“Maradona es un gol inolvidable y un gol en contra de sí mismo”
Rodrigo Fresán
¿Pelé o Maradona? Llegado el momento, todo hincha de fútbol debe responder a sus contemporáneos esta pregunta crucial. Pero más importante aún, todo hincha, al menos una vez en la vida, debe contestársela a sí mismo. Intentar esclarecer los motivos que justifican esa respuesta es quizás el único ánimo de estas palabras.
A propósito de Francisco Quevedo, Jorge Luis Borges en Otras Inquisiciones quiso indagar sobre el curioso e inquietante misterio de por qué el nombre del satírico español no figura “en los censos de nombres universales” muy a pesar de su grandeza verbal. “Virtualmente”, conjetura Borges, “Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente”. A diferencia suya, Cervantes, un escritor a quien el autor de Fervor de Buenos Aires en ocasiones califica de ingenuo, sí supo fabricar un símbolo literario, que no es otra cosa que el “afortunado vaivén de Sancho y de Quijote”.
Las magias verbales de Quevedo, su ostentoso laconismo, la grandilocuencia de su estilo, poco o nada pueden decirnos de nosotros mismos; por el contrario las aventuras del ingenioso Hidalgo nos interpelan y nos acercan, porque de alguna forma todos somos partícipes de ellas. La obra de Cervantes nos conmueve precisamente porque se constituye como un símbolo en donde convergen las antinomias de lo real y lo sobrenatural; y las fronteras de esos órdenes, en principio contradictorios, se vuelven lábiles y oscuras como si se tratara de un sueño: el Hidalgo termina pareciéndose a su escudero regordete, y Sancho cada vez más a su señor. Quizá es debido a este tránsito que la obra de Cervantes logra hacer una contribución permanente a los afectos y a la imaginación humana. Hay en ello algo muy nuestro, muy humano que nos seduce y nos reafirma.
Pelé y Maradona practicaron el fútbol en momentos y formatos distintos. Además, es oportuno decirlo también, se desenvolvieron en posiciones muy diferentes dentro de un sistema táctico, por lo cual considero que cotejar las características estrictamente balompédicas de ambos jugadores conviene más a una empresa que juzgo inconmensurable y acaso baladí. Por otro lado, también es cierto que nunca vi jugar a Pelé. Las pruebas testimoniales de su fútbol se reducen, al menos en mi caso, a una no muy extensa compilación de goles y a una terna de encuentros que YouTube ha traducido a memoria.
Los detractores del argentino esgrimen en su contra una acusación de índole moral: era drogadicto. Olvidan que el Diego no fue grande por las drogas, sino a pesar de ellas
Del Diego solo alcancé a ver el ocaso de sus días: una suspensión de quince meses impuesta por los leguleyos del calcio. El penalti que erró en su debut con Newell´s Old Boys y que tal vez prefiguró un destino aciago. Un periodista agredido con un rifle de aire comprimido a la vuelta de su casa. El regreso a Boca en el 95 con una franja amarilla-oxigenada en el cabello (a su modo, el Diego también fue metro). Y aquella imagen que se replicó vertiginosamente por todos los televisores del planeta: una enfermera vestida enteramente de blanco. Blanca como la cal, la santidad o el perico, escoltaba a un dios envejecido para tomarle una muestra de orina.
Los defensores del brasileño aportan el asombroso catálogo de sus goles, pero ignoran que Pelé jugó siempre en Brasil (país donde no existen los defensas), y que los burócratas del deporte y los CEOs han exagerado su gloria contabilizando hasta los goles que marcó en la playa: Romario da Souza Faria y Gerd Müller marcaron más goles oficiales que ‘O Rei‘ y también alzaron la copa mundial de fútbol. Los detractores del argentino esgrimen en su contra una acusación de índole moral: era drogadicto. Olvidan que el Diego no fue grande por las drogas, sino a pesar de ellas.
Sin embargo, me aventuro a decirlo, Maradona es más grande que Pelé, porque él mismo encarna un símbolo —acaso literario— en el que todos sus espectadores estamos íntimamente implicados y de cuya construcción participamos. Pier Paolo Pasolini, poeta y director de cine, abordó en un breve pero hermosísimo texto titulado Futbol de Prosa y fútbol de poesía las posibilidades simbólicas de un deporte que despierta pasiones.
