Hace diez años disputé un balón que se iba al saque de banda en mitad de cancha, uno de esos que ni siquiera hay que disputar. Fue un hombro contra hombro entre lo que era yo en ese momento, una lánguida bolsa de carne, y un mediocentro enano y macizo que poseía, como dice el anuncio de tractores, “el corazón de un camión y la actitud de una 4×4”. Mi pierna izquierda fue a dar a la zanja que hacía las veces de línea. Así se demarcaban las canchas de fútbol aficionado en Colombia donde no había cal, pintura ni gasolina. Sentí un punzón en la rodilla. No dolió tanto, pero sonó.
Era la Copa Tutti Fruti y nuestro DT era Fernando Castañeda, ex jugador de Atlético Nacional, del Tampico de México y del equipo de la Contraloría, de donde fue funcionario por décadas. Era moreno, de calva brillante, bigotito podado y con una armonía al correr los cien metros planos que, a los 50 años, solo puede ser patrimonio de quienes han sido deportistas toda su vida. Poco sabíamos de él, pero por como trataba el balón no necesitábamos saber mucho más.
Había que ver la elegancia con la que pateaba. Cuando el entreno terminaba, mientras los niños hacíamos maromas para cambiarnos sin mostrar los calzoncillos, mirábamos al profe Castañeda ir por cada balón desperdigado en el campo, patearlo y enchocolarlo en las gigantescas bolsas de lona que le cargaba uno de sus hijos. Era diestro pero con zurdazo seco. Llenaba los cachetes de aire y lo soltaba al momento del golpeo. Siempre con rosca, siempre a media altura. Al final del movimiento daba un brinquito con el pie de apoyo justo después de impactar y ondeaba su brazo izquierdo desde el omoplato hasta la muñeca, como si firmara cada balón que estaba entregando.
“¿Cómo está, Ricardo –éramos varios Andreses, usábamos el segundo nombre–, se jodió, hermano?”, me preguntó el profe.
Tendido, apretando los ojos y entre sorbos de agua le confesé que no sabía y le oculté que algo había sonado. Se tomó la cabeza desde las cejas hasta la nuca y me puso de pie. “Brinque en puntas de pie, hermano, ¿duele? Apóyese en el talón, hermano, ¿duele?”. Y no dolía, de verdad que no dolía.
Luego, la pregunta que un técnico nunca debe hacerle a su jugador: “¡Ricardo!… ¿puede seguir o no puede seguir?”, gritó, esta vez desde lejos.
¿Puedo seguir? Llegábamos a esos partidos después de jugar otros tres en el colegio o en el barrio. No hacíamos otra cosa que seguir. Si alguien revisara se daría cuenta de que salíamos sudados y descalzurriados en todas las fotos que nos tomaron en esa época. Jugábamos incluso en el frío de la noche y respirábamos tan mal que si no nos daba bazo se nos secaba la garganta hasta hacernos escupir sangre. Pero seguíamos, de eso se trataba.
Jugábamos todos los días, a toda hora y hasta no dar más. Si éramos veinte, ‘mundialito’; si éramos diez; ‘gaseosa’; si éramos cinco, ‘metegoltapa’; si era uno solo contra las paredes y si éramos dos, ‘chuties’: un peloteo sin games y sin sets donde nunca gana el que haga más goles sino el que los haga más bonitos.
Esa era nuestra vida: seguir. Jugar, no no jugar. En el mal tiempo, con la peor indumentaria e incluso jugar enfermo era cuando menos una ampolleta de honor. Ese mismo día, por ejemplo, llevaba puestos unos horrorosos Puma King-Pelé que me quedaban grandes y eran lo más parecido a pisar brasa. Los heredé de mi papá aunque él nunca los estrenó porque tenían la punta tiesa y eran muy pesados.
Mi pierna izquierda fue a dar a la zanja que hacía las veces de línea. Así se demarcaban las canchas de fútbol aficionado en Colombia donde no había cal, pintura ni gasolina.
¿Podía seguir? Había jugado agripado, enguayabado, ampollado y recién almorzado. Muchos incluso llegábamos después de jugar otro partido completo. El mismo profe Castañeda nos ponía aunque llegáramos tarde, a los 20′ del primer tiempo, recién bajados de un bus, a regalar balones en el primer cuarto de cancha. Si llegábamos temprano, nos dedicábamos a hacerle tiros de 40 metros al portero sin calentar o estirar, sin siquiera trotar. Porque eso es sinónimo de parar, de no jugar.
