El 28 de septiembre de 1975, Aitor Aguirre y Sergio Manzanera, del Racing de Santander, alzaron la voz para denunciar las últimas ejecuciones de un régimen agonizante
Casi cuarenta años después de manchar de sangre todo el país, de someterlo a la más oscura de las noches de su historia; el franquismo continuaba utilizando la represión para eliminar cualquier elemento susceptible de ser discordante, para fortalecer su posición hegemónica ante la mirada de una sociedad exhausta. En septiembre de 1975, tanto Francisco Franco como el propio régimen, cada vez más aislado por todos aquellos países que antaño le habían permitido consolidarse, parecían más cerca que nunca de su final. Pero el franquismo quería morir matando; así era, en definitiva, cómo lo había empezado todo en aquel lejano 1936.
El día 26, “en un último coletazo de barbarie”, como asegura Quique Peinado en el imprescindible Futbolistas de izquierdas, el Consejo de Ministros franquista aprobó por unanimidad las penas de muerte de Jon Paredes y Anjel Otaegi, dos presuntos miembros de ETA, y de José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz y Xosé Humberto Baena, del Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP). Las condenas, fundamentadas en un delito “por terrorismo y agresión a la fuerza armada”, ponían fin a unos procesos largos y repletos de flagrantes irregularidades, sin ningún tipo de garantías jurídicas y sin más pruebas que unas confesiones arrancadas después de semanas de brutales torturas, amparados en el nuevo Decreto Ley Antiterrorista; una norma, aprobada tan solo un mes antes por el Consejo de Ministros, “creada ad hoc y aplicada con carácter retroactivo para condenar a muerte a once miembros de los grupos mencionados, a una serie de militantes que el régimen tenía pendientes“, enfatiza Peinado. Finalmente, los ejecutados tan solo acabaron siendo seis.
No porque el ala dura del agonizante franquismo, que pretendía enviar un mensaje claro e inequívoco, un “aquí mando yo”, a todos aquellos que creían que la muerte del dictador provocaría una inevitable democratización del país, decidiera ser relativamente clemente; sino porque se vio obligado a ceder un poco a última hora, a perdonar la vida a seis de los once condenados inicialmente, entre los que había una mujer embarazada. Y es que las sentencias provocaron una enorme oleada de protestas, de movilizaciones nacionales e internacionales que presionaron para reclamar la anulación de las ejecuciones, con manifestaciones populares en muchas capitales europeas. “Ocurrió en muchos puntos del mundo y en muchos círculos sociales. En Euskadi, en pleno estado de excepción, se declararon tres días de huelga. En el exterior, se atacaron embajadas españolas en Portugal, Turquía y Holanda y los obreros portuarios italianos se negaron a trabajar para los barcos españoles que arribaron a sus costas”, recuerda Peinado. También hubo muchas “gestiones al más alto nivel”, como las demandas de indulto que emitieron el Papa Pablo VI, la Comunidad Económica Europea o las Naciones Unidas (ONU), entre muchas otras instituciones. De hecho, el presidente de México, Luis Echeverría, incluso pidió la suspensión de España como miembro de las Naciones Unidas; mientras que el primer ministro de Suecia, el carismático Olof Palme, salió a las calles de Estocolmo con una hucha para recaudar fondos “por la libertad de España”.
Pero el régimen, que 18 meses antes había ejecutado a Salvador Puig Antich y a Georg Michael Welzel (Heinz Chez) por medio del garrote vil, desatendió la presión social y respondió de la única manera que sabía hacerlo, con más violencia. No hubo indulto de última hora para los protagonistas de las últimas ejecuciones de la dictadura, que se fueron a dormir con la certeza de que serían fusilados a la mañana siguiente; de que, “tras la noche”, vendría “la noche más larga”, tal y como escribió el cantautor Luis Eduardo Aute en Al Alba, el tema con el que homenajeó a aquellos cinco hombres que el franquismo ejecutó con toda la crueldad y con todo el desprecio que siempre caracterizó al régimen. “Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”, rememoraba don Alejandro, el párroco de Hoyo de Manzanares, en un reportaje de la revista Interviú.
