ de la Roma no dudó en responsabilizarse del primer penalti. Steve Nicol falló para el Liverpool, pero DiBa, con la tranquilidad que le caracterizó durante toda su carrera, transformó su lanzamiento desde los once metros con un chut centrado e imparable que puso el 0-1 a favor de los italianos. “Roma se preparó para la fiesta. En esta ocasión quizás incluso Di Bartolomei disfrutaría de las celebraciones”, escribía la semana pasada Oliver Kay en The Times. Y añadía: “En Roma, la noche del 30 de mayo de 1984 es recordada de muchas formas diferentes. Tonino Cagnucci, un periodista deportivo italiano, escribió 55 Secondi. Y es que, después del penalti de Di Bartolomei, la Roma pareció tener la punta de sus dedos en el trofeo durante 55 bonitos segundos. ‘No hay victoria más grande que una de tan soñada, tan anhelada, tan rezada, y tan cercana… durante 55 segundos’, escribió Cagnucci”.
Tras el tanto de Ago, Bruno Conti y Francesco Graziani erraron sus lanzamientos, quizás influidos por las maniobras de distracción del arquero surafricano del Liverpool Bruce Grobbelaar, y el lateral izquierdo red Alan Kennedy, tal y como ya había hecho en la final contra el Real Madrid de la temporada 80-81, se vistió de héroe para convertir su penalti y darle al conjunto de Joe Fagan su cuarta Copa de Europa. La Roma y Agostino Di Bartolomei nunca habían estado tan cerca de la gloria continental, pero el sueño se había esfumado sin dejar más rastro que las lágrimas en los ojos de todos los giallorossi.
Aquella final tenía que ser el clímax de la trayectoria del ’10’, pero supuso el principio de su caída
Aquella final tenía que ser el clímax de la trayectoria del ’10’, pero supuso el principio de su caída. Y es que, para un enamorado de la Roma como Di Bartolomei, perder la Copa de Europa delante de los suyos fue un revés durísimo. Sabía que algo se había roto para siempre, que nunca volvería a tener una oportunidad igual para hacer felices a los suyos. Consciente de ello, profundamente enfadado por haber desaprovechado una ocasión única, en el mismo vestuario del Olímpico de Roma se peleó con Falcão, al que le recriminó que, siendo un excelente lanzador, no hubiera querido chutar ningún penalti por culpa del miedo escénico.
La primera consecuencia de la cruel derrota contra el Liverpool fue la marcha de Nils Liedholm, que, tal y como ya había hecho en 1977, cambió la Roma por el Milan. Su lugar en el banquillo lo ocupó otro entrenador sueco, Sven-Göran Eriksson. Tras conquistar la liga portuguesa con el Benfica en las dos temporadas anteriores (82-83 y 83-84), el técnico escandinavo llegó a la capital italiana con la misión de reanimar al equipo; y una de sus primeras decisiones fue prescindir de un Agostino Di Bartolomei que, a pesar de ser el emblema de la institución romana, no se adaptaba a su juego veloz e intenso porque era demasiado lento.
“¿Por qué me voy de la Roma? No lo sé”
Así pues, después de 15 años en la Roma y con un balance de 310 partidos y 69 goles con la elástica giallorossi, Di Bartolomei, enormemente decepcionado y desilusionado, tuvo que dejar el Olímpico de Roma ante la indignación de una hinchada incapaz de entender el motivo por el que el club había decidido traspasar a su gran icono. “¿Por qué me voy de la Roma? No lo sé”, asintió nostálgico centrocampista de 29 años, que optó por seguir la estela de Liedholm y viajar hacia el norte de Italia para recalar en un Milan que, tras los descensos a la Serie B de 1980 y 1982, ansiaba recuperar el poderío perdido en Italia y en Europa.
Enojado por haber tenido que despedirse del equipo de su corazón mucho antes de lo que él hubiera querido, en su primer partido como rossonero contra la Roma marcó el primero de los dos tantos locales (2-1) y lo celebró con rabia, con un gesto que hirió e indignó a la hinchada capitalina. El futbolista que había sido el héroe de la afición, convertido en villano de la noche a la mañana; el hombre que había sido despedido con un emocionado “te han echado de la Roma, pero no de la Curva Sud”, recibido en el partido de vuelta con una atronadora pitada y con constantes abucheos por parte de los que unos meses atrás le idolatraban de forma incondicional. Nervioso por aquel recibimiento hostil en la que había sido su casa durante una década y media, Di Bartolomei cometió una terrible entrada sobre Bruno Conti y, acto seguido, se enfrentó con Francesco Graziani en una acción tan desagradable como ilustrativa del punto hasta el que se había pervertido la relación entre la Roma y su excapitán.
