El Wilstermann de Cochabamba no es el equipo más laureado de Bolivia ni el mejor dotado económicamente, pero su afición es fiel, principalmente por su conexión con el estómago. No hay maridaje más completo y complejo para sus parroquianos que la mezcla de su equipo y un plato bien servido. Las tardes en el estadio Félix Capriles son una radiografía de la cultura popular cochabambina, la importancia de la gastronomía criolla y las dimensiones simbólicas de la industria creativa nacional. Y su epítome es la pukakapa más picosa.
Por los túneles del estadio Félix Capriles de Cochabamba circula algo más que gente apasionada. Mientras el público aúlla goles con furia desde la grada, un ejército de cocineros transita frenéticamente por el subsuelo de acceso, como mineros a destajo en la veta. El humo, la congestión y los aromas dan sensación festiva y de amplitud a unas rampas concebidas como utilitarias pero que ejercen de feria gastronómica express para los fans que oscilan entre la docena y los 30.000 cuerpos, según se trate de un entrenamiento o un partido de la futbolera y decana Copa Libertadores de América.
La oferta y demanda de alimentos depende de la zona del estadio y de las castas que acceden. Los más pudientes se aferran a la tediosa tribuna de preferencia y aquellos con contactos de linaje van al palco. Ellos suelen preferir soflamar la gula con asépticos snacks envasados al vacío donde suponen que no hay cabida a bacterias ajenas, aunque hacen la excepción con los sándwiches de chola o de chorizo rociados con huacataya.
Los fondos del estadio suelen ser para estudiantes y forofos de fuste, con la barra de Wilstermann dividida en dos facciones: la más antigua y decadente ‘Zona Roja’, instalada en la ‘Curva norte, y en la sur, los pendencieros ‘Gurkas’, que han heredado el seudónimo de unos cruentos mercenarios nepaleses en Malvinas. Aquí la predilección es comer en los aledaños al estadio, donde de día circulan salchipapas de bolsa de papel ya transparente por los lamparones de aceite, y de noche anticuchos remojados en salsa de maní picante ensartados en radios de bicicleta recortados. Pero la interacción socialmente más intensa y mestiza está en lo que los taurinos llamarían ‘tendido sol’, sitio conocido como ‘tribuna general’, desde donde disfrutan del fútbol los gourmets criollos, cochalas de tomo y lomo, que no dejan su salsa de guindillas –la llajwa– ni en el postre. Para estos parroquianos, la delgadez es percibida como debilidad y exhibir músculos abdominales bien marcados es de mal gusto.
Las tradiciones gastronómicas del estadio han variado con los años, no a merced de las tendencias del mercado sino por la normativa de los recintos deportivos. En los años 90, en ‘tribuna general’ se servía un menú diversificado: ch´ake, chajchu, lapping o silpancho, en vajilla de hierro enlozado para aquellos camaradas más leales a las vendedoras. En esas épocas el acceso a bidones de chicha con buen poso de wiñapu era negocio común, aunque el flujo oliera a ilícito.
Con el nuevo siglo, las tutumas con caldos de maíz fermentado siguieron circulando desde la clandestinidad acelerando la alegría, los platos de metal fueron expropiados y sustituidos por el vil plástico y la comida proliferó en su versión portátil: sándwiches de chola y el producto históricamente estelar: las pukacapas. Unas empanadas de contundente aunque escaso contenido y recia cubierta: cebolla, carne, quirquiña, quesillo fundido y aceituna sin hueso, barnizadas con pintura de ají rojo en su exterior y costuradas con una cicatriz crocante que resulta del artesanal repulgado, casi a juego con la hemoglobínica camiseta del equipo local. De ahí el nombre con etimología quechua: empanadas coloradas en su cubierta, según recuerda Doña Nelly de Jordán en su best seller Nuestras Comidas.
