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La sociedad del fútbol

Jorge Valdano decía que el hincha es el acento del fútbol. El que lo acrecienta. No es lo que el juego hace con nuestras cabezas, es lo que nuestras cabezas hacen con el juego

En Diálogo con mi sombra (Anagrama, 2013), el escritor cubano Pedro Juan Gutiérrez sostiene que el tiempo es más largo para las personas que viven en una isla. Con tal de demostrarlo, pone el ejemplo del carpintero que está haciendo un armario para su dormitorio. Lleva tres años trabajando en el mueble. Y todavía no puede decir en qué momento estará terminado. “De vez en cuando trae algunas piezas. De caoba, perfectamente pulidas. Arma un pedacito. Se va. Reaparece tres meses después. Cuatro meses. Un año. Hace otro poquito. Mi familia y yo nos reímos”. El hombre, si le preguntas, se ofrece a contarte las razones de su retraso, pero como no son pocas ni tampoco cortas, eso equivale a más horas, es decir, más demora. De modo que el carpintero ya goza de la consistencia de los objetos que rodean a las habitantes de esa casa, ya forma parte inevitable del paisaje. El fútbol actúa de una forma parecida en muchos de nosotros. Es un disparate que lleva tanto tiempo y ocupa tanto espacio en nuestros pensamientos y en nuestras frases que ha perdido todo el exotismo, y ya es simplemente otra pieza de lo que somos, como los brazos o las pesadillas. La tontería más seria que existe. Si hablamos con vehemencia de un escándalo arbitral, un entrenador discutido o un remate al palo, no es porque sintamos que de verdad nos va la vida en ello, sino porque no sabemos de qué otra cosa hacerlo. Jorge Valdano decía que el hincha es el acento del fútbol. El que lo acrecienta. No es lo que el juego hace con nuestras cabezas, es lo que nuestras cabezas hacen con el juego. Lo incorporamos con naturalidad al resto de elementos que condicionan nuestra existencia, de la misma manera que un atasco puede jodernos una cita o unas anginas un fin de semana en París. Es algo ostensible, manifiesto. Como el amor. Como el clima. Podemos renegar de él, sufrirlo, celebrarlo, llorarlo, pero en ningún caso negarlo, porque eso sería como defender que no tenemos orejas o que el fuego, al tocarlo, no quema. Si estos días coinciden con un amigo o una familiar que habla de un tal Hernández Hernández como si hubiera secuestrado a sus hijos o, por el contrario, como si le hubieran secuestrado los suyos, no traten de convencerle de que hay cosas más importantes en las que pensar. Dejen que grite, que golpee la mesa, que se remueva en la silla, que amenace con lanzar el móvil por la ventana. No es el fútbol. Somos nosotros. Hacemos lo que podemos. 

 


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Fotografía de Getty Images.