El fútbol tiene tanta tendencia a triturar historias fugaces como a postergar otras que parecen desarrollarse al margen del tiempo.
El relato de Gareth Bale en el Real Madrid comenzó el 1 de septiembre de 2013. Pronto empezamos a temer que no se extendería demasiado. La exigencia de la camiseta, los 101 millones, el enigma de una nueva competición, los nervios de los aficionados. Muchas trabas para un jugador que además aterrizaba en uno de esos clubes que descartan estrellas como Luca Brasi se deshacía de sus víctimas, casi burocráticamente, con velocidad y descaro.
Seis años después, sin embargo, el galés sigue en el mismo sitio que entonces. Literal y emocionalmente. No ha convencido a los que nunca confiaron en él, aparece en los mismos titulares de la prensa y, sobre todo, no se ha marchado de un equipo que, por más tortuosa que haya sido su relación, ya es en el que más temporadas ha estado desde que se convirtiera en futbolista profesional.
Pero, ¿cómo puede ser?
¿Cómo ha podido resistir?
Bale reunió desde sus inicios en España todos los requisitos que se le exigen a un crack efímero. Salvo uno, quizá el más importante: serlo de verdad. Y así fue como, pese a no dejar de estar ni una semana en el ojo del huracán, pese a las suplencias en Kiev o en Cardiff, las lesiones, los gestos gélidos en la banda o las declaraciones insinuando su salida, se quedó exactamente igual que estaba. En el mismo periodo que algunos de sus compañeros se encumbraron, tocaron fondo y se despidieron (Jesé, Illarramendi, Theo Hernández, Kovacic, Ceballos), Bale siguió siendo Bale.
Bale reunió desde sus inicios en España todos los requisitos que se le exigen a un crack efímero. Salvo uno, quizá el más importante: serlo de verdad
Puede que su secreto, después de todo, radique en una escueta y lacónica fórmula. Volver a ser él mismo. Una y otra vez. Temporada a temporada. Con los mismos recelos, las mismas polémicas, los mismos goles redentores y las mismas dudas acerca de su futuro.
Volver a ser, en definitiva, para no dejar de ser.
Sobrevivir a Cristiano no es tarea fácil. Él lo hizo. Y al paso que va, quién es capaz de asegurarnos que no sobrevivirá también a Ramos, a Marcelo o a Benzema. Cualquier cosa es posible con Bale, que por la vía de hacernos creer cada pocos meses que su final está a tocar, casi ha conseguido convencernos de justamente lo contrario, que su final es probable que no llegue nunca.
Su caso recuerda, saltando del césped al papel, al del protagonista de Mi Lucha, la obra autobiográfica de Karl Ove Knausgård. En uno de sus pasajes, Knausgård viene a desvelar algo así como que todo (la introspección, las confesiones, la velocidad en la escritura) ha sido parte de un experimento que, además, no ha logrado cumplir el objetivo para el que había sido ideado. Lo bello y terrible a la vez es que esa aclaración aparece en el último volumen de la saga, después de millones de frases, miles de páginas, una década y seis libros que han devenido en un acontecimiento creativo sin precedentes. La novela más larga de la historia de la literatura noruega, según su autor, ha fracasado. Pero ni la felicidad dura toda la vida, ni la desdicha tiene por qué marcharse al poco tiempo de haber llegado.