El fútbol es un sistema de signos, un lenguaje. Hay momentos que son puramente poéticos: los del gol. Cada gol es siempre una invención, una subversión del código: fulguración, estupor, irreversibilidad. Igual que la palabra poética. El goleador de un torneo es el mejor poeta del año. El fútbol que produce más goles es el más poético. Incluso el regate es de por sí poético aunque no siempre como la acción del gol. En los hechos, el sueño de cada jugador, compartido por cada espectador, es partir de la mitad del campo, regatear a un equipo completo y anotar el gol. Si se puede imaginar en el fútbol una cosa sublime, es esa. Pero no sucede nunca. Es un sueño…
Pasolini murió asesinado en 1975 y como es previsible no alcanzó a mirar la materialización de este sueño sublime que un jugador zurdo, irreverente y chico ejecutó en 1986. Maradona, como los grandes nombres de la literatura universal, había inventado también a sus propios precursores. Así las cosas, el medio día mexicano del 22 de junio de 1986 pudo ser como cualquier otro medio día mexicano, salvo porque este se pareció a un sueño: 114.580 almas asfixiaban al Coloso de Santa Úrsula y 22 hombres vestidos de corto corrían tras una metáfora redonda. Maradona tomó el balón atrás de la línea media. Dio 44 pasos y 12 toques al cuero antes de anotar. La jugada narrada por Victor Hugo Morales no dura más de once segundos:
Ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio del futbol mundial. Puede tocar para Burruchaga… Siempre Maradona. ¡Genio, genio, genio! Ta, ta, ta, ta, ta… ¡Goooool! ¡Goooool! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo, viva el fútbol! ¡Golaaaazo! ¡Diegooool! ¡Maradona! Es para llorar, perdónenme, Maradona en recorrida memorable, en la jugada de todos los tiempos: barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste para dejar en el camino a tanto inglés, para que el país sea un puño apretado gritando por Argentina? Argentina 2, Inglaterra 0. ¡Diegol, Diegol! Diego Armando Maradona. ¡Gracias, Dios, por Maradona, por estas lágrimas, por este Argentina 2, Inglaterra 0!
Minutos antes de este gol inolvidable que ciertamente se parece a la parusía, Maradona había anotado con la mano el gol más embustero de las copas mundiales de fútbol. Cuando los periodistas lo increparon, no sin picardía respondió: “fue la mano de Dios”. El Diego se había mitificado. Toda la vida del diez argentino parece ser una reelaboración cíclica de estos 90 minutos arquetípicos. En Maradona convergen las antinomias de lo real y lo sobrenatural, del mismo modo que el tránsito de lo divino a lo profano. Por 90 minutos, cada vez que ingresaba a un terreno de juego su vida constituía una realidad aparte. O, si se quiere, una tregua absoluta de la realidad. Ahí se convertía en un super hombre, en un precursor de los zaratustras. Pero cuando el árbitro pitaba y daba por terminado el encuentro, se convertía otra vez en el hombre reprochable al que tanto temía y del que huía incansablemente a través de los excesos y la coca.