Agostino continuaba disfrutando del fútbol de élite, pero ya nada era lo mismo. Ni tan solo él. Después de tres años en San Siro, Arrigo Sacchi se hizo cargo del banquillo rossonero y decidió prescindir de DiBa porque, a sus 32 años, no encajaba en sus esquemas. El romanista se incorporó entonces al Cesena, que cumplió el objetivo de permanencer en la Serie A con Ago como capitán. Tras una temporada en los Cavallucci marini, Di Bartolomei recaló en la Salernitana de la Serie C1. En el curso 89-90, el centrocampista lideró al modesto conjunto sureño y, con un gol suyo, certificó un ascenso histórico a la categoría de plata del fútbol italiano en la última jornada del campeonato. Con todo, mientras el país hacía cuentas de los días que quedaban para acoger el Mundial, mientras los periodistas locales y los eufóricos aficionados del cuadro de Salerno rodeaban a su nuevo ídolo; Agostino anunció a pie de campo que se retiraba, que ya tenía suficiente del frío mundo del balompié.
Di Bartolomei comentó los encuentros de la Copa del Mundo para la televisión pública italiana (RAI), que le presentaba como “el mejor jugador italiano que nunca jugó con la selección”, pero nunca llegó a recibir aquella llamada que tanto esperaba, aquella llamada que sí que recibieron exfutbolistas de su generación como Franco Tancredi o Bruno Conti; aquella llamada de la Roma. Para Agostino, el hombre que había sido el gran icono del mejor equipo giallorossi de toda la historia, no había nada: ningún cargo en el organigrama del club; tan solo un recuerdo vacuo y borroso, ensombrecido y etéreo.
Para Agostino no había nada; tan solo un recuerdo vacuo y borroso, ensombrecido y etéreo
En su nueva residencia en San Marco di Castellabate (Salerno), DiBa se sentía abandonado e incompleto, olvidado e inútil; incapaz de llenar el vacío que se generó en su corazón el último día en que se calzó las botas, incapaz de encontrarle un sentido a nada viéndose tan alejado del fútbol, incapaz de empezar una nueva vida. “Aquellos que fueron los campeones ayer, son los olvidados de hoy. Aquellos que hoy son los campeones, mañana serán los olvidados. Es inevitable. Y en medio de esta espiral sin final están ellos. Los futbolistas. Todos. También Di Bartolomei”, escribía hace unos años el periodista Tolo Leal. “Después del fútbol, la vida no le sonrió. Estaba esperando una llamada para volver al mundo del fútbol, pero nunca llegó. El fútbol probablemente había cambiado demasiado para alguien como Agostino, un hombre que en sus días como jugador ya parecía pertenecer a otro tiempo”, aseguraba el escritor Giovanni Bianconi, coautor de L’ultima partita. Vittoria e sconfitta di Agostino Di Bartolomei (El último partido. La victoria y la derrota de Agostino Di Bartolomei), en un artículo de The Times que también recogía el testimonio de Mark Hateley, un delantero inglés que fue compañero de DiBa en el Milan: “Rápidamente se convirtió en una parte muy importante de aquel vestuario, en un líder. Era un tipo absolutamente sensacional, genial tanto dentro como fuera del campo. Lo veía como alguien que creía que nunca podía ser suficiente para nadie”.
