1| LOS ANGRY YOUNG MEN DE LA PELOTA
Cree Quique Peinado que su libro, Futbolistas de izquierdas, «es el primero que se escribe en el mundo con esta temática tan precisa, y seguro que es el intento más exhaustivo de hablar con futbolistas de izquierdas». Ser el primero que quiere cambiar algo es difícil. Te expone a los demás, a sus miradas desconfiadas y sus críticas despiadadas, o, en el mejor de los casos, a sus elogios. Te expone, al fin y al cabo, a ser el diferente, a que te estigmaticen, a que te castiguen por tu rebeldía.
En el mundo del fútbol, los hilos se mueven de la misma manera que en la sociedad: mandan los tentáculos del dinero, los cheques en blanco de los presidentes, y las marcas de las multinacionales controlan publicidad y derechos televisivos. Así que como afirma el Gran Wyoming en el prólogo: «Si alguien se atreve a negarle la mano al tirano, a plantar cara al cacique, se convierte en loco o en violento. “Antisistema” le llaman ahora. “Rojo”, antes. Y le señalan, y le marcan, y le recuerdan que algún día pagará cara su osadía».
Por suerte, siempre ha habido —y los habrá— valientes que se revuelven contra todo; valientes que no tienen miedo a los dedos que los señalan ni a los tentáculos que les quieres controlar. Gente hecha de otra pasta. En la Literatura lo fueron los Angry Young Men, un puñado de escritores británicos que, a mediados del siglo XX, cambiaron las reglas que regían su oficio. Los dos adjetivos con que los definieron, lo dicen todo: Angry, porque dentro les bullía la rabia; Young, porque eran jóvenes que, con su acto de rebeldía, se convertían en hombres. En sus páginas, estos escritores plasmaron con palabras amargas la hipocresía y mediocridad que imperaba en el sistema sociopolítico de su tiempo y rompieron las reglas que hasta aquel momento habían regido la escritura.
“En pleno siglo XX, el futbolista profesional es el único ser humano que puede ser vendido y comprado sin contar con su opinión”, escribió en su día Kopa
La misma rabia ha sacudido a muchos futbolistas. Seguramente, a muchos más de los que han alzado la voz en el libro de Peinado. A un grupo de estos futbolistas, en Francia, la rabia les llevó a tomar Federación y redactar un manifiesto en el que reivindicaban sus derechos. Lo hicieron con la colaboración revista Miroir du Football, en la que el mítico Kopa había escrito que «en pleno siglo XX, el futbolista profesional es el único ser humano que puede ser vendido y comprado sin contar con su opinión». Por aquellas declaraciones, Kopa fue sancionado 6 meses, hecho que dejaba más claro que los futbolistas eran mercancía. Se le apartó del equipo nacional hasta que Verriest se dio cuenta de que, sin él, la selección francesa no funcionaba. Le llamó. Kopa pidió que le pidiera perdón públicamente. Verriest se negó. Kopa, entonces, decidió no volver a la selección. Su dignidad no se pagaba ni con dinero ni con fama.
2| EL MUNDIAL DEL 78
En reiteradas ocasiones, los futbolistas profesionales han sido acusados de no comprometerse ni política ni socialmente. Su trabajo consiste en jugar y son muchas las voces que afirman que viven en su propia burbuja, alejados del mundo real.
Quique Peinado le dedica uno de los capítulos más extensos al Mundial disputado en Argentina tras el golpe militar de Videla. Lo titula: Cuando el fútbol calló. Arranca así: «El 24 de marzo de 1976, los militares que se iban a convertir en la Junta que gobernaría y aterrorizaría a los argentinos hasta 1983 hicieron dos cosas: dieron un golpe de estado que acabó con el gobierno de María Estela Martínez de Perón y hablaron de fútbol». Los golpistas querían imponer normalidad, dar una imagen al resto del mundo de tranquilidad. En varios sentidos, lo consiguieron. A pesar de que los ojos de todo el mundo estaban puestos en ellos, los milicos lograron que las voces de protesta quedasen silenciadas entre las líneas de cal de los estadios.
