Este artículo, firmado por Xavi Heras, fue publicado originalmente en la web de Highbury, socio digital de Panenka.
No tuvo ningún interés por la pelota hasta que conoció a Carmen. Y tampoco. Ella tenía tres hermanos pequeños y todos jugaban a fútbol. Javi iba con ella a los partidos. Porque hay que ir, claro. Lo intentó, pero aquello no era lo suyo. Le echaba para atrás tanto grito y tanta tensión. Los enfados de los viejos. Pero siempre estuvo.
Conversaciones interminables sobre nosequién, que ha marcado nosecuántos goles. O sobre el otro, que se cambia de equipo. Siempre. En el trabajo, en los bares. Sin poder meter baza.
Luego tuvo un hijo. Yo.
Mi tío me ponía partidos de fútbol para dormir la siesta. Y en esas crecí. Cargándome zapatillas y pantalones jugando a la pelota. Obligando a mi padre a madrugar –lo siento, chato- los fines de semana para que me llevara a nosequé pueblo a que nos metieran un saco de goles, y a aguantar mi cabreo posterior.
A mi padre no le gusta el fútbol.
Ahora vivo en Manchester y nos vemos menos. En efecto, nos echamos en falta el uno al otro. Aunque como todo, también tiene su aspecto positivo. No hablamos tanto, pero lo que hablamos es más interesante, más auténtico, cuesta menos expresar lo que uno siente. Eso o me estoy convirtiendo en un moñas de mucho cuidado.
Hay que aprovechar cualquier posible conexión, y ahora que parecía empezar a interesarse por lo de los tipos que van detrás del balón, el plan para el último sábado que vino a visitarme estaba prácticamente cantado: Fútbol. Sexta división. FC United of Manchester – Halifax Town.
Sin más introducción que un Informe Robinson dedicado a los locales, mi padre volvió a levantarse temprano un sábado por la mañana por culpa del fútbol. Desayunamos y nos fuimos andando. Hacía sol y cruzamos el río Medlock y el bosquecito que hay antes de llegar a Moston. Caminamos por calles muy distintas a las que estábamos acostumbrados y mientras mi padre fantaseaba con vivir en una de esas casas, “con su jardincito”, yo le advertía: “aquí hace más frío que en cualquier otra parte de la ciudad”. Pues allí es donde el FC ha construido su hogar.
FÚTBOL PUNK
La historia es conocida: en 2005 Malcolm Glazer compró el Manchester United. La oposición a la venta ya había evitado que el club con más títulos de Inglaterra –junto al Liverpool- acabara en manos de Ruppert Murdoch, pero no pudo evitar que su equipo de fútbol terminara en manos del estadounidense, que también era propietario del Tampa Bay Buccaneers de la NFL.
El FC United of Manchester nació como respuesta. “Puedes comprar Old Trafford pero no podrás comprarme a mí”, se le canta habitualmente en los partidos a quienes hoy controlan el devenir de un club, el Manchester United, siguen sintiendo muy suyo. No se puede dejar de querer de un día para otro, ¿verdad?

UNA APUESTA SEGURA
He de reconocer que no me la jugué mucho eligiendo plan. A mí padre y a mí, a falta de fútbol, nos ha unido la música, aunque en las contraportadas de sus discos de juventud saliesen blancos con el pelo largo y en los míos negros con el pelo corto. Probablemente veríamos un fútbol calamitoso, pero habría buena música.
Si en el cielo hay estadios como Dios manda, sus bares serán como el del fondo de Broadhurst Park. Aunque esto, obviamente, es algo muy subjetivo. Huele a cerveza derramada y hay dos altavoces, uno en cada lateral de la barra principal, repartiendo temazos de punk-rock, música mancuniana de los 90 y soul. Quizá no sea una idea paradisíaca para mucha gente en realidad. Lo siento.
El partido empezaba a las tres de la tarde. A las 12 ya estábamos allí. Nos compramos una hamburguesa cada uno en un puesto a la entrada del recinto y comimos junto a la puerta principal. Por allí accedimos luego al otro de los bares del estadio. Había concierto. Y antes una charla a cargo de un representante de un grupo de aficionados del Sankt Pauli. También hubo un concurso artístico benéfico. Se sabía que habría buena asistencia, así es que se organizó una previa a la altura.
