PUBLICIDAD

Acuérdate, Kramer

Uno de los campeones del mundo de 2014 no recuerda nada de aquella final entre alemanes y argentinos. Un golpe dejó un vacío en la memoria de Christoph Kramer

Kramer

Hay un futbolista que ganó un Mundial pero no puede explicar cómo. Es Christoph Kramer, titular en la final de 2014. Un golpe borró para siempre de su cabeza el mejor momento de su carrera.


Este reportaje está extraído del #Panenka124

 

Acuérdate, Christoph. Era una tarde pegajosa. De esas que te cosen la camiseta a la espalda. Como casi todas las de aquel periplo brasileño. La luz del sol todavía se desplomaba sobre Río de Janeiro. Maracaná eran las brasas de una hoguera. 75.000 personas se arremolinaban en las gradas del majestuoso estadio. Las multitudes no ayudan a sobrellevar el calor. Salvo si se producen para presenciar el partido más decisivo de una Copa del Mundo. Entonces, la temperatura deja de ser un estorbo. Ni siquiera llega a ser una sensación. No es nada. Frente a la final de un Mundial, todo se desvanece.

Acuérdate, Christoph. La mirada de Messi era la de un tigre después de aguantar todo un invierno sin llevarse un trozo de carne al estómago. Argentina había remado con la tenacidad de una tripulación vikinga para conducir a su rey hasta la orilla más lejana. Su torneo no había sido brillante, pero sí efectivo. El ’10’ estaba donde había planeado estar desde hacía meses, años, toda una vida: a un solo paso de demostrar que era tan grande como Maradona. Vosotros, sin embargo, ibais a ser el monstruo de su pesadilla. Alemania no entiende de cuentas pendientes ni de guiños del destino. Alemania avanza por la calzada como un camión al que se le han gastado las pastillas de freno. Alemania arranca , acelera y embiste. Lo habéis hecho muchas veces. Lo volvisteis a hacer aquel 13 de julio. El gol de Götze. La cuarta corona. Arrancada de las manos de quien tantas noches sollozó por ella.

 

Un año antes de ser titular en la final de la Copa del Mundo, Kramer todavía jugaba en segunda. Debutó como internacional ese mismo año, 2014, en el que Alemania levantaría el Mundial

 

Acuérdate, Christoph. Tú no debías estar allí. No si analizamos los hechos racionalmente. Tu sitio no era ese. Eso lo sabes bien. Un año antes, estabas jugando en segunda. Con el Bochum. El Leverkusen te señaló la puerta de salida después de ficharte para sus juveniles. Un chaval del norte, grandullón, ligeramente desgarbado, generoso en los esfuerzos pero sin la finura suficiente para hacerse un hueco entre los centrocampistas del primer equipo. Arturo Vidal, Ballack, Rolfes, Bender. Un muro más alto que el de los Siete Reinos. Jupp Heynckes no era capaz ni de retener tu nombre. Te deprimiste, empezaste a tomar notas en un cuaderno después de los partidos. La piel se endureció. Te buscaste la vida. Las cesiones. Ese ir y venir constante. La última, en el Borussia Mönchengladbach. En la Bundesliga. Ya no sonaba tan mal. Demostraste que se habían equivocado contigo. 33 partidos. Casi 3.000 minutos en la élite. Una temporada francamente buena. Y llamaste la atención de quien menos esperabas.

Acuérdate, Christoph. Todavía puedes escucharlo. Joachim Löw al otro lado de la línea. Sus ojos, de repente, clavados en ti. Posados en tus hombros. Algo habías hecho que le había gustado. La percha, los pulmones, el carácter voluntarioso, el rigor táctico, el criterio en la distribución. Menos es más. Un jugador empírico, con soluciones sencillas para situaciones complejas. No faltaba ni un mes para que el seleccionador diera la lista definitiva de convocados a la Copa del Mundo. Tú todavía no habías sido internacional. Debutaste en Hamburgo, contra Polonia, en un amistoso, el 13 de mayo de 2014. Cumpliste, ya no sabías hacer otra cosa. Saltar al campo y currar como un albañil, como un planchista , como un minero. Currar como un condenado. Ahora, viéndolo escrito, parece hasta sencillo. El 2 de junio cayó la bomba. Estabas dentro. Volabas a Brasil. Un disparate. Una locura. La fase de grupos te la pasaste en blanco. De suplente. Haciendo equipo. Ninguna queja. Los primeros Mundiales se viven; luego, si te siguen llamando, ya tendrás ocasión de disputarlos. En la prórroga del cruce de octavos, ante Argelia, te llegó la oportunidad. Entraste en el 109′, con 1-0 en el marcador y la única misión de ayudar a amarrar el resultado. Se te dan bien esos encargos: máxima contención y nada de riesgos. En cuartos sumaste otro minuto. Ante Francia. El de la basura. Aunque a ti te supo a manjar de los Dioses. No estabas para ponerte exquisito. Aquello era como estar en el cielo y no despeñarse. Al orgásmico 1-7 a Brasil le aportaste tus celebraciones en el banquillo y tu nombre en la ficha, que quedó archivada al instante en los libros de Historia.Ya solo quedaba un escalón.

