A menudo decimos que el fútbol debe dar ejemplo. Que un deporte globalizado y que aglutina las miradas de tantos millones de personas debe preocuparse por la imagen que proyecta. Porque, a menudo, el fútbol es una metáfora de la sociedad que somos. Un fenómeno de tal magnitud, pues, debe dar ejemplo. Estos días hemos pensado mucho en esto. Nos hemos preguntado si la competición tiene que volver a toda costa. Cómo puede el fútbol disponer de tanto material sanitario, de tantos tests diarios, de tantas medidas de clase vip si el resto de la población, y en especial los sanitarios y el personal que trabaja en primera línea, no dispone de todo ello. Hemos visto, incluso, a futbolistas mostrándose contrarios a tener un trato distinto al del resto de la población. Loable. La posible vuelta de los campeonatos ha provocado dilemas de toda clase. No podemos olvidar la salud de los futbolistas y del personal involucrado. No podemos olvidar que somos los aficionados los que le damos sentido a esto. ¿Está, pues, el interés económico por delante de todo? Sí, por desgracia, el interés económico está por delante de todo. En el fútbol y en la sociedad. Pero esa no puede ser la única forma de analizarlo.
Creo que hay que aprovechar esta crisis para refundar el fútbol: para devolverle sus valores primigenios, para arrancarle la costra de intereses y corruptelas, para elevar su verdadera esencia. Pero, de igual modo, hay que aprovechar esta crisis para refundar nuestro modelo de sociedad: el que destruye el planeta, el que deja atrás al lábil, el que rinde culto a lo material, el que devora nuestro tiempo. El capitalismo feroz deber ser revisado. Todo va de la mano.
Pero, mientras tanto, el planeta sigue girando. Hemos congelado las calles, vaciado los parques, renunciado a los abrazos, prescindido de la cultura en directo y extirpado las emociones de las gradas. Estamos apretando los dientes durante una sempiterna cuarentena deseando que nos abran la puerta de una puta vez para recuperarlo todo en un grito. Pero no. Ahí fuera nada volverá a ser como antes. Saldremos enérgicos, para retomar la vida ahí donde la dejamos, pero no estará. Deberemos adaptarnos a la nueva. No queda otra. Habrá que aprender a disfrutar de restaurantes semi vacíos, de fiestas mayores sin verbenas, de visitas a los abuelos a distancia, de conciertos online o de besos al aire. Al menos durante un largo tiempo, toca ser conformistas y aprender a emocionarnos con pequeñísimas dosis de lo que éramos. Porque si la alternativa es seguir escondidos en la trinchera, doce, quince o dieciocho meses, renunciando a todo hasta que haya una vacuna, yo prefiero al menos disfrutar de ese uno por ciento de vida.
Y quizá con el fútbol toca lo mismo -más allá de los motivos económicos y estructurales-. Toca aprender a gritar un gol sin el abrazo con el compañero. Y toca sufrir desde el sofá sin poder desgañitarse en la grada. Porque el regreso de un espectáculo desangelado puede ser un buen ejemplo para ilustrar lo que habrá a partir de ahora. Si a menudo el fútbol es una buena metáfora de la sociedad, esta vez también puede serlo. El fútbol puede ser ejemplo y nos puede enseñar a entender y a asumir lo que nos espera ahí afuera. Puede ser una buena herramienta para mostrarnos el camino de una larga resignación. Un fútbol que -por supuesto- nadie desea, sin alma, sin público, pero vivo. Al menos vivo. Hemos sabido que, como mínimo, hasta 2021 no volveremos a las gradas y hay quien aboga por no retomarlo hasta que no podamos llenar los estadios, pero a mí me parece imposible asumir tantos meses sin el balón rodando. Yo prefiero -siempre que se aseguren las garantías sanitarias-, al menos, disfrutar de ese uno por ciento de fútbol, de ese uno por ciento de vida.
Quiero volver a abrazar a mis padres, pero me conformaré con verlos a dos metros, cuando sea posible. Y quiero volver al estadio, de la mano de mi hijo, pero me conformaré con ver la pelota a ras de césped, silenciosa, apretando los dientes deseando recuperar la verdadera esencia de lo que siempre ha sido.