Uno lo ve en la banda con las manos en los bolsillos, desahuciado del campo, y por un instante cree que un pase suyo, aunque lo diera con los Armani y sin quitarse el abrigo, volvería a ser suficiente para romper el partido.
Todos tenemos nuestros problemas, y el del Andrea Pirlo entrenador es que se sigue pareciendo demasiado físicamente al Andrea Pirlo jugador. Esa decadencia cero, como si el tiempo no se hubiera atrevido a pisarle, invita al hincha a pensar que está ante la misma persona que susurraba a la pelota como Robert Redford a los caballos, domándola hasta lo grotesco.
Ocurre que esa persona sí que ha cambiado -ahora no juega, dirige-. Y ocurre que eso no queremos o no sabemos asimilarlo, lo que a la postre genera malentendidos.
Quizá si le hubiera salido alguna cana en la barba. Quizá si presentara un leve sobrepeso. Quizá si se le hubiera curvado algunos centímetros la espalda. Quizá si no conservara todavía esa mirada apagada y bellísima de actor de cine independiente francés, o de misterioso forajido del lejano Oeste.
Quizá si se hubiera cambiado el peinado, hoy no nos costaría tanto admitir que Pirlo no es tan buen entrenador como nos hubiera gustado.
¿Pero cómo vamos a desconfiar de las aptitudes para hacer cualquier cosa de un tipo que sigue teniendo la misma pose que el que ponía a toda la selección italiana a bailar con un simple balón al espacio?
Recuerdo que cuando Sampaoli aterrizó en España para entrenar al Sevilla, todo el mundo hablaba de que era un claro exponente de la escuela bielsista. Incluso él mismo defendía en público esa posición. Pero cuando un periodista quiso ir un poco más allá y le preguntó si conocía personalmente a Marcelo, con el que seguro que habían podido coincidir en alguna ocasión, el preparador argentino dijo que no. Prefería seguir admirándole.
¿Cómo vamos a desconfiar de las aptitudes de un tipo que sigue teniendo la misma pose que el que ponía a toda la selección italiana a bailar con un simple balón al espacio?
Cuando un futbolista se retira y da el salto a lo banquillos, los aficionados pasamos a conocerlo del todo, o al menos de una forma distinta de la que lo hacíamos. Y si ese futbolista logró deslumbrarnos, la revelación se convierte en un proceso sumamente arriesgado, porque no es su carrera sino su condición de leyenda la que está en juego.
Sucede con Pirlo pero ha sucedido también con Xavi, con Lampard, con Seedorf. Con tantos otros.
Sucede con Pirlo pero ha sucedido también con Gerrard, con Inzaghi, con Koeman. Con muchos más.
Cada vez que uno de esos tótem sin una mancha en el expediente de nuestra memoria coge un equipo como técnico, vamos marcando el 112. Nadie está preparado para que alguien que nunca le ha decepcionado, de repente, le decepcione.
No hay dudas de que si Pirlo, después del fútbol, hubiera abierto un restaurante en Sorrento para cocinar los mejores fetuccini alla puttanesca del planeta, lo habría conseguido.
Pero no.
Eligió la pizarra.
Eligió el alambre.
Eligió el incendio y el caos y la muerte.
Y ahora nos toca a nosotros acostumbrarnos a la extraña situación de verle cometer errores. Apretar los dientes y, si es necesario, mirar para otro lado, como hacía María Nieves Rego cuando le pedían que hablara de Juan Carlos Copes, la pareja de baile que la sacó de los boliches de Buenos Aires para convertirla en historia del tango y que acabó resultando ser un pésimo compañero y amante.
“¡Copes, Copes, Copes! Ya me tenés podrida con Copes. ¡Quién carajos es Copes!”.
Cuidar al mito es tarea del hincha.
Porque amar a un jugador, después de todo, es cargar con una responsabilidad hasta el fin de los días.
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Fotografía de Imago.