Acuérdate, Christoph. Aquí el relato ya empieza a empañarse, como esas playas tropicales radiantes que unos cuantos nubarrones, sin que nadie sepa de dónde han salido, cubren en cuestión de minutos, jodiendo la foto. Khedira, que había dado un recital ante los anfitriones, regresó al vestuario del calentamiento con cara de pocos amigos. Había notado un pinchazo en el muslo. En el peor momento. A un suspiro de la final. Los médicos fueron tajantes en el diagnóstico: “No juega”. Entonces, Löw irguió el cuello como un águila, mientras al resto se os cortaba la respiración. La vida está llena de episodios trascendentes que se construyen a toda pastilla, sobre decisiones improvisadas. No siempre hay tiempo para calcular dónde vas a colocar el pie en la siguiente pisada. Lo pones y punto. Seguro que en alguna ocasión te has preguntado por qué ocurrió de esa manera y no de otra. Seguro que has desistido a los pocos segundos, asumiendo que hay misterios que no admiten resolución. Lo describiste en una entrevista: cuando el nombre del elegido salió como un esputo de la boca del técnico, tu frecuencia cardíaca se elevó a las 210 pulsaciones por minuto. Y eso que estabas sentado. Schweinsteiger y Kroos tenían nuevo socio para medirse a los argentinos. “Christoph Kramer”. Heynckes ya podía tomar nota. Qué barbaridad.

 

Khedira, que había dado un recital ante Brasil, regresó del calentamiento con cara de pocos amigos. Había notado un pinchazo en el muslo. Los médicos fueron tajantes: “No juega”. Y Löw lo eligió a él

 

Acuérdate, Christoph. Haz un esfuerzo. Esa emoción todavía está intacta en tu pecho. Hundiste los tacos en el césped del Maracaná y sentiste como si un volcán te explotara dentro. Escuchaste el himno agarrado a tus compañeros y reparaste en que sus cuerpos temblaban como el tuyo. Uno podría jugar una final cada semana y se seguiría poniendo nervioso antes de que arrancara la siguiente. Eso no es un partido. Es una tormenta en alta mar. Trataste de calmarte. Divisar el esquema del rival, cómo se distribuían sus piezas, cuá- les eran las zonas en las que debías aparecer para atacar el balón u ofrecer una línea de pase. El fútbol, para ti, siempre ha sido lectura , colocación y trabajo. A eso tenías que ceñirte.

Acuérdate, Christoph. Duró un chasquido. Pasó en la misma diminuta porción de tiempo en la que se cierra un libro, se sorbe un vaso o se aplasta un mosquito. Minuto 16. El balón salió por la línea de banda. Muy cerca de uno de los córners que daban al área de la ‘Albiceleste’. Klose, lejos de su sitio, quiso reanudar el juego rápido. Como receptor del saque, encarado al compañero, dejaste que la pelota botara con la esperanza de poder dar la vuelta con el cuerpo y tener un ángulo mejor. Rojo se pegó a tu trasero. A ese lo tenías controlado. Pero a Garay no. El zaguero apareció como un avión a tu espalda y, cuando el giro ya era casi completo, se cruzó en la trayectoria del cuero para interrumpir el avance. Fue un golpe seco. El hombro del defensa, firme, contra tu cabeza, totalmente acompasada al ritmo manso de la acción. Cloc. Y de repente, un fondo negro. Como si hubieran desconectado la tele de un tirón. Ya no ibas a lograr registrar lo que sucedería durante las horas siguientes.

kramer

Acuérdate, Christoph. Te enseñaron las imágenes varias veces ese día. Las prisas de Klose, la aparición abrupta de Garay, el choque fatídico. El árbitro considerando que había sido una disputa legal. Tú mismo te levantaste y dijiste que querías seguir jugando, como si hubieras estado visitando el infierno un minuto antes y, al no haberte parecido gran cosa, hubieras decidido volver. Seguiste corriendo y buscando el mejor lugar desde el que ayudar a tu equipo a hilvanar las jugadas. O a destruirlas. Las prestaciones habituales. Pero algo no marchaba bien. Por supuesto que no. Es lógico. Nadie sufre un trastazo de esa envergadura y a los pocos segundos está tan pancho aguantándole un eslalon a Messi. El árbitro del duelo, Niccola Razzoli, dejó pasar unos minutos y te preguntó cómo te encontrabas. “¿Estoy jugando la final de un Mundial?”, le susurraste sin pestañear. El colegiado te guiñó el ojo, pensando que le gastabas una broma. Cuesta no seguirle la corriente a un alemán de 191 centímetros.

