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Tiempo muerto para Marías

Javier Marías le debe al fútbol unas cuantas cosas, aunque quizás sea el fútbol el que está en deuda con él. Este libro concentra sus mejores artículos

Suele decir Javier Marías que para él escribir de fútbol supone “un descanso”. Un parón necesario. Como si el balón fuera una pradera sedosa que te encuentras entre monte y monte, y que al pisarla, te reconciliase con el mundo. El deporte tiene estas cosas: basta que lo roces, ni que sea con una uña, para que te electrocute y te desplace hasta una dimensión salvaje y desconocida. De repente, tienes que dejar lo que estabas haciendo, porque en tu mente ya solo hay sitio para el penalti injusto del sábado y las iniciales de todos los familiares del colegiado. Estallas, cambias por completo, y empiezas a recorrerte la habitación de arriba a abajo, maldiciendo en un inglés que hasta ese momento nunca habías hablado. Entonces tu madre, que ha oído los gritos y ya sabe cómo tiene que actuar ante este tipo de situaciones, abre la puerta del cuarto y clava sus ojos en los tuyos, sin soltar una palabra, a lo que tu reaccionas torciendo el gesto, y arrastrándote de nuevo hasta el ordenador, donde te dispones a seguir arruinando una novela infame que estás escribiendo sobre un poeta bohemio y sus amores rotos.

No hay duda que Marías, cuando regresa de su trance por el césped, lo hace para abordar cosas mucho más dignas e interesantes que estas. Aunque suyo es el mérito de recordarnos que lo que está menos a la vista, entre paréntesis, en ocasiones es lo realmente importante. En pleno frenesí neuronal, al autor de Chamberí le dio por levantar novelas de referencia como Corazón tan blanco (1992) o Tu rostro mañana (2002). Unos años atrás también había destinado parte de su tiempo a impartir clases de Literatura en la Universidad de Oxford, y más tarde incluso sería elegido miembro de la Real Academia Española. Pero entre aulas y cafés, entre enciclopedias y bloques de notas, Marías ha encontrado en el fútbol una vía de escape para batallar contra el desgaste cerebral que acorrala a los intelectuales de gran calibre, a los que a menudo se les exige que tengan una respuesta brillante para todo. Y el resultado de estas huidas momentáneas desemboca en Salvajes y sentimentales. Letras de fútbol, la última recopilación de sus más lúcidos artículos futbolísticos, publicada por Alfaguara en 2010. El libro es la constatación de que el escritor, en sus tiempos muertos, siguió puliendo, tal vez sin quererlo, una mirada única y reveladora.

Marías ha encontrado en el fútbol una vía de escape para batallar contra el desgaste cerebral que acorrala a los intelectuales de gran calibre, a los que a menudo se les exige que tengan una respuesta brillante para todo

Los 90 minutos que dura un partido, en cierto modo, son una pendiente por la que te dejas ir, un refugio donde volverse loco, un baúl en llamas… Y una constante recuperación de la infancia. Solo así se explica que este niño nacido en el barrio madrileño de Chamberí, antes de arrojarse a las obras de Faulkner y Nabokov, por las que buceó en su madurez literaria, perdiera la cabeza  con un rubio descarado que trataba un pedazo de cuero como si fuera una piedra preciosa. Alfredo Di Stéfano detonó la pasión de Marías. Y lo que ha venido después han sido carcajadas, pataletas y un buen puñado de párrafos memorables.

“El fútbol incita al olvido, lo que equivale a decir que a lo que no incita nunca es al rencor”. Esta es una de las muchas ideas que palpitan dentro del libro. Una de esas frases que, sin que lo estén, te saltan a los ojos como si alguien las hubiera subrayado antes. La memoria huidiza de la pelota. El “solo importa el resultado de hoy”. Marías recoge cada tópico del deporte rey y luego lo desmonta, lo descuartiza, reduciéndolo a finas láminas de un conocimiento aplastante. Solo así se consigue que nos vuelva a parecer nuevo lo que tantas veces nos han contado.

Alguien dijo en una ocasión que el hecho de leer, llevado al extremo, desemboca en la perversión de escribir. Lo mismo puede suceder cuando te encierras dos horas en una sala de cine para ver una película desgarradora. O cuando asistes al concierto de tu vida. O, por qué no, cuando te acomodas en el sofá para seguir la final de la Copa de Europa con un cigarrillo en los dedos y una cerveza en la tripa. Marías nunca ha dividido las categorías por niveles. Desde sus comienzos, fue un intelectual más que, con su empeño agitador y un sentido de la ironía muy puntiagudo, ayudó a derrumbar el muro de piedra que durante tanto tiempo separó a los pensadores de los futbolistas, a las letras de los goles. No hay que olvidarse que antes de aterrizar a lo que somos, tuvo que venir alguien a decirnos que, en el fondo, deleitarse con un cuadro de Cézanne o hacerlo con una parada voladora de Ramallets no eran cosas tan distintas.

O una carrera de Gento, ya que estamos. Por qué sí: Javier Marías es un aficionado acérrimo (y un tanto melancólico) del Real Madrid. Y esa verdad tampoco la elude, todo lo contrario, la expone constantemente, dispuesto a salir él mismo del escondite antes de ser descubierto por terceros. Es llamativo como el escritor se toma en sus textos como una causa justa, casi poética, la necesidad de desarmar el relato que ha trascendido sobre el club blanco y sus coqueteos con el régimen de Franco. Y si se le pregunta por las banderas preconstucionales que algunas noches todavía ondean en la grada del Bernabéu, aprieta rápido el gatillo: “uno nunca es responsable de los desagradables amores que inspira”.

Contestón, revoltoso, polémico. Políticamente correcto hasta que ya no le da la gana seguir siéndolo. Ese también es Marías: un tipo que nunca ha dado la sensación de sentirse incómodo al otro lado de donde se ubica la mayoría, en ese solar frío y desangelado sobre el que suelen llover piedras. Acercarse a sus líneas, pensándolo bien, es como ponerse a jugar al lado de una hoguera que está situada en medio de la nada. Su calor te atrae y te protege, hasta que de golpe descubres que ha encendido una de las mangas de tu chaqueta. Un buen ejemplo de ello es cuando, en uno de sus artículos más geniales, defiende la patada que le dio Eric Cantona a un hincha del Crystal Palace y que le supuso al francés quedar apartado del Manchester United. Al principio te parece un delirio. Al final igual acabas dándole la razón y todo.