Hay momentos en los que la vida te golpea con un breve objetivo: recordarte que, a veces, bastante tienes con caminar y respirar a la vez correctamente. En el fútbol sucede habitualmente en distintas facetas como el pase, el chut, la posición… Quizás todos estos aspectos se puedan trabajar. Sin embargo, existen otros en los que la curva de aprendizaje es más complicada. En los que tener un don natural marca la diferencia entre el éxito o el fracaso, entre las facilidades o las dificultades. Sobre el césped, la velocidad -como en el resto de cosas que pueblan nuestro día a día- es una virtud que corre sobre la fina línea del bien y el mal.
En el documento de identificación de los velocistas del fútbol deberían cambiar el número por “correcaminos”, como si de una descripción de wanderlust en Instagram se tratara. O que en su definición dentro de los diccionarios apareciera la palabra “cabrón” como sinónimo. Por aquello de que “el fútbol cada vez es más físico”, las personas rápidas entran por los ojos fácilmente. Da igual la decisión que tomen, con o sin balón. Si aciertan reciben el aplauso, como lógicamente debe ser. Pero si la cagan tampoco pasa gran cosa, ya que gracias a su don parece que su error quede enmendado. Si no lo consiguen, al menos dejan un poco de aquello que tantos aplauden: la garra. Cuando combinan cualidades físicas con técnicas el espectáculo está servido, el césped se transforma en su teatro, las idas y venidas se enderezan como su obra.
Los correcaminos generan envidia por naturaleza. Todo aquel que no puede alcanzar una gran velocidad por condiciones físicas -que no por desgana, esa es otra historia diferente- miente cuando afirma que no le importa no correr más. Lo deseamos desde lo más profundo de nuestros corazones para tener un mayor repertorio de acciones, o al menos poder quedar ‘bien’.
A la hora de la verdad, los tractores nos lo jugamos todo a una decisión y rezamos para que sea la correcta. No tenemos vuelta atrás. Si resulta ser una cagada, sabemos de sobras que no contamos con gran capacidad de corrección. Desde la rabia rogamos que ese velocista nos eche un cable porque, aunque nos duela, lo necesitamos. Se trata de una de las peores desnudeces que existen. No tanto por la evidente diferencia física, sino por el abismo existente entre la despreocupación del que no debe pensar mucho y la ansiedad del que se cuestiona diariamente su existencia.
En el documento de identificación de los velocistas del fútbol deberían cambiar el número por “correcaminos”, como si de una descripción de wanderlust en Instagram se tratara. O que en su definición dentro de los diccionarios apareciera la palabra “cabrón” como sinónimo
Rara vez el jugador lento se llevará ese aplauso del velocista por mucho que haya sido el más listo de la clase. Requiere una comprensión más grande, se trata de una capa de complejidad superior dentro del laberinto del fútbol. Sin embargo, no somos nadie para exigir a otro mayor atención cuando en muchas ocasiones el hecho de pegar patadas a un balón va estrictamente ligado a desahogarse de las frustraciones o simplemente alcanzar la desconexión a través de la diversión.
Mientras los correcaminos encuentran en su don un lugar en el que reforzarse emocionalmente si no consiguen ser Thierry Henry, a los tractores sólo nos queda una palmada en la espalda al no llegar a Juan Román Riquelme. En el caso de querer apartar el balón, por condiciones atléticas, tienen más puertas abiertas de otros deportes. En cambio, desde la otra cara de la moneda, nos lo debemos pensar más. Ni siquiera el ajedrez representa una certeza.
A pesar de todo, los velocistas son personas necesarias. Son el otro lado de la balanza que equilibra todas las cosas. Los que recuerdan que en ciertos momentos hay que dejar de lado la calma para darle ritmo a la situación. Como mínimo, intentarlo si es necesario. Un toque de atención de que las cosas, si es posible, se deben hacer al 100% de nuestras capacidades por mucho que el que haga lo que puede no esté obligado a más. Malditos correcaminos, maestros de las apariencias, pero imprescindibles compañeros de batalla. En una persona no bendecida por el don de la velocidad siempre encontraréis a alguien que intente dejaros todo preparado, especialmente a través de un pase en largo, para que podáis brillar como toca.
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Fotografía de Getty Images.