Ago tenía que enfrentarse a una nueva y desconocida realidad, tenía que buscar otra fuente de ingresos. Abrió una escuela de fútbol para niños en Castellabate e intentó apostar en la bolsa, pero las inversiones le salieron mal y acabó perdiendo gran parte de su patrimonio. Profundamente sumido en la oscuridad de sus pensamientos, en la solitud interior más absoluta y en la depresión, esa enfermedad que, según apuntaba Miguel Ángel Ortiz en un magnífico texto sobre Robert Enke, “sobrevuela al que la padece para, en un momento de debilidad, sujetarle con sus garras y nunca más dejarle escapar”, ese trastorno que “de puertas afuera apenas se percibe, mientras que por dentro va carcomiendo el alma del que la sufre”; los días le parecían infinitos. Finalmente, el 29 de mayo de 1994, después de cocinar una cena para una treintena de amigos y familiares, Di Bartolomei y su esposa salieron a dar un paseo y se fueron a dormir. La mañana siguiente, justo el día en el que se cumplían diez años de la cruel derrota contra el Liverpool en la Copa de Europa de 1984, Agostino se levantó sigilosamente de la cama y caminó descalzo hacia el balcón de su casa. Alrededor de las 10:50, mientras su esposa y su hijastro todavía dormían, apuntó su revólver Smith & Wesson del calibre 38 hacia su corazón y disparó, acabando con su vida al instante a los 39 años. En sus bolsillos, se encontraron una agenda con tres fotografías, una de su familia, una de un santo y una de los hinchas de la Curva Sud del Olímpico de Roma; y una desgarradora nota de suicidio: “No veo ninguna salida. Me siento encerrado en un agujero”.
“Sin palabras… Solo un lugar en el fondo del corazón. Adiós, Ago”
La noticia del suicido de Agostino Di Bartolomei causó una enorme conmoción en Italia y, sobre todo, en Roma. Con el corazón helado, incapaces de digerir una realidad tan atroz, arrepentidos por no haberle concedido el trato que se merecía, los tifosi giallorossi le despidieron con un emocionado “niente parole… Solo un posto in fondo al cuore. Ciao, Ago“. “Sin palabras… Solo un lugar en el fondo del corazón. Adiós, Ago”. Los funerales fueron verdaderamente multitudinarios. Compañeros, rivales, entrenadores, aficionados, directivos; todos se volcaron en recordar la memoria de DiBa. Pero ya era tarde, demasiado tarde. “Lleno de amigos, pero solo y abandonado allí; si hubiese amor para el campeón, hoy estaría aquí. Este mundo absurdo llora al campeón cuando ya no hace falta”, que cantaba Antonello Vendetti en Tradimento e perdono (Traición y perdón, en español), una canción con la que el popular cantautor italiano quiso homenajear al fallecido futbolista.
Evidentemente, la muerte de Ago dejó un inmenso vacío entre los suyos. “Tan solo tenía once años, papá. Más tarde descubrí la crueldad de esa fecha, la malicia de esa coincidencia… Pero nunca creí y nunca quiero creer que en ese instante pensaras aquella derrota en aquel estúpido partido de fútbol. Al lado de la grandeza de la vida humana, al lado del amor de una esposa y dos hijos, ¿qué era ese estúpido partido de fútbol?”, se preguntaba Luca Di Bartolomei, el hijo de DiBa, en unas páginas del libro de Giovanni Bianconi en las que recordaba, con una desoladora nostalgia, los días en los que nadaba en el mar junto a su padre. “Cuando con 39 años estás en tu plenitud, en tu madurez intelectual, y ves que todas las puertas se te cierran… Quizás en una bonita y soleada mañana de mayo, te paras un momento a pensar y te acuerdas de que diez años antes, cuando estabas a punto de cumplir un sueño, todo se rompió en pedazos”, añadía hace unas semanas en Fiebre Maldini un emocionado Luca, que con el imparable paso de los años acabó comprendiendo a su padre y que, después de que los caminos de la Roma y el Liverpool se volvieran a cruzar en las semifinales de la presente edición de la Champions League, escribió en las redes sociales: “A todos los amigos de la prensa que me están buscando; gracias por la idea, pero no quiero hablar. Creo que Ago preferiría el silencio y la concentración. Por una vez que dejemos que el pasado sea una tierra extranjera en Roma. Pensemos solo en el futuro”.
Pero si Bill Shankly decía que el fútbol es mucho más que una cuestión de vida o muerte era, en parte, porque el recuerdo de las leyendas siempre sobrevive, siempre permanece intacto. El suicidio de Agostino Di Bartolomei, el trágico epílogo de la final de la Copa de Europa de 1984 entre la Roma y el Liverpool, nos robó a uno de los grandes nombres del conjunto giallorossi, pero le humanizó y le concedió un lugar privilegiado en la historia del balompié, ese deporte que le hizo ser tan feliz y que le llevó a acabar con su vida; ese deporte que hoy aún le recuerda como Il Capitano de la que para muchos siempre será la mejor Roma de la historia, como el héroe inmortal de la ciudad eterna.