Los tres palos de la portería pueden convertirse en los barrotes de una jaula. Henry de Montherlant definió al portero como un tipo solitario que se encerraba con sus miedos tras ellos. Muchos arqueros se han sentido encarcelados, como durante años Harald Schumacher: «En el terreno de juego no puedo permanecer mucho rato en mi jaula-portería. Busco el espacio abierto, hasta la línea media, tan a menudo como es posible». Necesitaba sentir que las líneas del área no eran una frontera de cal infranqueable, «si no», escribió, «se me caen encima los postes y el larguero, y la red quiere ahogarme». Por aquellas salidas, sus compañeros lo apodaron Zappelphillip, “el inquieto”.
Para Beckenbauer, vivía encarcelado en su propio cuerpo. Sin embargo, durante gran parte de su carrera, Schumacher vivió encadenado a sus ansias de triunfo, aunque dijese que «la obligación del éxito dentro del estrés del fútbol proporciona placer». Quería coronarse como mejor portero de la historia. Convertirse en el felino que siempre atrapa su presa, el balón. Antes de cada partido, seguía el mismo ritual: las letras de Peter Maffoy en el walkman y sus amuletos —muñeco de tela, cerdito, pfennig y foto de su hijo—, en la mochila. Mimaba la victoria al detalle. Venía de abajo y sabía cuánto costaba subir. Había compaginado los entrenamientos con el oficio de herrero, jugando de delantero hasta que su madre le aconsejó que buscase un lugar tranquilo. Lo encontró en la portería, y allí se rebautizó como Toni en honor a su ídolo Turek, el primer portero de la Alemania Federal.
Bajo palos conquistó todo lo conquistable. Saboreó la fama, pero se atragantó con su amargo regusto. En el ocaso de su carrera, salió de su jaula y rompió el silencio del portero con el libro Tarjeta roja. El título no defraudó. Denunció el amiguismo del mundo del periodismo o las noches de concentración en las que «muchos se comportaban peor que los típicos turistas alemanes borrachos en un vuelo a Mallorca». Habló de las inyecciones: «En la Bundesliga, el doping tiene una larga tradición»; de los abusos de las marcas deportivas: «Los inteligentes hombres de la publicidad siempre intentan incluir en el contrato cláusulas que son auténticas imposiciones»; de los millones que el deporte de todos generaba y solo unos pocos se embolsaban: «El deporte profesional y la industria mantienen la misma relación que un ahorcado con su soga».
«Se dice que escribir es como confesarse, como una investigación interior. A mí me ofrece la posibilidad de escapar de mi aislamiento».
También ajustó cuentas consigo mismo. Admitió haber tomado sustancias dopantes y estimulantes. En sus primeros años de profesional hizo de chófer, en su R5 amarillo, de veteranos del Colonia a los que llevaba a consultas clandestinas en busca de las pastillas mágicas. «Había ciertos jugadores de la selección que se habían convertido en expertos mundiales de química vigorante. Entre ellos había un jugador muniqués al que solíamos denominar farmacia ambulante. Sabía algo de medicina y él mismo probaba las mezclas que preparaba».
Admitió amaños como en el partido contra Austria, del Mundial’ 82: «El resultado era bueno para los austriacos y para los alemanes, es decir, para los 22 jugadores que más o menos habían estado paseando por el terreno de juego. Estaba avergonzado». Sin embargo, no fue aquel momento el más vergonzoso. Sucedería en ese Mundial, días después.
EL MONSTRUO DE SEVILLA
Sevilla. Semifinales del Mundial’ 82 entre Francia y Alemania. Minuto 62. Desde medio campo, Platini filtró un pase que rompió la defensa germana. Battiston corrió más que los centrales y remató ante la salida de Schumacher. El disparo se fue lamiendo la cepa del poste derecho. El árbitro decretó saque de puerta y los franceses lo cercaron. Eso, Battiston ya no lo vio, inconsciente al borde del área. En su salida, Schumacher lo había arrollado golpeándole con la cadera en la cara. Mientras se lo llevaban en camilla, Platini le sujetaba el brazo. En ningún momento Schumacher se acercó. Durante estos angustiosos minutos, se dedicó a juguetear con el balón en la soledad de la portería.
Si ayudaba a Hugo Sánchez con sus calambres, la prensa lo tachaba de show. Si cerraba los ojos en el himno, lo criticaban. Si se negaba a conceder entrevistas, lo amenazaban.