Cuando se produjo el golpe, la selección argentina estaba de gira por Europa. Siguieron adelante con ella. Ahí comenzó una larga cadena de silencios que culminaría en la final del Mundial. «Este binomio entre la infamia y el balompié bailaría un trágico tango en verano de 1978», cuenta Peinado, «en el que el Mundial se convertiría en una de las exhibiciones más obscenas de cómo el poder podía utilizar al deporte para noquear su capacidad de reacción ante la injusticia y la muerte». Era el momento de plantarse, pero ningún futbolista quiso meter las botas en el barro. Ni tan siquiera Menotti. «Es el estado natural de las cosas en el fútbol profesional—dice Peinado—: la inmensa mayoría de sus máximos protagonistas no se mojaría ni ante una situación tan flagrante como la del Mundial del 78».
¿Qué hicieron el resto de las selecciones del mundo? Nada. Como en casi todos los momentos más duros de la Historia, fueron las mujeres las que plantaron cara: las Madres de la Plaza de Mayo, «las únicas que, cada día, con sus pañuelos en la cabeza, se plantaban pacíficamente contra el régimen». Muchas de aquellas mujeres, rotas de dolor, contaron más tarde que algunos jugadores de la selección holandesa se habían manifestado con ellas por las calles. Pero no hay prueba de ello, a pesar de que, como apunta Peinado, «no había un país en el mundo más concienciado contra la dictadura de Videla que Holanda». En realidad, los tulipanes solo dijeron que le negarían el saludo al tirano si se proclamaban campeones. A pesar de la campaña contra la dictadura de los hermanos Freek De Jonge y Vermuelen, los jugadores decidieron viajar a disputarlo. Así les despidió De Jonge: «Nadie podrá decir, como en 1936, que no lo sabíais. Iréis al Mundial como héroes, volveréis como colaboracionistas».
“Los futbolistas somos artistas, y los artistas son los únicos trabajadores que tienen más poder que sus jefes”, sostenía Sócrates, eterno revolucionario
Si los políticos del mundo no hicieron nada, ¿qué se les podía pedir a los futbolistas? Ni Suecia —a pesar del caso de Dagmar Hagelin—, ni Francia, ni España; ningún país movió ficha. Se jugó al fútbol en los estadios como si en las calles no pasase nada. Como afirma Cardeñosa, miembro de aquella selección española: «Estábamos un poco dormidos en el aspecto político». La mayoría de futbolistas no se enteró de la historia de Tamburrini, «al que torturaban llamándolo arquero»; ni de la de Rivada, «futbolista y mártir». Tampoco de cómo los milicos secuestraron Raúl Cubas, escritor al que obligaron a asistir a una rueda de prensa de Menotti «para sacarle una declaración prodictadura». Ni tan siquiera de que Cappa, uno de los pocos que se involucró, tuvo el corazón en la garganta cuando los milicos detuvieron su coche sin saber que el maletero estaba lleno de pasquines contra la dictadura.
3| BARBUDOS CON EL PUÑO EN ALTO
No siempre fue así. No siempre los futbolistas guardaron silencio. Algunos de primera línea, como Sócrates, habían sacudido el sopor que dominaba el mundo del balompié con sus declaraciones, como las que hizo en el Mundial de 1986, cuando denunció la corrupción. O las que protagonizó en numerosas ocasiones con sus míticas cintas en la cabeza pidiendo paz, ayudas a Etiopía o denunciando el Apartheid. Y con las que «redefinió el concepto de futbolista, pues fue un verdadero intelectual con botas». Además de por sus sentencias balompédicas —«El fútbol se da el lujo de permitir ganar al peor»—, Sócrates pasó a la posteridad por la celebración de sus goles: puño cerrado en alto, desafiante.