El profe Castañeda nos exigía solo practicar fútbol de once contra once y en ningún caso microfútbol porque nos “dañaba el pie”. Pero teníamos 13, 14 ó 17 años y pasábamos el tiempo en canchas y con pelotas tan diferentes en tamaño y superficie que en los partidos serios, como el de ese día, en la Copa Tutti Fruti, destinábamos los primeros 45 minutos a acomodarnos a las dimensiones del terreno, al rebote y al peso del balón. Nos goleaban a menudo pero es que nadie quiere dejar de seguir: quedarse afuera. En una de esas tardes junto a nosotros descubrieron a Robayo, a James, a Falcao. Había gente mirándonos. Nos improvisábamos como laterales, cabezas de área, extremos o centro delanteros. Corríamos por la inercia de las ganas y la falta de preparación. ¿Puedo seguir? También me pregunté.
Pero ni el mismo profe Castañeda hubiera arrugado ante semejante dilema. Él era de los que seguía. A buena parte de sus anécdotas, muchas ya borrosas, le debo mi simpatía por el juego detrás del juego. Desde el Bilardismo hasta el Menottismo. Él vivió una época hermosa para el folclor del fútbol hacia comienzos de los 80 en la que mezcló lo de uno y lo de otro. Nunca fue un jugador de élite y pocos de sus dirigidos se acercaron siquiera a eso, pero nos enseñaba las cosas que los ganadores no enseñan, ese era su encanto:“Cómo responder si un rival nos putea, si dice que nuestra hermana está buena o manifiesta abiertamente que se ha acostado con nuestra novia”. “Cómo se comporta un 10”. “Cómo putear al 10 para que baje a defender el cero”. “Cómo ablandar a un juez cuando vamos perdiendo”. “Cómo saludar al rival según su tamaño”. “Cómo simular una falta sin recibir un Óscar a mejor actor”. “Cómo sacarle el aire a un central impenetrable”. Eso aprendimos. Éramos el único equipo de colegio en un torneo de clubes legendarios del fútbol juvenil en Bogotá. Las lecciones de Castañeda no nos servían para ganar, sino para sobrevivir.
“¡Puedo seguir, profe!”.
Dejé en aquella pisada las últimas hebras de ligamento que ya me había roto en la jugada anterior. Sentí un dolor que me nubló la vista.
Troté hacia el punto de penal. Al tiempo que probaba el paso buscaba al enano corazón de camión. Le dejé un codazo a la altura del pulmón y abrí los brazos como un ángel para impulsar el salto y con suerte volar. Mi aterrizaje sobre la pierna izquierda fue terrible pero esta vez sordo: dejé en aquella pisada las últimas hebras de ligamento que ya me había roto en la jugada anterior. Sentí un dolor que me nubló la vista. Un latigazo desde la arteria femoral hasta el cuello del pie y desde la ingle hasta la sien. El pitazo de falta en ataque y mi grito de dolor se confundieron en un solo berrido. Es uno de los peores sonidos de los que se tenga registro en la ciudad de Bogotá.
Conozco bien ese sufrimiento porque lo sentí decenas de veces en estos diez años en los que nunca me operé. Seguí, así fuera pasito, en una pierna, una vez al año, de portero o de árbitro, despidiéndome dolorosamente del fútbol. Poco a poco y para siempre, hasta dejar hecha plastilina mi pierna izquierda.
Cada vez que regreso a una cancha vuelve a mi imaginación esa refrescante brisa tan propia de las tardes bogotanas. Recuerdos de esos niños sinvergüenzas e irresponsables que creíamos además ser irrompibles. De esas charlas técnicas que eran más conferencias sobre la vida, el carácter y la toma de decisiones. Espejismos de esos muchachos derrotados tumbados en el pasto, completamente transpirados mordisqueando un diente de león, con la cara sucia y sin dinero para bebidas sofisticadas, de esas que reponen sales minerales. Recostados sacudiendo los guayos uno contra otro, aflojando los gemelos y los cuádriceps entre espasmos y vibraciones. Hermanados en el enojo y en la alegría, aplaudiendo al portero, tomando agua de la misma bolsa.
Agotados. Haciendo la mímica de que estirábamos y flexionábamos como lo hacían nuestros ídolos en televisión. Encontrando alivio solo en los pies descalzos, en las formas de las nubes o en el errático vuelo de los escarabajos. Quitándonos ese escozor de la derrota que se parece al que dejaba la hierba en la piel cuando se mezclan sudor y clorofila. Me imagino a esos niños sentados en círculo escuchando al profe Castañeda, seguramente recordándonos que algún día íbamos a ser adultos y nos despediríamos de esas canchas hostiles, que iba a doler. Y me parece vernos a nosotros, irremediables, diciéndole a ese buen hombre que no se preocupe, que podemos seguir aunque no sea cierto.