El partido acabó con empate a tres. En la tanda de penaltis Schumacher se convirtió en el héroe parando dos lanzamientos. Los jugadores todavía no lo sabían, pero el choque pasó a los anales como uno de los mejores de la historia. Mientras los alemanes celebraban la victoria, un periodista le preguntó si sabía que Battiston había perdido los dientes. Schumacher, eufórico, contestó: «Si sólo es eso, estoy dispuesto a comprarle una prótesis dental». Acababa de convertirse en el monstruo de Sevilla. En cuestión de días, perdió sus contratos publicitarios. Su cara dejó de representar a McDonalds: nunca más fue un ejemplo para los niños. De mosquitos, según él, los periodistas crearon elefantes, y desde entonces, la grada se convirtió en un nido de avispas y la prensa en uno de víboras.
Había conquistado el mundo pero en su país le abucheaban cada vez que saltaba al campo. El héroe de los penaltis, en el segundo que duró el encontronazo, se había transformado en villano. En el blanco de todos los periodistas: «Cuando alguien es declarado un monstruo por los medios de comunicación, ya no tiene ninguna posibilidad de luchar contra ellos». Los franceses lo compararon con un «mini Hitler». Recibió decenas de llamadas telefónicas anónimas y amenazas de secuestro. Todos sus gestos en público se analizaron con lupa. Si ayudaba a Hugo Sánchez con sus calambres, la prensa lo tachaba de show. Si cerraba los ojos en el himno, lo criticaban. Si se negaba a conceder entrevistas, lo amenazaban.
Al terminar un amistoso contra Francia, en Meinau, Battiston le propuso intercambiar camisetas como símbolo de paz. Schumacher accedió pero dentro de los vestuarios, en intimidad, sin necesidad de testigos. Tiempo después, sin embargo, se vieron obligados a organizar una comida de reconciliación delante de la prensa para terminar con el calvario. «Aquello era Hollywood», escribió Schumacher. «Cientos de fotógrafos, micrófonos, cámaras, focos, cables. Era como si unos verdugos informáticos estuvieran tratando con reses en el matadero».
Duro, ferozmente competitivo, polémico, violento fueron algunos adjetivos que nunca lo abandonaron. En el siguiente Mundial, México’86, arremetió contra Rummenige, Uli Stein o Beckenbauer y a punto estuvo de ser expulsado de la concentración. Al año siguiente, su libro llegó a todas las librerías de Alemania.
LA SOLEDAD DEL PORTERO
El fútbol mantiene algo de su caballerosidad, y aquel gesto de cobardía tras el encontronazo con Battiston lo condenó. Schumacher admitió su error y lo escribió para que lo leyera todo el mundo. «Se dice que escribir es como confesarse, como una investigación interior. A mí me ofrece la posibilidad de escapar de mi aislamiento». La publicación del libro provocó que perdiera sus dos trabajos: nunca más volvió a vestir la camiseta de la Selección ni a defender la portería del Colonia. Un guardameta, sin embargo, aprende que cuando sale de sus dominios tiene que hacerlo a riesgo de su propia integridad.
No le tembló el pulso al señalar la estrecha relación que mantienen fútbol y política. «Tanto el nacionalismo como el fútbol proceden del siglo XIX. ¿Es solo una coincidencia? Aún hoy en día victoria o derrota sólo para unos cuantos pacíficos significa un resultado deportivo». Denunció el abuso que marcas y patrocinadores ejercen sobre los futbolistas. Durante toda su carrera, sufrió de rodilla oscilante y la sombra de las lesiones siempre lo acompañó. Incluso jugó la Eurocopa de Italia’80 con el dedo anular de la mano izquierda roto debido a este tipo de presiones. Para ello, su marca de guantes diseñó uno con un soporte de yeso para el dedo fracturado.
Se definió a sí mismo como un portero con las botas en el suelo. No volaba por volar: «La búsqueda de la belleza en el movimiento del portero pertenece al mundo del ballet». Tampoco le gustaban los circos fuera del campo, como el que organizaron Adidas y Puma por su nombre cuando fichó por el Colonia. Disputa que provocó que el club lo sancionase con un partido y se rompiera así su racha de 213 partidos consecutivos. Ya nunca podría alcanzar los 400 de su ídolo Sepp Meier. Aun así, gracias a su incansable ambición, logró la mayoría de sus objetivos: «He perseguido una meta», escribió. «La he alcanzado y estoy en la cumbre, pero ni así me siento satisfecho».
Cuenta Schumacher que en una ocasión se encontró con Lev Yashin en Moscú. El veterano portero ruso, ya jubilado, le dijo: «Ya tienes un sitio de honor junto a los grandes como Sepp Meier». Yashin había defendido la portería de su país hasta los cuarenta y hacía poco tiempo que había perdido una pierna por una tromboflebitis.