1| EL FUTBOLISTA DE LOS QUINCE MIL LIBROS
Cada libro leído marca. Cuando el lector lo cierra, horas, días o semanas después de abrirlo, ya no es el mismo. Nunca lo volverá a ser, como si algo suyo se hubiera quedado aprisionado entre las tapas. Cada página leída le ha arañado con tinta imborrable. Cada página pasada nunca volverá, pero se fue con la promesa de un futuro lleno de historias. Los días perdido entre renglones, las horas naufragando sobre párrafos o los segundos prendido de un adjetivo han cambiado al lector para siempre. Tras el punto final, esa lectura, posiblemente, llevará a otra. Y esta, a otra más. El orden en que se vayan abriendo los libros influirá decisivamente en la profundidad del arañazo. Lo más importante, sin embargo, es leerlos sin prejuicios: solo así el libro contará su historia con la franqueza de un amigo.
Conocía la de que Miguel Pardeza era un ávido lector. Que un futbolista tenga las paredes de su casa alicatadas de libros —más de quince mil volúmenes para ser más exactos— es una noticia que no pasa desapercibida en el mundo del fútbol. No abundan los jugadores que lean con esa avidez, o, si los hay, no hacen alardes de su afición. La primera vez que lo leí fue en el prólogo que abría la colección de poemas dedicados al fútbol, Un rectángulo de hierba, antologados por el poeta Francisco J. Uriz. En aquellas pocas páginas, el Ratoncito Pardeza demostraba que se manejaba tan bien con la pluma en la mano como con el balón en los pies. Que en los pasillos de una biblioteca se movía tan a gusto como en los de la banda. «En mis días», recuerda, «ha sido una constante moverme en dos mundos aparentemente enfrentados: el del balón y el de la cultura».
En Torneo, su primer libro —un ensayo autobiográfico de formación—, queda claro que estos dos mundos históricamente enfrentados han afianzado su unión. Como él mismo afirma, «el fútbol ha dejado de ser para muchos esa especie de aberración que ofende los instintos más refinados. […] Por fortuna, fútbol y literatura no son enemigos tan abiertos como parece que han venido siendo tanto tiempo». Además de esa reconciliación entre pelota y patada, el texto de Pardeza busca reconciliarse con el niño que fue. En el prólogo, comenta las intenciones del libro. Pardeza no quería escribir un libro de fútbol, aunque la pasión por el balón vertebre el texto. Tampoco ceñirse solo a sus recuerdos; quería escribir sobre la cara B del sueño de ser futbolista, esa que pocas veces conocemos los aficionados.
2| LA CARA B DE UN SUEÑO
En Juego, luego existo, artículo que publicó en El País en 1989, Pardeza afirmaba que «el futbolista inactivo no es más que un comentario marginal, un dato estadístico, quizás la añoranza de algunos. El jugador que no juega, no existe». Una lesión, toda una carrera relegada al banquillo o la retirada son momentos en los que el futbolista deja de ser. En algunos casos, ni siquiera llega a ser: muchos jugadores no alcanzan el sueño y se pierden olvidados en las cunetas de la carretera hacia el éxito.
Muchas han sido las novelas españolas que abordaron este tema: el sueño de ser futbolista convertido en pesadilla. En 1931, Zunzunegui, con Chiripi, contó la historia de un delantero del Athletic que cae en desgracia por una lesión. Treinta años más tarde, Antonio Zúñiga publicaba Pan y fútbol, novela con una trama similar, esta vez con un futbolista del Valencia. Un año más tarde, en 1962, fue Luciano Castañón —exjugador profesional— el que publicó Los días como pájaros, novela de formación en la que, como Pardeza, contó su ascenso hasta el primer equipo del Sporting y la mala vida a la que la fama y el dinero empujó a muchos de sus compañeros. Recientemente, Ramiro Pinilla publicó Aquella edad inolvidable, novela en la que la desgracia se cebaba con El Botas, delantero del Athletic.
Es la cara B del sueño, la que pocas veces se cuenta en los medios. La única que, en realidad, merece ser contada. La otra —como dice Pardeza— puede rastrearse en hemerotecas. En las páginas de Torneo aparecen los monstruos que engendra el sueño, esos con los que tuvo que lidiar el joven Pardeza con solo catorce años. A esa edad, tras disputar un torneo organizado por TVE en que fue nombrado mejor jugador, se formó una selección con los mejores jugadores. Él fue el capitán. Días más tarde, un ojeador del Real Madrid apareció en el taller de su padre. Este, reacio a que su hijo abandonase el hogar, al final, terminó aceptando la oferta. El sueño del hijo no tenía precio.
Pardeza hizo la maleta y se fue de La Palma. Se arrancó las raíces: «Hay cordones umbilicales que, una vez rotos, son imposibles de restaurar y que, en definitiva, quien pierde joven las raíces las pierde para siempre». Perdió su infancia en la búsqueda de su sueño, una persecución que le condujo hasta el corazón de Madrid. Aunque alejado de familia y amigos, nunca estuvo del todo solo: en la maleta cargaba con algunos libros.«La literatura ha sido el mejor compañero de viaje», recuerda. «He tenido la suerte de entenderme con ella y obtener recompensas que no he tenido de otras maneras».
Desde aquel momento, la lectura se convirtió en la mejor amiga de un joven que, en la inmensidad de la ciudad, buscaba aplacar su gran miedo: no llegar a convertirse en futbolista profesional.