Manzanera y Aguirre consiguieron sintonizar la señal de Radio España Independiente en la concentración del Racing. “Las cinco ejecuciones de esta mañana han sido un acto bárbaro y criminal de un régimen agonizante…”, escucharon. Incapaces de silenciar su consciencia social, convinieron en que tenían que hacer alguna cosa
Papá, mamá:
Me ejecutarán mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero, pero que la vida sigue. Cuando me fusilen mañana pediré que no me tapen los ojos, para ver la muerte de frente. Siento tener que dejaros. Lo siento por vosotros que sois viejos y sé que me queréis mucho, como yo os quiero. No por mí. Pero tenéis que consolaros pensando que tenéis muchos hijos, que todo el pueblo es vuestro hijo.
¿Recordáis lo que dije en el juicio? Que mi muerte sea la última que dicte un tribunal militar. Ese era mi deseo. Pero tengo la seguridad de que habrá muchos más. ¡Mala suerte!
Una semana más y cumpliría 25 años. Muero joven, pero estoy contento y convencido.
Nada más. Un abrazo muy fuerte, el último.
Adiós papá, adiós mamá.
Vuestro hijo.
Xosé Humberto Baena, la noche antes de su ejecución.
El régimen franquista, sintiéndose más cuestionado que nunca, acabó de cerrar filas el día 1 de octubre, con una manifestación de adhesión en la madrileña plaza de Oriente en la que demostró por enésima vez el exacerbado nacionalismo con el que gobernó el territorio durante cuatro décadas. El dictador, que acabaría falleciendo el 20 de noviembre, tomó la palabra para aseverar, en la que sería su última aparición pública, que “todo lo que en España y Europa se ha armado obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que, si a nosotros nos honra, a ellos les envilece”. Justo a su lado, estaba Juan Carlos de Borbón; construyendo una de las pruebas más fehacientes de que, en realidad, la transición no fue más una transacción de poderes.
“¿Y el fútbol? Pues callado, o casi…”, afirma Peinado en Futbolistas de izquierdas. Ciertamente, el balompié, siempre tan reacio a significarse en el ámbito político, mantuvo el silencio, legitimando aquellas ejecuciones. De hecho, aquellos días tan solo transcendieron dos gestos en los que el fútbol se posicionó radicalmente en contra de un franquismo encolerizado. El primero lo protagonizaron los jugadores del Athletic Club; que, con José Ángel Iribar al frente, saltaron al césped del viejo Los Cármenes para enfrentarse al Granada luciendo brazaletes negros. “Ante la exigencia de explicaciones y la amenaza de sanciones dicen que se había hecho en memoria de Luis Albert, que había sido directivo y jugador del club y de cuya muerte se cumplía un año. La explicación no se la creyó nadie, pero se tomó, por quien quiso hacerlo, como una rectificación de la postura, de modo que se pudo mirar para otro lado”, relata Alfredo Relaño en 366 historias del fútbol mundial que deberías saber.
El caso más llamativo, sin embargo, sucedió en los Campos de Sport del Sardinero, en el duelo que el domingo 28 de septiembre, el día después de los fusilamientos, enfrentó al Racing de Santander y al Elche. La noche de aquel sábado, Sergio Manzanera y Aitor Aguirre, dos futbolistas del equipo cántabro, consiguieron sintonizar la señal de Radio España Independiente (La Pirenaica, la emisora clandestina con la que el Partido Comunista difundía las noticias censuradas por el franquismo) desde la habitación que compartían en la concentración del Racing, en el Hotel Rhin. “Las cinco ejecuciones de esta mañana han sido un acto bárbaro y criminal de un régimen agonizante…”, escucharon. E, incapaces de silenciar su consciencia social, convinieron en que tenían que hacer alguna cosa. Decidieron que lucirán un brazalete negro, pero optaron por mantener el plan en secreto; conscientes del riesgo que entrañaba.