En mayo de 2008 se presentó en el Festival de Cannes el documental Maradona by Kusturica. El film, al menos en su debut, resultó ser un fracaso ante la crítica. Una suerte de derrelicto cinematográfico que zarpó en el 2005 y que casi tres años después no parecía llegar a puerto. La producción se dilató de forma excesiva, en parte debido a los frecuentes internamientos del Diego, su salud intempestiva, sus querellas legales y en parte también a su actitud ambivalente frente al proyecto y a sus intempestivos estados de ánimo. ¿Por qué un director de cine, que para entonces ya había sido galardonado con un Oscar y tres Palmas de Oro, y era aclamado como autor de culto por cinéfilos y críticos de todo el planeta, decidió embarcarse en un angustioso proyecto cinematográfico con un insospechado porvenir? ¿Una quijotada? Sospecho que sí. Resulta innegable que Emir Nemanja Kusturica asumió el documental como una excusa para pelotear con el ’10’: devolverle una pared, hacerle un caño, presumir, en definitiva, ante tirios y troyanos; pero también es cierto que perseguía un motivo más íntimo y personal. ¿Pelé o Maradona? El director serbio quería responder esta pregunta fundacional. No para sí mismo. Esta respuesta la encontró en los dos momentos en que el Diego lo hizo llorar en vida: de tristeza, cuando vestido de blaugrana, le anotó un exquisito gol de vaselina al equipo de sus amores, el Estrella Roja de Belgrado; y de alegría, cuando le marcó el gol a los ingleses en el 86. Ahora quería responderle de forma categórica a sus contemporáneos: Diego Armando Maradona. “El Diego”, dice Kusturica, “podría ser el héroe de mi primera película, ¿Te acuerdas de Dolly Bell? Gorica, un suburbio de Sarajevo, bien podría ser Villa Fiorito de Buenos Aires. No resultaría difícil visualizar a Diego Armando en Papá está de viaje de negocios en el rol del padre, preso por adulterio, durante un período de turbulencia política. Y nada sería más sencillo que imaginar al mago del fútbol en Gato negro, Gato blanco. En el pellejo de un hombre que es el peor enemigo de sí mismo, que hace todo para dañarse”.
La vida, como el fútbol, transita desde la épica hasta el lacrimógeno; como el Diego, de lo divino a lo profano. Pedir perdón y anotar un gol inolvidable son símbolos, si se quiere, análogos
¿Pelé o Maradona? No es una pregunta futbolística cualquiera, es una pregunta que entraña desde el inventario de lo simbólico la posibilidad de un desdoblamiento ético. Ahí está Maradona. Ecce Homo. Humano hasta la infamia y el oprobio. Arrepentido siempre o casi siempre. Yo también he sido ese personaje ridículo, visiblemente intoxicado, que divaga para huir de sí mismo. Yo también he tenido que cargar con la vergüenza de mis actos. Yo también he sido desleal. He sido el hombre que aguarda en secreto el día de su redención. Un conspirador secreto de mi propio nombre. Yo también he tenido que pedir perdón. La vida, como el fútbol, transita desde la épica hasta el lacrimógeno; como el Diego, de lo divino a lo profano. Pedir perdón y anotar un gol inolvidable son símbolos, si se quiere, análogos: en el acto mismo del arrepentimiento y en la epifanía del gol, “un hombre es a su vez todos los hombres”.
Todos fuimos ese niño de Villa Fiorito que tuvo dos sueños incólumes: jugar en un Mundial y anotar en él. Todos hemos traicionado nuestra infancia y frente a un espejo hemos advertido, un día cualquiera, que el adulto en que nos hemos convertido no es tan siquiera una aproximación de quien quisimos ser de niños. Pero también —de algún modo vago y misterioso— todos hemos marcado ese gol contra los ingleses: los que ya habían muerto y los que aún no nacíamos. Los incautos y los precavidos. Hinchas y detractores del fútbol lo anotamos por igual. Cervantes y Quevedo. Pasolini y Kusturica. Los desconsolados y los que saben sonreír. Los esperanzados y los que viven sin propósito. El amigo que siempre levanta sospechas cuando admite que el baseball es el deporte más bonito del planeta. Todos somos ese gol, brasileños e ingleses inclusive, “para que el mundo fuera un puño apretado” gritando por la alegría.
El Diego incursiona así en el imaginario popular como una suerte de espejo cóncavo en el cual sus espectadores se encuentran reflejados. Todos podemos ser él y él puede ser todos nosotros. Pero, ¿por qué nos inquieta tanto vernos reflejados en un jugador de fútbol, en un símbolo? Borges cree haber dado con la causa: “tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”.
Es cierto, el arrepentimiento no puede redimirnos, y acaso tampoco podrá salvarnos. Pero un gol que llega para vengar la patria o los amigos, un gol que quiere vengar también al fútbol, un gesto de irracional ternura que quiere combatir molinos, gigantes o ingleses a través de una llanura verde, o estas palabras fragmentarias que el autor deja aquí en un texto sin porvenir, constituyen una forma torpe pero quizá también genuina de pedir perdón.
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Fotografía de Getty Images.