3| LA FORJA DE UN FUTBOLISTA
«Por más que sintiera una enorme dicha, algo en mí me decía que acababa de cruzar una línea de sombra». Correr tras el sueño de convertirte en futbolista es una carrera en la que compiten muchos y muy pocos cruzan la línea de meta. En la galdoniana pensión Ideal, Pardeza conoció a muchos otros jóvenes que, como él, ansiaban el mismo objetivo: llegar al primer equipo del Real Madrid. Él era un niño solitario, encerrado en los libros, acomplejado por su corta estatura y, sobre todo, con una carga de responsabilidad enorme sobre sus hombros. Carga que, muchas veces, le acrecentaron sus lecturas. Leía compulsivamente en sus horas de soledad y, a esa edad, ciertas lecturas fueron difíciles de digerir y acomodar en la mente de un adolescente. Los libros, al fin y al cabo, no dan respuestas sino que plantean preguntas.
«Mientras los sábados intentaba golear al Villaverde, al Carabanchel o al Rayo Vallecano», recuerda, «en unos campos de arena a veces impracticables por los charcos que formaban las lluvias, los domingos bajaba por la calle Atocha, me paraba en las bateas de la cuesta Moyano, compraba un par de libros y me iba a los campos de la Chopera». Poco a poco iba encontrando las voces. Pasó de los cómics a los libros de esoterismo y de estos saltó a los ensayos filosóficos, a las novelas, a la poesía. No salía de fiesta, apenas se relacionaba con chicas y con los compañeros de la pensión Ideal era más bien distante. No le gustaban los grupos ni las etiquetas. Como él mismo recuerda, era un niño individualista y un tanto pedante que tenía miedo a disfrutar de la vida, a arriesgar y equivocarse, pavor a salirse del camino que, desde niño, se había marcado.
Escribía engorrosos poemas, emborronaba páginas y páginas de su diario. Devoraba los libros. Y jugaba al fútbol. Los entrenamientos se endurecieron, los entrenadores le exigieron más. Poco a poco aprendió valiosas lecciones:«Intuí que el fútbol nunca se acaba con el último silbido y que éste seguía jugándose en distintos planos que nada tenían que ver con el real». Repensaba los partidos, revivía las jugadas una y otra vez. Fue depurando su estilo como futbolista. Él siempre había sido individualista en el campo, pero aprendió que el fútbol es un juego colectivo y que la victoria individual también depende de la dinámica del equipo. Convivir en el hostal Ideal le hizo abrirse a los demás. Comenzó a dejar atrás el yo, muy lentamente, para tomar consciencia del nosotros.
En un año en el hostal, pasó al juvenil y, al siguiente, le subieron directamente al juvenil A. Míchel, Sanchís y Martín Vázquez le esperaban. Comenzó a planear sobre Madrid una quinta que escribiría un capítulo dorado de la historia del fútbol español. Un año después, Pardeza hizo la pretemporada con el Castilla. Tuvo suerte. Y trabajó buscándola. Cumplió su sueño en diciembre de 1983: debutó con el primer equipo del Real Madrid. Fueron solo siete minutos contra el Espanyol. Tenía 18 años y, al fin, supo a qué sabían los sueños. Pero también conoció su precio.
4| JUGAR EN LOS EXTREMOS: LA PELOTA Y LA PLUMA
Los extremos son futbolistas que juegan apartados del resto de compañeros. Esperan su oportunidad escorados en los márgenes del rectángulo de hierba. Mientras ven cómo se juega la batalla del centro del campo, agujerean con los tacos la blanca línea de cal. Siempre abiertos, estiran el campo, oxigenan el juego de su equipo y, en cuanto ven un hueco, sacan la navaja y apuñalan sin piedad el corazón de la defensa rival. Cabalgan en solitario por los largos senderos de la banda, como salteadores de olvidados caminos polvorientos que, al menor descuido, se meten hasta la cocina y salen de ella con el botín del gol.
Pardeza también se movía como un extremo en la vida: siempre un poco al margen, solitario, viendo cómo los demás jugaban el partido de la vida desde la lejanía. Jugó su torneo vital fundamentalmente en dos planos: en el campo de fútbol y en las páginas de los libros. Aprendió que el fútbol consistía en jugar con una pelota y escribir, en hacerlo con las palabras. Decía Cortázar que la literatura era un juego, pero uno en el que podíamos dejarnos la vida. Para alcanzar el sueño de ser futbolista, Pardeza tuvo que jugarse la infancia y la adolescencia. Son muchos los escritores que afirman que un partido es una de las representaciones más fieles de la vida: en sus noventa minutos, cabe el milagro después de la derrota o la derrota después del milagro, el villano, el héroe, la suerte y el destino. Los botes del balón, ingobernables como los giros de la vida, marcan el destino del futbolista.
«Jugar al fútbol», afirma Miguel Pardeza, «como escribir o amar, siempre resultaba más sencillo dentro de las fronteras de lo teórico que en los predios de la realidad». Para él, la escritura y el fútbol son un espejo donde se refleja el que se atreve a mirarse. Dime cómo juegas y te diré cómo vives: el joven y atribulado Pardeza lo hacía siempre alejado de las multitudes, fuera de los grupos, solo con sus libros. Había tomado una determinación. «En cuanto al fútbol, lo tenía decidido: jugar sería la expresión de mis sentimientos». Con Torneo, ha demostrado que sigue esa máxima también en la escritura. Como él mismo afirma, «el fútbol, al fin y al cabo, es una forma de lenguaje»