“Los jugadores ya están preparados y el ruido de los tacos ametralla el suelo de los vestuarios. Los Campos de Sport esperan a los dos equipos. El entrenador local, José María Maguregui, está a punto de arengar a sus muchachos para que salgan aguerridos al terreno de juego. Dos de ellos, Aitor y Sergio, se intercambian miradas cómplices y en una esquina, como escolares que fuman un pitillo en la clandestinidad, se atan mutuamente sendos cordones de bota en la manga”, rememora El Diario Montañés. Y, en Futbolistas de izquierdas, Quique Peinado añade que “algún jugador, de cuyo nombre no quiere acordarse Sergio, le dice que se lo quiten, que la van a liar. Pero no escuchan. ‘No estábamos acojonados, porque si lo hubiéramos estado no salimos’, dice hoy Aguirre”.
El incansable delantero vizcaíno, que, según cuenta Relaño, “procedía de una familia nacionalista y su padre había conseguido inscribirle como Aitor previa amenaza al párroco de no bautizarle si no le aceptaban ese nombre”; avanzó al Racing en el minuto 29, rematando un buen centro desde la banda de Sergio Manzanera, un extremo que aterrizó en el Sardinero después de pasar por el Levante y el Valencia de Alfredo Di Stéfano. Sin embargo, a pesar de ser los protagonistas del primer tanto local, la afición del conjunto de Santander, “una ciudad con marcado predominio de la derecha tradicional”, empezó a murmurar. “Aquel hecho primero choco y luego indignó, a medida que el partido avanzaba y los espectadores caían en el porqué de los brazaletes. A partir de cierta fase del partido, los dos jugadores fueron pitados por su propio público cada vez que intervenían en el juego”, apunta Relaño.
“O se quitan ahora mismo esos brazaletes o ustedes no salen en el segundo tiempo, se vienen con nosotros a comisaría”
Los dos futbolistas quizás ansiaban el descanso para resguardarse de los silbidos de su propia afición; pero lo que sucedió en el entretiempo, al que se llegó con 1-0 en el electrónico, todavía fue más surrealista. Según relata El Diario Montañés, “cuando los jugadores regresaban a los vestuarios, los cordones negros seguían atados en las mangas blancas de las camisetas de Aitor y Sergio. Creen que nadie ha dado importancia al hecho, pero se equivocan. Varios policías vestidos de paisano apartan a los futbolistas y se dirigen a ellos amenazantes: ‘O se quitan ahora mismo esos brazaletes o ustedes no salen en el segundo tiempo, se vienen con nosotros a comisaría’. Algo asustados, se desprenden de los cordones y uno de los policías los recoge como si fueran pruebas finas de algún delito”. Efectivamente, convencidos de que ya habían cumplido el objetivo de escenificar públicamente su oposición frontal a las ejecuciones, de romper el silencio cómplice del fútbol español con la dictadura, decidieron hacer caso a la recomendación de los grises. Regresaron al campo, y Aguirre certificó la victoria del Racing con un segundo tanto de cabeza en los últimos minutos (2-1).
Con todo, al día siguiente tienen que ir a comisaría a declarar. También es citado el presidente del club, un José Manuel López Alonso que aconseja a los dos futbolistas, a quienes apoyó en todo momento, que argumenten que los brazaletes eran por el aniversario de la muerte de Ramón Santituste García Quintana, expresidente histórico del Racing. “Aquello no había Dios que se lo creyese. A ver cómo explicabas que sólo lo llevásemos dos jugadores, y que encima no fuera un brazalete propiamente dicho, sino una cinta”, rememora Aguirre en las páginas de Futbolistas de izquierdas, el mismo libro en el que reconoce que, en el vestuario del Sardinero, a los grises “se les veía en la cara las ganas de darnos de hostias que tenían, pero nos salvó ser personas públicas. Sabían que si nos daban era peor. En eso, alguno listo había…”. “Que lo haga este, que es vasco, vale… Pero tú, que eres valenciano, a qué coño te metes en esto”, le decían a Manzanera, según sentencia el propio Aguirre.