Presenté a mi padre a algunos habituales con los que había compartido cervezas en días anteriores, y le hice un pequeño tour -porque allí uno paga y luego ve el partido desde donde quiere- mientras le contaba batallitas.
Yo le explicaba el significado de las banderas que poblan el nuevo y coqueto estadio del FC donde caben 4.400 espectadores según la Wikipedia. A él le hacía gracia los niños correteando y jugando.
Paseamos a pie de campo y volvimos al bar.

QUE NO PARE LA MÚSICA
Unos chavales se subieron al improvisado escenario y, después de una larga prueba de sonido, por fin, empezó la música. Y ya no paró.
Así es Manchester, tiene banda sonora para cada momento y cuando la pelota rueda en Moston, es la afición del FC la que lleva la voz cantante.
Cuando los jugadores terminaron el calentamiento dio comienzo el recital. Como siempre en ese preciso instante, alguien grita Bring on United! y la gente se va sumando poco a poco. Así hasta que finalmente empieza el partido. Subidón con la salida de los jugadores, era partido grande.
El Halifax Town es uno de los cocos de la categoría. Necesitaba ganar para mantenerse en puestos de playoff de ascenso y muchos seguidores del equipo de Yorkshire viajaron a la vecina Lancashire para animar a los suyos. El FC solo se jugaba el orgullo -aunque existe una rivalidad histórica entre ambos condados-, estaba salvado una temporada más.
El fútbol tiene que ser divertido. Como experiencia, pero no como entretenimiento. Los jugadores no van a hacerte pasar el rato, eres tú quien va a verles jugar a ellos. A ver qué hacen. A animarles. Y eso es lo que pasa en Broadhurst Park. Que a la gente le vale con pasar la tarde allí. Y cantan y lo celebran. Se opusieron a lo establecido, a lo que tocaba, y han creado algo especial.
Y en esas estábamos hasta que un patadón dio lugar a un cabezazo que ofreció el balón en bandeja a Dion Charles, que lo recogió en banda izquierda, entró en el área, recortó y lo mandó -casi- a la escuadra. 0-1. En nuestras narices. Al FC le costó una barbaridad reaccionar.
En el otro fondo tiraban rollos de papel higiénico al césped. Se tuvo que parar el partido y se creó cierta tensión. Aunque ni así parecía despertar la zaga local.
Se acercaba el descanso y, pam, gol. Otro del Halifax. El balón le cae al 4 de naranja. “Los otros”. Mi padre parecía ir captándolo.
Pam. Otro. Minuto 44. Saque de falta para los de Yorkshire en su propio campo. Defensa dormida, balón en largo rápido, y gol. 0-3.
El tercer gol sirvió a mi padre para saber que aquello era una puta mierda. Es decir. Si vas al teatro o al cine uno espera una obra preparada, con su guion y todo, de principio a final. Será bueno. En el fútbol, en cambio, hay dos grupos de gente que quieren un final radicalmente distinto. A veces sale bien y en otras te meten tres antes del descanso.
Me equivoqué pensando en que ahí terminaba todo. El entrenador local, el único que ha conocido el club desde su fundación, hacía tres cambios antes de reanudar el choque. Había que, por lo menos, maquillar aquello.
La gente se enchufó y animó con entusiasmo. Pero nada. Y cuanto menos pasaba sobre el césped, más divertido era estar en la grada. El partido en sí, que el balón entrara o no, dejó de ser lo importante. A la mierda todo, pasémoslo bien. Mi padre no entendía nada, pero la sonrisa era contagiosa.
El árbitro, en un momento dado, decidió que ya estaba bien de jugar a la pelota. Que cada uno a su casa. Se habían cumplido los 90 minutos y mi padre había visto su primer partido de fútbol -más allá de pachangas, de categorías inferiores y demás-.
No vio la luz. No se le apareció la virgen que iluminara su fe. Pero desde entonces, su interés por el balompié ha aumentado -vágamente, todo sea dicho-.
Subió al bus de vuelta a casa e hizo balance: “No ha estado mal”, dijo. “En casa no habría podido hacer algo así. Ha sido un día distinto”.
A mí me vale, me lo apunto como triunfo.