Si bien estas empanadas disimulan el distraído apetito del hincha desde que se tiene memoria del fútbol en Bolivia, el emporio de Wistupiku popularizó las pukacapas desde su cubil de la calle Lanza hace 80 años, llegando a las 31 sucursales que hoy tienen en ocho ciudades de Bolivia. Tan abrasivo fue su monopolio, que en algunos foros inclusive despojaron a estos aperitivos de su mismo nombre y han hecho de su marca un sustantivo, dejando a la pukacapa como un simple trabalenguas.
La demanda de estos guisos empanados portátiles es poco elástica con respecto de su precio: no aumenta o disminuye con el valor a pagar, pero es muy sensible al momento. Antes y durante los primeros minutos del partido tienen un valor, en los 15 minutos del medio tiempo otro más alto, y al terminar, dependiendo del consumo previo y del resultado del juego, se suelen rematar con descuentos que aprovechan los pacientes y los menos apasionados.
Los aficionados de Wilstermann se alegran con ver goles, pero más con saborearlos. Se trata más bien de un espacio seguro, un oasis de autonomía, donde hay licencia para gritar, comer, beber e insultar de forma simultánea, sin represalias filiales ni etiquetas de vieja alcurnia. Para muchos de ellos el fútbol en la escala de importancia está en un segundo peldaño -no a mucha distancia, convengamos-, desplazado en su papel de pretexto para ingerir masas picantes, acompasado el masticado a la cadencia del cronómetro arbitral.
Los aficionados de Wilstermann se alegran con ver goles, pero más con saborearlos. Se trata más bien de un espacio seguro, un oasis de autonomía, donde hay licencia para gritar, comer, beber e insultar de forma simultánea
La imposición sensorial generada por los chefs en las papilas gustativas ante la adrenalina contagiosa de los deportistas, no se corresponde con el glamour que despiertan unos y otros. Mientras que los futbolistas suelen exhibir tupés relamidos con gomina y tatuajes extensos ante los vítores o gruñidos desde sus lujosos autobuses, siempre acompañados de ayudantes y paparazis, las dueñas del verdadero espectáculo viven otra historia.
Las cocineras de los túneles, casi siempre féminas de mandil largo y falda larga –pollera en el argot–, hacen su discreto ingreso al recinto cargando a toda prisa con coloridas mantas de aguayo y canastos a las espaldas, variados insumos –entre líquidos y sólidos–, sabedoras de que una distracción puede ser ruinosa para la hora y media que definirá su éxito (o fracaso) económico en la quincena. Aun así, han sabido minimizar riesgos, instalando en los pocos metros cuadrados que su kiosko permite verdaderas cadenas de montaje tayloristas, en las que despachan a destajo millares de sándwiches, platos y raciones en un caos ya hecho cotidiano, aguantando una presión bastante superior a la de árbitros o directores técnicos.
Pero si estas mentes creativas son invisibilizadas por el protagonismo de músculo, gambetas y banderines, los estudios del impacto del deporte de masas en la economía local tampoco han sabido sacar punta al que fue hasta 2020 un oasis comercial en la zona de Cala Cala. Con la llegada de la pandemia y el confinamiento del fútbol profesional y los tumultos, estas artistas del sabor se han visto obligadas a envainar sus cuchillos y sazones, para esperar el pitido final de una pandemia que se ha ensañado con este sector de forma mucho más agresiva.
Seguramente la amenaza pasará y los wilstermannistas volverán a apelotonarse, con o sin mascarilla, para gritar su pedido a la casera durante los magros 15 minutos de zozobra en el descanso del partido, y volverán a abastecerse de carbohidrato, fibra y proteína bien mezclada, sin reserva ni culpa, sino con el orgullo de saber que ya es domingo de fútbol en el Capriles.
Si los norteamericanos popularizaron los hot dogs en el béisbol, pareciera que en su afán de entretenimiento y hedonismo ilimitado han copiado la tradición boliviana de tutumas y pukacapas bien picantes, para darle aliento al equipo, ese hálito a locoto picoso, rabia y gallardía que por los valles altos es tan popular.
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Fotografías de Steve Camargo.