Andrés Iniesta no había vivido esto antes. Cuando corrió hacia el córner, sus bíceps estaban tensos y bien definidos. Los identificamos porque se había quitado la camiseta, y en su interior había otra sin mangas, del mismo amarillo chillón, tan ajustada y empapada en sudor que hasta los ‘cuadraditos’ del abdomen se marcaban en la barriga del manchego. El grito desgarrador, el pelo escaso pero todavía negro y una manada de locos -hasta uno con corbata- detrás de él completaban el lienzo.
Han pasado 15 años y cinco meses y todavía nadie sabe cómo golpeó ese balón.
Es un golpeo con el exterior, sí, pero no el que te pediría el cuerpo en un momento así. El balón no llega de frente, el balón lleva una taquicardia de narices y la probabilidad de que el jugador acabe disparando al aire es altísima. El recurso es, a todas luces, antinatural, pero no tanto como ser uno de los mejores futbolistas del mundo y no tener ni un solo tatuaje en la piel.
Pueden hacer la prueba: pongan a Cristiano, a Benzema, a Ibrahimovic en ese balcón del área. No prueban ese tiro ni de coña: atacan el balón con violencia, buscan un primer control, abren el pie para asegurar el impacto… La resolución de Andrés fue más sencilla: siguió su instinto.
Expulsado Abidal, al conjunto azulgrana lo atrapó el descuento perdiendo por la mínima, pero todavía con fe, el único ingrediente que el Barça de Guardiola aún no había utilizado en su receta triunfal
El Barcelona había bailado sobre el cadáver del Madrid cinco días antes. Fueron seis goles y porque Valdés no quiso subir a rematar los córners. Un abuso, media Liga y el soplo frío en la nuca del Chelsea, que se había quedado sin marcar en la ida del Camp Nou, lo que en el fútbol de antes era un mal negocio.
Pero ese día, en Stamford Bridge, el Barça de Guardiola salió exhausto, anestesiado, perdido. Nada quedaba del recital en el Bernabéu. Mourinho y su séquito dirían años después que en realidad poco importó, porque jugó con uno más (por la gracia de Obrevo); pero la realidad es que el equipo azulgrana sobrevivió al atropello ‘blue’ con uno menos (también por la gracia de Ovrebo).
Expulsado Abidal, al conjunto azulgrana lo atrapó el descuento perdiendo por la mínima (es decir, eliminado), pero todavía con fe, el único ingrediente que el Barça de Guardiola aún no había utilizado en su receta triunfal. Así fue como Xavi abrió para Dani Alves y este puso un centro tenso al área para el delantero alto y fuerte que ese equipo no tenía. El rechace acabó en el radar de Samuel Eto’o, que controló como si se le hubiera dormido el pie. Messi salió en su ayuda para retar a su marcador. Pero a esas alturas nadie le regaló un centímetro y como Essien se acercaba con los ojos inyectados en sangre, le pasó el marrón a su amigo Andrés.
¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? Donde otros hubieran entrado en pánico, el de Fuentalbilla rebajó pulsaciones. Sólo así se explica que tuviera el temple de ver pasar el balón por delante de sus narices sin sentir la pulsión de golpearlo. Todavía no, todavía no… Ahora. La barrita del PES antes de un lanzamiento de falta, ¿se acuerdan? Mismo espíritu, misma precisión.
Donde otros hubieran entrado en pánico, el de Fuentalbilla rebajó pulsaciones. La barrita del PES antes de un lanzamiento de falta, ¿se acuerdan? Mismo espíritu, misma precisión
Fue el primer y único tiro a puerta del Barça aquel día. ¿Cómo iba Iniesta a reventar el balón de forma vulgar? Aquel chico tímido, níveo -como lo definió su paisano Joaquín Reyes- e inalterable tenía un volcán en su interior, un superhéroe a punto de estallar. Sincronizó el brazo izquierdo, como si fuera a ejecutara un “¡Ar!” militar y la enchufó de forma inmisericorde. Pareció un ‘punterón’, pero fue más que eso. ¿Se puede tirar ‘de rasquis’ y con potencia? Claro que sí. Cech todavía no había probado los guantes y tampoco lo iba a hacer entonces, con un efecto venenoso que hizo inútil el vuelo a mano cambiada. La pelota entró por el único sitio donde podía entrar, mientras Ballack se contorsionaba como si fuera su primera clase de Pilates.
Decía Pablo Picasso que “la pintura es poesía muda” y el cuadro de aquella gesta tampoco necesita sonido (ni movimiento) para conmover.
Andrés Iniesta tenía 24 años y 360 días cuando iluminó el camino de un sextete histórico y esa será la edad que siempre va a tener en nuestros pensamientos.
Con su pelo negro, su grito mudo y su traje fosforescente.
Los héroes no envejecen, aunque sea a costa de que el resto de los mortales seamos un poco más sensibles al paso del tiempo.
SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA
Fotografía de Getty Images.