Habría que conferirle a las redacciones el título de patrimonio intangible de la sociedad. Un periodismo sin redacciones es como un wéstern sin puertas de vaivén
Días después de que National Geographic anunciara la despedida de los últimos redactores de la legendaria redacción de Washington D.C., el New York Times le entregó las riendas de su redacción deportiva a The Athletic, un medio especializado por el que pagaron, a principios del año pasado, 550 millones de dólares. Lo primero supone que, a partir del próximo año, la revista de viajes, ciencia, historia y naturaleza dejará de estar disponible en los kioscos de Estados Unidos y que todas las colaboraciones digitales serán requeridas vía freelance. Lo segundo es un poco más complejo de leer, puesto que The Athletic se había erigido como el gran paradigma del periodismo deportivo de largo aliento bajo el modelo de suscripción, aunque a costa de “desangrar” —término que utilizó el propio Alex Mather, socio fundador del medio— a los periódicos locales. Una de las consecuencias inmediatas es que en el corto plazo gente absolutamente brillante como Tyler Kepner, David Waldstein, Tariq Panja y Rory Smith serán reubicados. Y si lo pensamos detenidamente, esto significa, también, que en otro tiempo George Vecsey, Dave Anderson o Red Smith no habrían podido fungir como piedras angulares del periodismo deportivo anglosajón.
La desbandada de dos de las redacciones más emblemáticas de la prensa escrita en todo el mundo me obligó a pensar en lo que me dijo alguna vez Martín Caparrós, mientras le formulaba en un aula universitaria las típicas preguntas astutas que transpiran más devoción que curiosidad genuina: “Una de las cosas en las que el periodismo está mucho peor que hace cincuenta años es la semidesaparición de las redacciones, o por lo menos de las redacciones como lugares de acumulación y transmisión de saber, que es lo que fueron durante muchísimo tiempo. Cuando no había universidades donde se enseñara periodismo, esto era innecesario, porque el periodismo se aprendía en la práctica. Un chico como yo, de 16 años, que más o menos redactaba bien, que tenía ciertas ínfulas literarias, que tenía alguna información y muchas ganas, conseguía por alguna razón entrar en una redacción. Y ahí te ponían a hacer cosas espantosas, como servir café, e ibas progresando en esa escala. El caso es que ahí aprendías de la gente que sabía mucho. Todos estos tipos, (Rodolfo) Walsh y (Juan) Gelman, ya entonces habían publicado toda su obra. Los grandes periodistas seguían en las redacciones y servían como correa de transmisión de ese saber. Y eso es una pérdida importante, porque las redacciones era un lugar decisivo para la formación de los periodistas”.
Representa una tragedia el hecho de que cada vez queden menos sitios en los que alguien, que más o menos redacte bien y con ciertas ínfulas literarias, pueda coincidir en tiempo y espacio con sus héroes formativos
Dentro de todo el mar de reflexiones que detonó la postura de National Geographic y, especialmente, del New York Times nadie habló sobre la gran derrota moral del periodismo contemporáneo: el hecho de que la gente con altavoz mediático se haya mostrado tan indiferente ante la desbandada de los dos grandes bastiones de la prensa escrita anglosajona. Si se me permite ponerme un poco melancólico, para mí, un modesto juntaletras que fantaseó con la idea de servirle un café con leche a Jacinto Antón, sí que representa una tragedia el hecho de que cada vez queden menos sitios en los que alguien, que más o menos redacte bien y con ciertas ínfulas literarias, pueda coincidir en tiempo y espacio con sus héroes formativos. Por mucho que podamos disfrutar su trabajo en otros formatos y espacios, sería fantástico que referencias absolutas como el propio Caparrós, Lucía Taboada, Manuel Jabois, Enric González o Enrique Ballester permanecieran en las redacciones como un eslabón en la cadena de transmisión de conocimiento, experiencias y, sobre todo, batallas pérdidas. Porque qué diablos es el (buen) peridismo sino un cúmulo de batallas más o menos dignas y, esencialmente, pérdidas.
Esto, desde luego, no supone la estocada final del periodismo. Por fortuna se mantienen en pie espacios como éste, que dignifican el oficio y promueven el florecimiento de grandes contadores de historias. Y, desde luego, que no concibe un periodismo sin redacciones. El rol de los creadores de contenido, los medios emergentes y las divisiones editoriales de las propias ligas deportivas no es el de sustituir a la prensa tradicional, sino abrir todo un universo de posibilidades en el que confluyan distintas maneras de aproximarse a lo que ocurra, por ejemplo, dentro y fuera de una cancha de fútbol.
Propongo, en aras de sumarme a la lucha de resistencia, conferirle a las redacciones periodísticas el título de patrimonio intangible de la sociedad, porque por mucho que se nos intente convencer de lo contrario, un periodismo sin redacciones es como un wéstern sin puertas de vaivén.
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