El pianista Glenn Gould decía que no le gustaba ir a conciertos, salvo a los suyos, a los que asistía religiosamente. Yo tampoco soporto a los ídolos, salvo a los míos, a los que defiendo como si fueran a meterlos por error en la cárcel. No recuerdo el momento exacto. Sé que pasó cuando era pequeño. Un amigo de mis padres vino a casa a cenar después de un viaje y trajo dos camisetas, una para mí y otra para mi hermano. La mía era de un rojo gastado, tenía la publicidad de una videoconsola y detrás, en blanco, un ’10’ y la palabra Bergkamp escrita con letras afiladas. No había visto nunca un partido suyo. Con los ídolos de la infancia sucede como con la familia, los miedos, los peluches o las primeras zapatillas: no se eligen, van incluidos en la cesta. La primera camiseta de fútbol que me compraron en mi vida fue la de un holandés que jugaba en un club extranjero. Aquel acontecimiento extraño dejó una marca en un punto inhóspito de mi cuerpo. El hombre que me hizo el regalo debió verme desubicado. Me dijo que ese futbolista era de los mejores, porque conseguía que lo más difícil pareciera asequible. Años después conecté esa frase ininteligible con otra que leí de Manuel Vicent en una crítica de cine: “Ya se sabe que ser un buen actor o es muy fácil o es imposible”
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Fotografía de Getty Images.
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Simplemente maravilloso.