Si el mundo del fútbol tiene un villano, ese no es otro que José Mourinho. Él asume esta posición. La disfruta, de hecho. Y así lo hizo saber al mundo hace más de una década, cuando, con la final de la Champions League en el horizonte, le tocó visitar el que, por entonces, era el paraíso del bien en el mundo balompédico. Sin importarle lo más mínimo la forma y pensando única y exclusivamente en el fondo, el técnico portugués acudió al que debía ser su velatorio, al que sería un final épico y resplandeciente con la victoria de los buenos en cualquier film, preparado para que el plan, su plan, dejara al vigente campeón a las puertas de una nueva gloria. Cuando el barcelonismo se exaltaba con la expulsión de Motta, él se acercó al oído de Pep Guardiola y le dejó claro que aquella película no sería como el resto. “No montéis la fiesta que el partido no ha acabado”, ha reconocido Mourinho que le dijo a su homólogo azulgrana, para La Gazzetta dello Sport.
Como en Funny Games, cuando los ‘buenos’ parecía que se libraban del calvario, apareció Mourinho con su mando y lo envió todo al carajo. Armó una defensa de cinco, de seis, de siete, de lo que fuera necesario. Y no dejó que nadie, a excepción de Piqué, encontrara una grieta en aquel muro tan poco elegante como efectivo. Tampoco era su intención presumir de estilo, de delicadeza ni de hermosura. Eso nunca fue cosa de villanos.
Tenía más pinta de Lex Luthor, quien nunca quiso “hacer cosas buenas”, sino “grandes cosas”, que de Superman; su apariencia distante, burlesca e intimidante recordaba más al Joker que a Bruce Wayne
La cuestión es que, gustara poco o nada a los profetas del estilo, aquel Inter de Milán se plantó en la final de la Champions League en el Santiago Bernabéu sin ser el equipo más divertido de ver por la tele o desde la butaca. Probablemente, todo lo contrario. Está claro que no era muy agraciado. Tenía más pinta de Lex Luthor, quien nunca quiso “hacer cosas buenas”, sino “grandes cosas”, que de Superman; su apariencia distante, burlesca e intimidante recordaba más al Joker que a Bruce Wayne. Pero aun así, atendiendo con la mirada al fin como justificante de cualquier medio, el Inter de José Mourinho era un equipo de los pies a la cabeza. Porque aquel año Julio César decidió que no recogería balones de su red; Maicon era la reencarnación de Cafú, a la vez que Walter Samuel, Lúcio y Chivu le cubrían las espaldas a él y a toda la plantilla, mientras Zanetti seguía empecinado en demostrar que la edad vive en un mundo aparte al de la cabeza y las piernas; Cambiasso, Stankovic, Muntari y Motta fueron los mejores escuderos y la mejor nuca de un Wesley Sneijder que se atrevió a discutirle a Leo Messi si aquel Balón de Oro tendría que viajar a Utrecht en cambio de a Rosario; Goran Pandev fue el revulsivo perfecto, Samuel Eto’o fue Samuel Eto’o, un animal, y Diego Milito se consagró como el mejor depredador de la galaxia, aunque solo fuera por un año. Pero qué año.
Así, con esos tipos, un 22 de mayo de 2010 el Inter de Milán se vio las caras con un Bayern de Múnich al que aún le faltarían un par de años para ser la apisonadora que hoy es el Alemania. Y el Inter no necesitó más que dos ramalazos de Diego Milito para conquistar un título que se le resistía desde que el fútbol se veía en blanco y negro, desde hacía 45 años. El primero de ellos, acercándose al descanso, tras un lanzamiento en largo de Julio César -¿quién dijo que tenían que tocarla todos los del equipo para que fuera válido?- en el que el argentino se la cedió de cabeza a Sneijder para después desmarcarse de un Demichelis lento, lentísimo, y que el holandés se la devolviera para definir por encima de Hans-Jorg Butt. 35 minutos después, Diego Milito volvería a aparecer cerca del área para destrozar la cintura esta vez a Daniel van Buyten, con un amago y un recorte perfectos que le dejarían solo, de nuevo, ante el guardameta teutón, que solo pudo ver cómo aquel balón se colaba en su portería ajustado al palo largo. 2-0. Final sentenciada. Y triplete histórico –Serie A, Coppa y Champions– para José Mourinho y su Inter, que demostraron que en el fútbol, como en la vida, no siempre ganan los mejores, sino los que más creen en la victoria. Y ese año nadie creyó más en sí mismo que el Inter del mejor villano de la historia.
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Fotografía de Getty Images.