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El editorial del #Panenka65: Cuando perdimos la inocencia

Recuperamos el editorial de nuestro monográfico especial de verano, el #Panenka65. Un número que dedicamos completamente al fútbol noventero

Aunque el viejo fútbol se desvanecería del todo con el fin del siglo XX, todavía no habían empezado los 90 cuando perdimos la inocencia. Fue en Heysel y en Hillsborough donde los muertos tendidos sobre el césped nos enseñaron lo que ya llevábamos años sospechando: que el fútbol, ese juego que había venido para mejorar vidas, se podía parecer a un monstruo que las destruía. Antes de la llegada de los 90 ya intuíamos también que el alma del deporte se podía comprar y vender. Algo que confirmamos pronto, en el Mundial’90, viendo a estrellas cansadas correr en estadios defectuosos que habían costado el doble de lo previsto. En los 90, cuando perdimos la inocencia, cayeron telones de acero, muros físicos e ideológicos, pero se empezaron a levantar barreras financieras que harían millonarios, entre otros, a muchos futbolistas y a todavía más agentes y representantes. El libertador Bosman, paradójicamente, empobrecería el bolsillo y minaría la moral del aficionado. Mientras, en las calles, los hooligans usaban el fútbol para desempolvar a la vieja Europa sangrienta. Y esa violencia serviría como pretexto para sentarnos, subir el poder adquisitivo de las gradas y convertirnos en audiencia, en clientela. Fue en la década en la que perdimos la inocencia cuando supimos que en ese nuevo mundo que nos prometían, sin barreras ni política ni bandos, el balón ya no nos pertenecía. Fue en 1994 cuando el fútbol se marchó a hacer las Américas, no para honrar a su tradición sino para explorar nuevos ‘mercados’. Lo que antes se llamaba colonización ahora se pronunciaba globalización, y en el tórrido verano estadounidense, ante un Pelé que ahora regateaba con la cartera, Brasil volvía a reinar gracias a un pacto con el diablo: ganarás, pero dejarás de parecerte a ti mismo. Perdimos la inocencia a la velocidad a la que el juego bonito se convertía en eslogan, o a la que Roberto Baggio, uno de los últimos héroes románticos, mandaba aquel balón al cielo. Baggio, Bebeto o Hagi… Rumanía, Suecia o Bulgaria… La Croacia del ’98 o ese verano danés del ’92… Pequeños adioses de un fútbol que se iba.

 

Aunque con el fin del siglo XX nos robaran lo que nos enamoró del balón, no nos quitaron el derecho a rebobinar hasta aquella jugada que nos convence, inocentes, de que el fútbol aún vale la pena

 

Pero el recuerdo de todos ellos quedó petrificado en nuestra mente alimentada por la nostalgia, esa aliada nos cuenta solo medias verdades. Porque aunque sepamos que en aquellos años perdimos la inocencia, también sabemos que, mientras tanto, nos lo pasamos de miedo. Que con Gascoigne nos reímos y maravillamos sin importarnos lo mucho que bebiera; que si Ronaldo destrozaba defensas con su potencia no era gracias a ninguna marca de ropa deportiva, aunque hiciéramos cola para comprar su camiseta amarilla con el ‘9’; que Cantona era tan fino con el balón que le perdonamos que fuera rudo con las cabezas de los espectadores maleducados; que aunque Baggio fracasara aquel día del ’94 y su Italia no tuviera magia, nos servía un solo regate en un resumen de la Serie A para elevarlo a la categoría de mito. Que aunque con el fin del siglo XX nos robaran lo que nos enamoró del balón, no nos quitaron el derecho a rebobinar hasta aquella jugada que nos convence, inocentes, de que el fútbol aún vale la pena.