Las consecuencias de aquel gesto no fueron menores para Sergio Manzanera y Aitor Aguirre. El gobernador civil de Santander les impuso una multa “por alteración del orden público” de 300.000 pesetas a cada uno, de la que finalmente tan solo tuvieron que abonar 100.000 (600 euros, un dineral para una época en la que “con 200.000 pesetas te comprabas un piso”, remarca Aguirre en Futbolistas de izquierdas); les intervinieron el correo repentinamente (“Por si había alguna duda, un amigo andaluz de Aguirre le envía una carta de apoyo. Esa carta nunca llegó. Sí que apareció, sin embargo, otra misiva en el buzón del amigo andaluz con la palabra ‘comunista’ al lado de su nombre y con una supuesta carta manuscrita de Aguirre en la que decía: ‘Si tan amigo mío eres, dame medio millón de pesetas, que es la multa que me ha caído’. Aguirre jamás había escrito eso. La policía le había ahorrado el trabajo”); recibieron amenazas de muerte de grupúsculos de extrema derecha como los Guerrilleros de Cristo Rey; y se inició un proceso judicial contra ambos futbolistas. “Por la Brigada de Investigación Social del Gobierno Civil se han instruido diligencias contra Aitor Aguirre y Sergio por actos que pudieran ser punibles por la vigente ley de Antiterrorismo. Así se hace constar textualmente en el parte oficial del comisario de Policía”, narraba el ABC.
Las consecuencias de aquel gesto no fueron menores para Sergio Manzanera y Aitor Aguirre. El gobernador civil de Santander les impuso una multa “por alteración del orden público”, les intervinieron el correo repentinamente, recibieron amenazas de muerte de grupúsculos de extrema derecha y se inició un proceso judicial contra ellos
De hecho, el fiscal pedía hasta cinco años y un día de cárcel. Pero, afortunadamente, el fallecimiento de Franco provocó que se diluyera del todo la causa contra Aitor Aguirre y Sergio Manzanera, dos futbolistas que nunca se arrepintieron de lo que hicieron. “La suerte fue que enseguida llegó la democracia y todo se tranquilizó, pero sí que pasamos un tiempo en el que mirabas a tu espalda, porque que te amenacen siempre te preocupa… Siempre tenías ahí la cosa de que algún descerebrado te hiciera algo”, recuerda Sergio en Futbolistas de izquierdas. “Fue una reacción visceral, un gesto espontáneo por la democracia, una manera de colaborar con la llegada de la democracia, de demostrar que la gente quería un cambio”, añadía en una entrevista en El País; “ha sido una de las cosas más bonitas que he hecho en mi vida”, concluía en un precioso (e imprescindible) Informe Robinson.
En definitiva, lo que hicieron fue abrir los ojos ante la indecencia, colaborar en la lucha para derribar L’estaca. “Si tiramos todos, ella caerá”, cantaba Lluís Llach en clara alusión al franquismo. Aitor Aguirre, que forjó su sentimiento inequívocamente antifranquista durante una adolescencia en la que le tocó sufrir de primera mano la violencia policial del régimen, y Sergio Manzanera decidieron tirar con dos simples cordones de bota. Codo con codo, desafiaron al franquismo con una acción tan pequeña como valiente, tan digna como poética. “Casi nadie nos apoyó. En aquella época lo mejor era no hablar”, concluye Manzanera en Futbolistas de izquierdas. Quizás no le falta razón; pero lo cierto es que, de no haber sido por los gestos silenciosos de aquellas personas que, como ellos, se jugaron la vida, la democracia seguramente aún habría tardado más en aterrizar en este país tan poco respetuoso con su memoria histórica. Conviene no olvidarlo jamás, especialmente en unos tiempos en los que los herederos del franquismo, aquellos que quieren mantener al dictador en un mausoleo, insisten en la necesidad de no reabrir unas heridas que nunca han permitido que cicatrizaran.