No fue el único que lo alzó. Reinaldo también lo hacía cada vez que marcaba: «Levantar el puño era un gesto revolucionario —declaró para la revista Movimiento—. Usaba el fútbol como tribuna, y sabía que los militares no me podían agredir físicamente, porque sería pegarse un tiro en el pie». Otros jugadores mostraban su descontento dejándose barbas desgreñadas o el pelo largo, como Alfonsinho. Otros iban más allá: leían y estudiaban. Medicina, en el caso de Sócrates. Estudiar no era una actividad que gustase a los mandamases del fútbol; querían que sus pupilos solo se dedicasen a dar patadas al balón. Sin pensar. Sin ser conscientes de lo que se cocinaba a su alrededor. Muchos de estos jugadores fueron castigados por descubrirse políticamente. La mayoría no volvieron a vestir los colores de su selección. Como un mal profesor que castiga al que piensa diferente, los seleccionadores dejaban de contar con ellos. Así les ocurrió a los hermanos de Zico, Nando y Edu, o al español Painho. Esa era el arma de represión: el banquillo, la exclusión, el destierro, el silencio.
Sin embargo, Sócrates lo tenía claro: «Los futbolistas somos artistas, y los artistas son los únicos trabajadores que tienen más poder que sus jefes». El inmenso poder de decir no. El que para Albert Camus significaba la máxima rebeldía. Un poder que se pagaba caro. Gilberto Gil, en 1973, se lo cantó a Alfonsinho, tras ser vetado en la Canarinha por no querer afeitarse: «Hacer un gol en este partido no es fácil, hermano». A pesar del castigo, muchos jugadores han demostrado a lo largo de la historia del fútbol que indignarse cuando algo no es justo, no es una simple elección, es una actitud ante la vida.
4| PATADAS AL SISTEMA
En la portada de Futbolistas de izquierdas aparece Sócrates calzando una boina con una estrella, al estilo Che Guevara. Una franja negra trata de esconder unos ojos que todos sabemos de quién son. Sócrates nunca se escondió y, quizás, esa valentía mezclada con su especial sensibilidad para entender el fútbol, hicieron que Peinado le rindiera este humilde homenaje al futbolista brasileño. «Mi jugador favorito es Sócrates», aseguró en una entrevista,«por su discurso intelectual, su estética, su manera de jugar al fútbol y aprender de él. Me parece un jugador que estuvo muy por encima del resto […]. Debería ser considerado parte de los intelectuales, porque tenía pensamientos verdaderamente profundos sobre la naturaleza del fútbol y de la vida. Él entendía el fútbol como un arte, y lo consideraba como una excusa para otras cosas».
No fue el único. Son muchas las historias de futbolistas que Peinado presenta en su libro. En todos los rincones del mundo ha bullido la rabia: vascos que luchan por su bandera, catalanes por su independencia, italianos, como Lucarelli, que aman el equipo de su ciudad por encima incluso del dinero. Peinado rescata historias de hombres que no tienen precio, como la de Endika, del Getxo, que con 16 años se negó a fichar por el Athletic, club al que escribió una carta en la que afirmaba que no quería participar de la mafia del fútbol. Hombres que no se venden a cheques en blanco; hombres a los que el corazón les late en la izquierda.
Las páginas del libro de Peinado están llenas de historias de futbolistas que, por revindicar sus derechos, fueron castigados. Futbolistas que cambiaron las cosas, como Metin Kurt, que anticipó la Ley Bosman y dio la libertad a los jugadores para militar en el equipo que quisieran. Peinado también recuerda la historia del Gotemburgo, «el último equipo proletario», en el que todos sus miembros curraban fuera del campo. Formación de obreros que, comandados por Sven-Goran Eriksson, ganaron la Copa de la UEFA en 1982. O la leyenda del estadio del Sankt Pauli, hasta la bandera de punkis, activistas, okupas y trabajadores que hacen ondear banderas piratas y del Che Guevara.
Karl Marx escribió que el capitalismo destruiría la naturaleza humana y daría paso a la alienación absoluta. Que el trabajador se convertiría en mera mano de obra, en una cantidad de dinero que se utilizaría para multiplicar el capital. En las páginas de Futbolistas de izquierdas aletea la esperanza de que esa alienación de la que hablaba Marx, no será total en el mundo del fútbol mientras quede un pequeño reducto de futbolistas que sigan dándole patadas al sistema.