Acuérdate, Christoph. Tus compañeros han hablado varias veces de aquel tramo del encuentro, que se alargó hasta que Razzoli se dio cuenta de lo que estaba pasando y mandó la señal de alarma al banquillo. Las anécdotas son surrealistas. Cuando las escuchas, nunca sabes si echarte a reír o llevarte las manos a la cabeza. Primero, Lahm, que contó a las cámaras de la ZDF que le perseguiste durante unos segundos para robarle el brazalete de capitán. El bueno de Philipp jamás había perdido la calma sobre un terreno de juego. Hasta ese día. Después vino Neuer, al que, según su versión, le consultaste si te podía dejar jugar de portero. El guardameta rechazó: nunca ha sido fácil colarle un gol, a saber por qué probaste suerte esa tarde. Aunque la traca final la hiciste explotar en la cara de Thomas Müller, un tipo al que le va la marcha pero que aquello le superó por completo. Se ve que le confundiste con otro Müller, Gerd, y lo felicitaste por el Mundial ganado en 1974. El delantero no sabía ni qué contestarte. Menudo impacto. “Locura transitoria”. Así definieron algunos lo que te ocurrió durante ese cuarto de hora macabro. En el 31′, te sustituyó Schürrle. Tú sigues sin recordarlo. Nosotros, sin explicarnos cómo no detectamos mientras seguías en el césped que la situación estaba fuera de control. El fútbol es un truco. Una ilusión óptica. Un misterio.

Acuérdate, Christoph. De lo que los doctores apuntaron en el parte médico. Conmoción cerebral y dislocación de mandíbula. “Y una Copa del Mundo”, podrían haber añadido. Cuando se terminó el choque, tomaste el trofeo y saltaste y cantaste como uno más. “Pesa mucho”, le comentaste al primer reportero que te cogió del brazo en medio de las celebraciones. Una descripción ajustadísima a la realidad. No sabías cómo había ocurrido, pero sí lo que habíais conseguido. Erais campeones.

 

El hombro de Garay, firme, chocó contra la cabeza de Kramer. Cloc. Y de repente, un fondo negro

 

Acuérdate, Christoph. Eso te perseguirá toda la vida. No hay nada más duro: el único título que has levantado como futbolista se corresponde con un agujero de varios metros de profundidad en tu memoria. Quizá tampoco no hay nada más bonito. Que el mejor momento de tu carrera, para ti, esté tachado, como si alguien le hubiera pasado un rotulador negro por encima, es algo que te hace un campeón distinto a todos los demás. Nadie, ni siquiera tus recuerdos, podrá negarte nunca que lo lograste. Allí están las fotos, los vídeos, las crónicas, los datos. La realidad. Son pocos los jugadores que alguna vez pueden mirar el fútbol desde tan alto, asomados en el último piso. Tú lo hiciste. Y hoy, que aquellas vistas ya empiezan a quedar lejos, y que ya asumes que no volverás a saborearlas, lo valoras el doble. En 2016, jugaste tu último encuentro con Alemania hasta la fecha. Después de aquel accidente con Garay, solo llegaron siete convocatorias más. Todavía tienes 31 años, los aficionados del Gladbach te quieren y te respetan, pero tu progresión no ha sido la que se esperaba de un muchacho que con 22 ya había sido titular en el partido más difícil de jugar de todos. No importa. Nunca estuviste incómodo a la sombra. De lo contrario, no habrías tenido la perseverancia que te hizo escalar desde la nada y que precisamente te acabaría colocando durante 30 minutos bajo el foco más sofocante que existe.

Acuérdate, Christoph. Acuérdate sobre todo de cada uno de los que hoy escriben de tu hazaña como si la hubieran protagonizado ellos, aprovechándose de esa brutal anomalía que supone que aquel partido contra Argentina se haya esfumado de tu cerebro. Como si pretendieran explicártela. Ellos. Que lo más lejos que han llegado en su vida es a la planta -4 del parking del IKEA. Ellos. Que hablan por ti, que se apropian del relato, desdibujándolo a su antojo. Quédate con sus caras. Con el sabor amargo de esta profunda injusticia: si todos se acuerdan de ti, es porque tú no te acuerdas de nada. Y el día que te cruces con ellos, sea donde sea, ciérrales el paso y suéltales sin reparos: “Yo soy campeón de mundo, y tú no sabes ni soñarlo”.

 


SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA


Fotografías de Getty Images.