Ese 6 de agosto del año 1945 Johnny era un saco de huesos. Quizás pesaba menos de 40 quilos. Usaba unos harapos sucios como ropa interior y solo conservaba una camisa del ejército inglés, que le había entregado un compañero de armas antes de morir. No usaba pantalones, calzaba unas alpargatas y llevaba un viejo sombrero del ejército australiano para taparse del sol. Tenía la piel dura, tostada, como un pergamino. Y estaba llena de cicatrices, recuerdo de los centenares de golpes que recibió con una caña de bambú. “Era un esqueleto, un muerto que caminaba”, recordaría él mismo. Aquella mañana de agosto Johnny Sherwood se encontraba trabajando en una fábrica de productos químicos. Junto a otros prisioneros de guerra, le tocaba arrastrar vagonetas. Johnny había sido capturado por los japoneses tres años antes en Singapur, cuando los británicos, siempre orgullosos, solo sufrían derrotas en la guerra. A Johnny lo habían mandado al campo 25-B en la localidad de Omuta, al lado de una fábrica donde ahora, tras ser capturado por el enemigo, le tocaba trabajar esclavizado.
Fue esa misma mañana cuando escuchó el estruendo. “No puedo recordar qué hora era, pero recuerdo muy claramente el gran estruendo que escuchamos”, recordó Johnny. “Fue tan fuerte que instintivamente agaché la cabeza durante unos segundos. Cuando abrí los ojos y miré hacia la ciudad de Nagasaki en la distancia, vi una nube negra que se elevaba en espiral y luego hacia afuera en la parte superior en forma de hongo. Observé que el negro se volvía gris a medida que se elevaba cada vez más; luego, entre el gris, vi destellos multicolores como hermosas joyas en el cielo”. Sherwood había presenciado el lanzamiento de la segunda bomba atómica de la historia. La fábrica donde estaba trabajando se situaba en la costa de Omuta, al otro lado de la bahía de Nagasaki. Una distancia suficientemente grande para que los efectos de la bomba no le afectasen. Johnny se acababa de salvar, otra vez, por los pelos. “Mi madre me llamaba ‘lucky Johnny’ ya antes de la guerra”, decía este inglés. Porque sí. Pese a todo, era un tipo con suerte.
Cuando Johnny volvió a Inglaterra en noviembre de 1945, solamente tenía tres cosas en la cabeza. La primera, abrazar a los suyos. La segunda, tomarse una pinta en el pub que regentaba su familia. Y la última, ir al estadio de Elm Park para reclamar lo que era suyo: la titularidad en el Reading FC. “El fútbol siempre fue mi vida. Incluso en los momentos más duros siendo prisionero, lo tenía en la cabeza. Soñaba con partidos, recordaba goles, imaginaba que volvía a jugar”, escribiría Sherwood, fallecido en 1985, en sus memorias. Y sí, volvió a jugar. Tenías que ser un tipo muy duro para sobrevivir a los peores campos de prisioneros durante tres años y, pese a todo, volver a practicar deporte. Pero Johnny era especial. Aunque ni su misma familia fue consciente de ello en su momento.
Una tarde, un guardia le pidió que le enseñara algunos trucos con el balón a cambio de darle un poco de comida. “Y cumplió su palabra”, explicaría Johnny, que en ocasiones la guardaba para compañeros enfermos. Él mismo casi falleció por culpa de la malaria
Su nieto, Michael Doe, no supo de las desventuras de su abuelo hasta el año 2012, cuando encontró en una vieja caja un manuscrito titulado Alrededor del mundo. Durante los últimos años de su vida, Johnny Sherwood había escrito sus memorias. “Cuando lo leímos en casa no nos podíamos creer que hubiera vivido esas aventuras. Así que hablamos con periodistas y editoriales para poder convertir sus memorias en un libro”, explica Michael. El libro, Lucky Johnny, se publicó en 2014 y sirvió para recuperar una historia novelesca.
