A veces la realidad supera a la ficción y en otras el fútbol supera a la literatura. En concreto, el Betis, que este verano presentó a Isco Alarcón en las redes recreando la escena de Juego de Tronos en la que John Snow renace, y ahora los periodistas hemos sabido que nos estaba robando una buena metáfora para describir el trepidante inicio de campaña del malagueño. Lo del resurgimiento de Lord Comandante Alarcón no lo habríamos visto venir ni aunque hubiéramos querido. El fútbol es un cajón lleno de fabulosas historias partidas por la mitad, y de un modo íntimo y amargo, la mayoría ya habíamos asumido que la de Isco había quedado enterrada para siempre entre todos esos papeles descuartizados. Su genio se apagó en el Bernabéu como si alguien le hubiera soplado a una vela y a partir de entonces transcurrieron cinco años de oscuridad que pesaron como cinco siglos. Tiempo suficiente, en cualquier caso, para despedir el cuerpo de la víctima, tapar el hoyo y llevar flores al cementerio todos los domingos. Nos habíamos quedado sin Isco, un jugador que mimaba el balón como si lo hubiera rescatado de las llamas de un incendio; un centrocampista que sacaba el culo para aguantar la tarascada del rival y luego daba giritos sobre sí mismo como esas bailarinas que ruedan en una cajita de música; un talento sofisticado que algunos consideraban que entorpecía el ritmo de los partidos, que otros llamaban “sobón” y que en cualquier caso era mucho más de gestos que de jugadas, pero qué gestos. En un control de Isco había más verdad que en cien juramentos hipocráticos. Por eso, cuando lo hemos visto reanudar el vuelo en el Benito Villamarín, la sorpresa ha sido mayúscula. Porque ya nos habíamos familiarizado con un fútbol en el que no era protagonista. Quizá él mismo llegó a dudar de que fuera posible dar marcha atrás. En una entrevista en Dazn, admitió que tuvo que trabajar en su salud mental para sentirse otra vez en condiciones de pelear por un sitio. Es curioso. Isco ha hecho algo mágico, volver a la vida, y sin embargo a nosotros nos parece más terrenal que antes, como si atravesar el desierto y admitir sus limitaciones hubiera acortado la distancia que lo separa de la grada. Es un futbolista distinto y a la vez no, pues su nombre nos sigue conectando con un mundo perdido que estaba destinado a ser suyo. En una ocasión le preguntaron a Eleanor Coppola cuánto pesaba el apellido de su marido. “A mí, la verdad, poco”, contestó ella con una sinceridad que se hubiera llevado por delante un rascacielos. “Llevo ya 51 años con él a cuestas. Entiendo que para ustedes sea algo así como un gigante. Alguna vez he escuchado la palabra mito. Lo observo cuando salimos a cenar y la gente le señala. A mí me cuesta verlo así. Toda la vida juntos y, créame, sigue dejando los calcetines sucios en cualquier parte”.
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Fotografía de Getty Images