Bastó con una pequeña grada desmontable. La instalaron justo detrás de la portería sur, durante las obras del estadio de Anoeta, para recolocar a 400 aficionados de los más ruidosos -cánticos, bombos, banderas-. Cuando vieron a la peña ahí, tan pegada al campo, los mayores de 40 años sonrieron en la tribuna, se dieron palmadas en el hombro y repitieron el conjuro: “Mira, jodé, como en Atotxa”.
La grada solo estuvo ahí dos partidos. Pero qué dos partidos: un jueves europeo, con 4-0 al Rosenborg, y un domingo contra el Real Madrid, con 1-3 y olor de batalla antigua. De hecho, la euforia de esa batalla acabó con la grada provisional. Cuando la Real empató con un voleón de Kevin, los aficionados bajaron corriendo, arrollaron a los guardas, tiraron la valla de publicidad electrónica y le rompieron la pierna a un cámara de televisión. A partir de entonces, la Real quitó la grada y puso una gran lona azul detrás de la portería.
Pero bastaron esos dos partidos para que los espectadores fantasearan con el nuevo Anoeta sin pistas, con el regreso a un campo apretado, bullanguero y poderoso como Atotxa. Cuenta el periodista Roberto Ramajo que algunos jugadores de la Real felicitaron a la directiva por la grada supletoria y dijeron que la presión cercana de la gente daría “muchos puntos en el futuro”.
A mí esto siempre me ha resultado curioso: la definición matemática de la nostalgia, los reportajes dedicados a calcular los puntos que perdemos cada temporada por jugar con pistas de por medio. Será verdad, si lo dicen hasta los futbolistas. Pero yo me acuerdo de los años malos, cuando los fantasmas recorrían la grada de Anoeta y algunos espectadores desahogaban el miedo pitando con saña a ciertos jugadores, y me daba la impresión de que esos días al equipo no le convenían ocho calles de atletismo sino 16. Idealizamos Atotxa, pero uno de los momentos que más me impresionaron de niño fue el de la grada pidiendo a gritos la dimisión del entrenador Ormaechea, un par de años después de que ganara las dos Ligas. Hace poco leí la crónica del partido que se jugó el 5 de mayo de 1980. La Real era líder, solo le faltaban esa jornada y dos más para ganar la primera Liga -la que no ganó, la de los 32 partidos invicta, la que perdió de manera increíble en Sevilla-, y ese día venció 3-1 al colista Málaga “con un juego poco brillante”. Ormaetxea declaró: “Los nervios son normales si a un jugador le silban por pasar atrás un balón cuando vamos 2-0. Lo que hay que hacer con estos jugadores es aplaudirles, no ponerles nerviosos ni abuchearles”.
Pero sí: llevamos un cuarto de siglo con el síndrome del miembro amputado, todavía sentimos las cosquillas de un campo que no existe.
Yo en Atotxa pasé una infancia solitaria, estoica y feliz. Ahora me explico muchas cosas, cuando recuerdo que a los nueve o diez años subía solo a las gradas de cemento de la Tribuna Este y me pegaba a las vallas que separaban la zona de pie de la zona de asientos. Atotxa olía a selva. Se mezclaba el tufo fermentado y dulzón del mercado de frutas con el aroma fresco de la hierba recién regada y el humo de los puros. Esperaba media hora, comía pipas, lo miraba todo en silencio y escuchaba los extraños anuncios de la megafonía. “Euskalpiel. Ante, napa, piel, peletería en general. Directamente de fábrica. Euskalpiel”. Yo no sabía qué era ante, qué era napa ni qué era peletería. Y luego: “Cafés Gao. Gao que sí”. Tampoco entendía la frase. Pero pensaba que ya la entendería quien la tuviera que entender, quizá eran instrucciones secretas para los jugadores.
Bastaron esos dos partidos para fabular con un Anoeta sin pistas, bullanguero, apretado y poderoso
En Atotxa el tejado se caía a cachos, las gradas temblaban cuando pasaba el tren, los postes de hierro oxidado tapaban parte del campo, nos apelotonábamos contra las vallas y cantábamos. Quizá nuestros once futbolistas no pudieran ellos solos contra el Real Madrid o el Inter de Milán, por eso solían perder en sus campos, pero a la vuelta, en Atotxa, entre todos éramos capaces de machacarlos. Ellos tenían a Butragueño o Altobelli, nosotros teníamos al chaval con síndrome de Down que escupía a los rivales en los córners, al cocinero Arguiñano metiendo la punta del paraguas por la valla para tocarle los riñones al juez de línea, teníamos a una grada entera que antes de los grandes partidos saltaba y hacía temblar el techo de los vestuarios, de una manera que hasta a los nuestros les daba un poco de miedo, como confesó una vez Satrustegi.
El 13 de junio de 1993 se jugó el último partido en Atotxa, con el último gol de Oceano y la despedida de Gorriz. El 13 de agosto estrenamos el nuevo estadio de Anoeta. Yo iba a cumplir 18 años y me tocaba aprender que la vida adulta suele ser funcional, correcta y separada de la emoción por unas desoladoras pistas de atletismo.
El propio presidente de la sección de atletismo de la Real me dijo una vez que consideraba absurdas las pistas, que el atletismo no necesita un estadio así. Si cierro los ojos y pienso “estadio de Anoeta”, veo una lluvia nocturna, una cortina de agua, uno de esos chaparrones que cae con la misma intensidad agotadora durante las dos horas del partido. Veo un césped brillante bajo los focos, en el que los balones largos botan rapidísimo, se escapan de los pies de los futbolistas y saltan hasta los charcos de las pistas de atletismo. Veo un inmenso anillo
de gradas, batidas por un viento helado, ocupadas por espectadores encogidos en silencio. Escucho un pelotazo que golpea una valla de publicidad, el eco que se expande por el campo, un murmullo de desesperación. Imagino el contragolpe de un equipo rival modesto, vestido de naranja o granate, nuestra defensa desmontada, un extremo veloz que entra al área y clava el balón en nuestra red, fluash, se oye así, fluash, y estalla luego un chillido de euforia remota, el grito de once acorchado en el silencio de 20.000. Pienso, por ejemplo, en el Lleida ganando 1-3 en Anoeta.
Parece que este estadio no da para muchas épicas. Pero sospecho que es un problema mío, cosas de la edad, porque si hago memoria, estos 24 años no han estado nada mal. Un día jugamos para ganar la Liga y otro día fuimos colistas de Segunda; nos humilló el Polideportivo Ejido y aplastamos al Olympique de Lyon; el Barcelona nos metió seis antes del descanso y bailamos congas tras meterle cinco al Athletic; abucheamos a Javier Clemente cuando ocupó el banquillo rival y abucheamos a Javier Clemente cuando ocupó nuestro propio banquillo; nuestro portero Bravo metió el gol de la victoria chutando un libre directo y nuestro portero Alberto tiró fuera el undécimo y último penalti de aquella tanda; Savio falló el penalti del minuto 88 con el que esperábamos salvarnos del descenso y Xabi Prieto marcó el penalti que selló el ascenso: saltó una valla para celebrarlo, tropezó y se dobló el tobillo al caer a las pistas, precisamente a las pistas.
Y cuando terminen las obras de Anoeta [el reportaje fue escrito en noviembre de 2017], cuando ya no haya pistas, cuando respiremos de nuevo en el cogote de los rivales, ah, ese día, ese día golearemos de nuevo al Real Madrid, remontaremos eliminatorias europeas y tendremos otra vez 18 años.
Este artículo está extraído del #Panenka68, un número que puedes conseguir aquí.