De niño, Johnny ya era un buen futbolista. Lo descubrieron jugando en el parque delante de casa. Nunca supo quien dio el chivatazo, pero un día llegaron a casa dos directivos del Reading queriendo fichar al chico. El padre, hincha del club, aceptó. Eran la típica familia trabajadora inglesa de la época, con once hijos, y todos vivían cerca del pub que regentaban para ganarse el pan. Johnny era un delantero de la vieja escuela. Tenía un corpachón importante y le encantaba chocar con los porteros rivales. En el Reading le compraron sus primeras botas de fútbol y pronto llegó al primer equipo, donde impresionó. Los ‘Royals‘ jugaban entonces en tercera, pero con aspiraciones de subir a segunda. En 1938, al muchacho le llegó una invitación para formar parte del Corinthians Islington. Se trataba de un combinado de jugadores amateurs creado en 1932 por un político local, Tom Smith, pensado para jugar amistosos con fines benéficos. En 1936, derrotaron en el estadio de Highbury a la selección olímpica china, que estaba de viaje hacia los Juegos de Berlín. En la cena posterior al partido, los chinos invitaron al Corinthians Islington a jugar en su país. Y así se organizo una gira que duró más de medio año durante la temporada 1937-38, con 95 partidos en lugares como Egipto, India, Birmania, Malasia, Singapur, Vietnam, Filipinas, China, Japón, Estados Unidos o Canadá. Aquellos jugadores dieron la vuelta al mundo. Johnny jugaría 71 de esos 95 partidos, marcando 70 goles. “Cuando éramos niños nos hablaba de esos partidos, de lo que vivió. De cómo el ejército los escoltó cuando viajaron de la India a Birmania por pasos de montaña llenos de bandidos”, explica su nieto. Johnny no podía imaginar entonces que volvería a muchos de esos escenarios con otro uniforme: el militar.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Johnny estaba en el mejor momento de su vida. Metía goles, la prensa hablaba del interés que algunos equipos de primera tenían en pescarle y se había casado con Christine, una chica que había ganado el concurso de Miss Reading. El primer hijo de la pareja, Philip, había nacido en 1938. Y Christine esperaba una niña cuando se despidió de su marido en el puerto de Southampton. Sherwood se alistó en un regimiento de artillería que fue enviado a la ciudad de Basora, en Irak. Aunque cuando se encontraban viajando hacía Mesopotamia, llegó la noticia del ataque japonés a Pearl Harbour. Japón y Estados Unidos entraban en la guerra y se abría un nuevo frente en el Pacífico. Así que el regimiento de Sherwood nunca llegó a Basora, ya que fue desviado hacia Singapur, una de las joyas de la corona del Imperio Británico. La ciudad, después de un largo asedio de los japoneses, estaba capitulando. Empezaba el infierno para Johnny.
En el patio de la cárcel, Johnny organizó partidos de fútbol, aunque duró poco: a todos los mandaron a campos de prisioneros en la selva para que fuesen la mano de obra en la construcción de una linea de tren entre Birmania y Tailandia
Los soldados aliados fueron encerrados en la cárcel de Changi, dónde empezaron las torturas. Allí, Johnny reconoció a un guardia: había jugado contra él en Yokohama, en la gira del Corinthians Islington. Los dos se miraron y no dijeron nada. Johnny tenía miedo de ser torturado y el chico japonés parecía avergonzado por lo que estaba sucediendo. En el patio de la cárcel, Johnny organizó partidos de fútbol, aunque duró poco: a todos los mandaron a campos de prisioneros en la selva para que fuesen la mano de obra en la construcción de una linea de tren entre Birmania y Tailandia. Un lugar cruel que se haría famoso años más tarde gracias a la película El puente sobre el rio Kwai. Sí, Johnny estuvo allí, en ese río. Cuando se estrenó el film en 1957, Sherwood fue al cine con sus familiares y se limitó a decir que la realidad había sido aún peor.
En el campo de prisioneros, los japoneses parecían disfrutar torciendo la voluntad de sus enemigos, a los que sometían a un régimen salvaje. La alimentación era escasa y las horas de trabajo, demasiadas. Cualquiera que fuera sorprendido robando, incluso algo tan insignificante como una hoja de repollo, recibía como castigo una paliza brutal, normalmente con las temibles varas de caña de bambú que cargaban los captores. A Johnny le tocó alguna vez. En una ocasión, recibió golpes durante más de 30 minutos. “No debías llorar, ni chillar, ni mostrar odio. Eso era peor. Lo mejor era aguantar los golpes con la mirada baja hasta que te derrumbabas”, rememoraría después. Cada día fallecían muchos prisioneros. Todos tenían úlceras, llagas y perdían peso. Pese a ello, les obligaba a ir a construir los puentes para el ferrocarril. Más de una vez tocó volver a levantar un puente ya creado, pues los ingenieros japoneses cometieron el error de usar madera y bambú recién tallado, aún muy verde. “Muchos de estos puentes se derrumbaron, algunos de ellos llevándose trenes completos con ellos”, se lee en el libro de Johnny.
