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Ganar y gritar como Oliver Kahn

El portero alemán es la icónica imagen de cómo era el fútbol a finales de los noventa y principios de siglo. Le gustaba vencer como a muy pocos

Oliver Kahn es un viaje a mi infancia. A los partidos de la Champions League que echaban en abierto y a esa eterna espera para que llegaran el martes o el miércoles para poder disfrutar de los mejores equipos de Europa. Pocos futbolistas de aquella época podían llegar a ser más carismáticos que el portero alemán, por no decir que prácticamente ninguno. Kahn infundía a los rivales una sensación cercana al miedo y al respeto, la propia que hacían sentir los jugadores alemanes a todo el continente. Eran auténticos robots y casi siempre ganaban. Cuando no lo conseguían, hacían sufrir al rival hasta el último suspiro, sobre todo si te tocaba jugar en su país. Gélido en invierno y con fervor en las gradas. Aquellos duelos entre el Bayern de Múnich y el Real Madrid eran gloria. Recuerdo que las portadas de esos días personificaban el duelo en la figura del portero bávaro con titulares de este estilo ‘Este es el enemigo: 80.000 amigos esperan a Kahn en el Bernabéu’, y una imagen suya ocupando toda la primera plana. Maravilloso.

Cuando el miedo se torna en respeto, es que algo estás haciendo bien. Y esa es la sensación que siempre me transmitió el portero alemán. Esas portadas las interpreté como un gesto de amor, el odio es también un síntoma de que algo o alguien te importa. Regresando de nuevo a mi infancia, qué escalofríos me dan al recordar al mítico Estadio Olímpico de Múnich. Eso sí que acojonaba al rival y no el estadio que tiene el Bayern ahora, ahora todos los campos de fútbol están cortados por el mismo patrón, pero ese es otro tema. Kahn manchado de barro hasta las cejas, esas bestias competitivas corriendo durante los noventa minutos y el rival que llegaba creyéndose alguien terminaba confinado en la nada más absoluta. Auténtica Copa de Europa. Los bávaros no ganaban siempre, tampoco adulteremos el relato, que se lo digan al Dépor de un tal Makaay al cual se terminarían llevando, cómo no. Su carácter tenía algo de magnético, adictivo. Te hacían creer que cualquier tipo de remontada era imposible, esos primeros 15 minutos eran claves, qué complicados eran en Múnich.

Es cierto que algunos se quedarán con los errores puntuales que tuvo durante su trayectoria, tampoco podemos obviar que erró. Ese disparo de Rivaldo, balón muerto en el área y gol de Ronaldo en la final del Mundial de 2002. Me flipaba esa selección de Brasil pero qué queréis que os diga, me dolió ver rendido a Kahn sobre el verde asumiendo que ese fallo les había costado una nueva Copa del Mundo. Aquel tótem se sintió frágil, se mostró humano. De nada sirvió que fuera el mejor futbolista de aquella competición, eso para un ganador como él era demasiado poco, un premio insulso. Echo de menos aquellos duelo de Copa de Europa, esa rivalidad que aunque a veces traspasara ciertas fronteras era bonita, algo que hemos ido perdiendo con el paso del tiempo. La rivalidad no es mala, más aún si tienes en frente a un ‘malo’ como el alemán, dignificaba cualquier tipo de duelo ya que hablaba dentro y fuera del campo. Al bueno de Kahn no le hacía falta pintarse la cara como Rüstu, ya acojonaba suficiente con su melena rubia.

 


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Fotografía de Getty Images.