En una de sus famosas columnas dominicales, Javier Marías recordó una vez el curioso caso de Félix de Azúa, que cuando era joven era un tipo apuesto y atractivo, algo que jugaba claramente en contra de su sueño de ser escritor. El pobre era demasiado guapo para que la literatura se lo perdonase. Por eso, contó Marías, cuando las chicas se le acercaban a admirarlo rendidas, él, desesperado, solo acertaba a decirles: “Lo que quiero es que me lean. Por favor, leed lo que escribo”. A Giorgio Chiellini, que acaba de anunciar que se retira, le pasó justo lo contrario en sus primeros años de carrera como profesional. El central, nacido en Pisa, tenía casi todo lo que tiene que tener una estrella: disciplina, carácter, estatura, talento, ambición. Solo le faltaba un detalle, quizás el más importante: parecerlo. Su cara no era la de alguien que en poco tiempo se habría convertido en millonario y figura indiscutible de uno de los mejores equipos del mundo. Pero por suerte Chiellini siempre fue más de certezas que de prejuicios. En concreto, una, que llevaba clavada entre ceja y ceja como un dardo al saltar al campo: si el rival quería entrar en su área, primero tenía que pedirle permiso a él. Corría detrás de sus enemigos como si más que delanteros fueran criminales a los que hubiera que meter en la cárcel. Y luego, cuando los atrapaba, los cogía por el pescuezo como conejos muertos y levantaba orgulloso el botín. Siempre tuvo algo de esos viejos comisarios con más de treinta años de experiencia en el cuerpo de policía que, pese a haberse cruzado con la muerte en varias ocasiones, siguen acudiendo todos los días a la comisaría como si de verdad les gustara su oficio. No hay nada que acojone más que ver a un defensa disfrutando de su trabajo. Si Chiellini se te aparecía por las noches en tu habitación, cuando te quedabas solo y ya habías apagado la luz, no era por la dureza de sus entradas o por la solidez de sus marcajes. Era por su forma de celebrar los robos, los despejes, los goles salvados: sonriendo como un tarado. Ese gesto, elegante y macabro, es lo que quedará de él en nuestras cabezas. Por los siglos de los siglos.
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Fotografía de Getty Images.