En medio de ese infierno, el fútbol fue un alivio. Cuando los japoneses se enteraron que entre los prisioneros había un futbolista, se acercaron para hablar con él con una sonrisa. Sherwood les habló de su paso por Japón con el Corinthians Islington, recordando el partido en Yokohama donde estrechó la mano del general Hideki Tojo. “El general Tojo es ahora primer ministro de Japón”, le respondió un guardia. “A partir de ese momento, este sargento japonés haría cualquier cosa por mí. De hecho, me salvaría la vida”. Incluso se organizaron partidos de fútbol, que solían ganar los japoneses básicamente porque podían correr más. Los ingleses encajaban las derrotas felices, pues así no eran torturados. “Era muy duro ver lo amigables que eran mientras jugábamos el partido. Horas después, estaban torturando con crueldad a compañeros”, rememoró Johnny. Una tarde, otro guardia le pidió que le enseñara algunos trucos con el balón a cambio de darle un poco de comida. “Y cumplió su palabra”, explicaría Johnny, que en ocasiones la guardaba para compañeros enfermos. Él mismo casi falleció por culpa de la malaria. “Ya tenían el saco listo para poner mi cuerpo”, bromearía un chico que durante toda su vida recibió cartas de otros supervivientes, que lo recordaban como una figura clave en el campo de prisioneros, pues siempre mantenía la moral alta con sus bromas.
Sherwood saltó al agua y se aferró a un trozo de madera flotante durante 17 horas junto a seis supervivientes más, antes de ser recogidos por un barco. Cuando lo vieron aparecer, rezó para que fuese una nave americana. Pero no, era un ballenero japonés. Johnny acabó sufriendo once meses más de trabajos forzados
En agosto de 1944, decidieron transportar a los prisioneros a Japón. Esto implicó una travesía arriesgada por el mar de China Meridional, donde los submarinos estadounidenses acechaban a la espera de los convoyes japoneses. Sherwood, junto a más de 900 prisioneros de guerra británicos, australianos y neerlandeses, fue embarcado en el Kachidoki Maru, un barco de transporte norteamericano que los japoneses habían capturado. “Nos metieron atados en las bodegas, como animales. No había espacio, el olor era horrible, pero que, por las enfermedades, muchos tenían la barriga mal y no te dejaban ir al lavabo”, recordó. Cuando el convoy navegaba cerca de la isla china de Hainan, los submarinos atacaron. Gracias a su condición de sargento de comedor, Johnhy estaba en cubierta cuando recibieron dos impactos directos de torpedos. Más de 800 hombres quedaron atrapados en la bodega: “Miré por la escotilla y mi corazón dio un vuelco al ver esos rostros delgados contorsionados por la angustia y el terror. Ver a esos hombres con los brazos extendidos, tratando desesperadamente en vano de subir por la escalera. No pude hacer nada para ayudarlos. Nunca olvidaré ese momento. Lo veo en todas mis pesadillas”. Con en el tiempo se supo que Estados Unidos sabía que en esos barcos habían prisioneros de guerra. Pero atacaron igual, pues también habían tropas japonesas, minerales que usaban en la fabricación de armamento y las cenizas de soldados japoneses fallecidos en combate. Su tumba final fue el mar.
Sherwood saltó al agua y se aferró a un trozo de madera flotante durante 17 horas junto a seis supervivientes más, antes de ser recogidos por un barco. Cuando lo vieron aparecer, rezó para que fuese una nave americana. Pero no, era un ballenero japonés. Johnny acabó sufriendo once meses más de trabajos forzados cerca de Nagasaki, hasta una mañana de agosto que los bombarderos B-29 lanzaron panfletos en vez de bombas. “El Ejército Imperial Japonés se ha rendido incondicionalmente”, se podía leer en esos papeles. Habían pasado cinco días desde la explosión de la bomba en Nagasaki.
Cuando pisó suelo inglés cuatro años después de partir, Johnny fue recibido por su esposa, su hijo y la pequeña Sandra, a la que no había conocido, pues estaba en la barriga de Christine cuando él marchó a la guerra. Johnny se puso a trabajar en el pub de sus padres y recuperó su lugar en el primer equipo de Reading. Después defendería los colores del Aldershot y el Crystal Palace, aunque jamás pudo completar 90 minutos. Su cuerpo quedó marcado por esos tres años de torturas. Cuando se retiró, se convirtió en corredor de apuestas. Parecía el marido, padre y abuelo ideal, aunque por dentro sufría. “Incluso con 60 años jugaba partidos con nosotros y veías que dominaba el juego”, explica su nieto, que jamás olvidó una anécdota: “Siempre nos decía que no debíamos comprar nada japonés. Cuando un primo compró un coche Toyota, él jamás se quiso subir”. El pasado seguía allí, agazapado, doloroso. Cada noche, Johnny se despertaba gritando. Los sedantes no ayudaron, así que decidió escribirlo todo. Día tras día, durante años, se retiró a su pequeña habitación para enfrentarse al doloroso pasado. Funcionó. Sus pesadillas se redujeron. El último capítulo lo terminó en 1984, un año antes de fallecer por un infarto. Escribir le dio paz. Esas páginas amarillentas que quedaron escondidas en una caja las escribió para él mismo, sin imaginar que acabarían convertidas en un libro.
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