Partamos de la base de que los futbolistas que más idolatramos son los que dejan acciones espectaculares. Partamos de la base -también- de que Messi construyó 15 años de reinado indiscutido sin hacer una sola bicicleta en el campo, como si eso ya hubiera sido abusar. Partamos de la base -mejor- de que el fútbol es una sinrazón constante, que vamos sin manual de instrucciones y que a estas alturas seguimos sin entender muy bien cómo opera en nuestras cabezas.
Por qué logra emocionarnos Pedri, si no es un prodigio físico, un regateador de videoconsola o una máquina de hacer goles, es una pregunta para la que todavía no sabemos si vamos a tener respuesta. Manejamos algunas teorías, pero el futuro es incierto, dado que el fútbol es capaz de hacernos cambiar de opinión cada día. Tenemos más o menos claro por qué nos impresiona una elástica de Mbappé, un desplazamiento en largo de Van Dijk o una palomita de Courtois, pues son acciones que nos entran por los ojos y que ni en 100 vidas lograríamos reproducir en el parque. Pero, ¿Pedri? ¿Qué pasa con Pedri? El misterio del canario es que lo hace tan fácil que lo vuelve imposible. Una hoja tocada por el viento. Un talento ligero, ingrávido, brumoso, y a la vez sumamente humano, que descoloca y fascina a partes iguales.
Pedri es un estafador de primera, porque nos hace creer que jugar bien al fútbol está al alcance de cualquiera, cuando es justo lo contrario. También es un buen antiséptico, pues limpia las jugadas con la misma diligencia con la que un corrector elimina las erratas de un texto. En una de las mejores crónicas de partido que he leído nunca, sobre la final del Mundial de 2014 entre alemanes y argentinos, Juan Tallón explicó que los primeros habían jugado al fútbol poniendo un artículo, un sustantivo, un verbo y un predicado, y que era raro que, escribiendo de esa forma, no hubieran acabado por hacerse entender con el gol. Ocurre algo similar con el centrocampista del Barça, genio de lo mínimo, cuya nula estima por los ornamentos lo lleva, en lugar de a marcar, a adueñarse de los encuentros y de los piropos de la grada.
Pedri es un estafador de primera, porque nos hace creer que jugar bien al fútbol está al alcance de cualquiera, cuando es justo lo contrario
El novelista británico Rudyard Kipling sostenía que, en un relato, quitar líneas es como avivar un fuego; no se nota la operación, pero todo el mundo agradece los resultados. Quizá la literatura sea el único camino que pueda acercarnos a aclarar el secreto de jugadores como Pedri. Aquello que decía Josep Pla de que el lenguaje tiene que ser matemático, geométrico, escultórico, para que la idea encaje exactamente en la frase, tan exactamente que no pueda quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea, cobra todo el sentido cuando el ’16’ salta al campo y empieza a enlazar pases precisos como quien reparte caramelos.
Contra el Athletic Club puso la guinda a su actuación con un caño sublime a Balenziaga. Por un momento salimos de dudas. Eso mismo nos había atrapado de tantos otros cracks; el malabarismo como réplica al régimen del defensor. El fogonazo súbito y encapsulable. Pero Xavi no tardó en corregirnos en cuanto acabó el partido. El caño era lo de menos. La mayor virtud de Pedri, precisamente, se había expandido como una mancha de aceite durante los 96 minutos restantes. Los toques, los controles, los giritos, las entregas. La presencia. He aquí su poder susurrante, cautivador. Natos mandaba a sus fans a estudiar a Platón para entender lo que cantaba. Con Pedri te entran ganas de sacarte el título de entrenador solo para poder apreciar mejor su juego.
En última instancia, quizá lo que nos seduzca de Pedri es que haya explotado precisamente ahora. Cuando al mundo ya no hay por dónde cogerlo, y la realidad se embrolla de tal manera que incluso lo más básico pasa a segundo plano, Pedri aparece y nos dice que no hay que complicarse tanto. Que el truco es hacerlo sencillo. Menos humo, menos ruido, menos pompa. Podríamos probar. Igual hasta aprendemos algo.
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Fotografía de Cordon Press.