“Nuestra moral se construye entre los dos arcos. Nos crían en ciertos valores admirables y perversos y podemos elegir entre ser leales a ellos o a la gente que cruzamos en el camino.” Osvaldo Soriano
El 9 de agosto de 1942, en plena ocupación nazi de Ucrania, el FC Start, un combinado de panaderos y exjugadores del Dinamo de Kiev agrupados por Iosif Kordik y Mykola Trusevych, protagonizó frente al Flakelf alemán el mítico encuentro que pasaría a ser recordado como “el partido de la muerte”. Para los nazis el fútbol era una cuestión de Estado. “Ganar un partido tiene más importancia para la gente que conquistar una ciudad en el Este”, escribió el ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, en el esplendor de la guerra; por ello, el conjunto germano estaba conformado por robustos aviadores de élite de la Luftwaffe. Días atrás, los jugadores ucranianos le habían propinado una escandalosa goleada por 5-1 a los nazis. El ego herido de la raza aria solicitó de inmediato una ocasión para resarcirse. Las condiciones de esta revancha no podían ser más asimétricas: once jugadores hambrientos y demacrados por la guerra debían enfrentar a once oficiales nazis descansados y bien alimentados; como era previsible, en esta ocasión también debían enfrentar a un colegiado designado por el Reich, el cual permitiría desde el pitazo inicial toda suerte de agresiones en su contra. Minutos antes de que iniciara el encuentro, un oficial de la SS visitó el camerino de los jugadores del FC Start y les advirtió de las consecuencias de ganar el partido: si lo hacían, morirían. Los once panaderos entraron famélicos y resignados a perder, pero sobre el césped, en esa llanura verde donde la pelota rueda y vuela, donde el tiempo durante 90 minutos deja de ser tiempo, esos once hombres no pudieron aguantarse las ganas de jugar dignamente al fútbol, el deporte más hermoso del mundo. Es cierto, debían jugar al fútbol porque en sus botines respiraba la esperanza de una tierra acosada por fascistas, porque eran un símbolo de la resistencia. Pero jugaron también por esa otra libertad, la libertad del cuerpo; por la alegría de jugar porque sí. Ganaron el encuentro por 5-3. Meses después, la mayoría de los once hombres que protagonizaron la gesta caerían abatidos por balas alemanas en el campo de concentración de Syrets. La literatura nazi ha sido siempre una prosopopeya del horror.
En plena ocupación nazi de Ucrania, el FC Start, un combinado de panaderos y exjugadores del Dinamo de Kiev, protagonizó frente al Flakelf alemán el mítico encuentro que pasaría a ser recordado como “el partido de la muerte”
Según relatan Petro Severov y Naum Khalemsky en su libro El último duelo (1959), la jugada más entrañable del encuentro no fue precisamente un gol del FC Start: el extremo izquierdo, Alexei Klimenko, recibe la pelota cerca de la media cancha. Hace un amague, cambia el ritmo narrativo, hace otro amague y se perfila en paralelo a la línea de banda. Un jugador alemán sale a marcarle el paso. Klimenko abre un paréntesis. Lo rebasa. Klimenko cierra el paréntesis. Da pasos cortos y raudos, elípticos. El jugador ucraniano traslada la escena al terreno de la zaga contraria, dejando en el camino a tantas piernas fascistas como su hambre y su determinación le permiten. Los ojos del público siguen en plano corto a este panadero venido a futbolista y aún se debaten entre la exclamación y los tres puntos suspensivos. Klimenko deja entrecomillados a los dos centrales del Reich y ahora solo el arquero se interpone entre sus botines y la gloria.
El extremo gambetea por la izquierda y vence al arquero que se juega el poste más largo. Desde los palcos, las medallas de los oficiales nazis se reducen a un punitivo signo de interrogación sobre el uniforme verde olivo. Klimenko pone la pelota con firmeza sobre la línea de cal, aquella frontera imponderable donde acaba el lenguaje y empieza el gol. Respira. Él quiere hacer otra cosa. Mira fijamente a sus adversarios, a sus compañeros más atrás, a la gente expectante en las tribunas; mira un cielo fracturado por misiles. Quiere intentar algo más, superar las dicotomías: ¿fallar o anotar?, ¿ser víctima o victimario? En vez de empujar el balón a las redes decide patearlo con fuerza hacia el centro del campo. Ha elegido fabricar una metáfora. Aún no se cumplían los 90 minutos reglamentarios, sin embargo el árbitro decide dar por terminado el encuentro. ¿Futbol de prosa o futbol de poesía? Alexei Klimenko ahora escribe versos entre las cláusulas de la vida y las letanías de la muerte.
Minutos antes de que iniciara el encuentro, un oficial de la SS visitó el camerino de los jugadores del FC Start y les advirtió de las consecuencias de ganar el partido: si lo hacían, morirían
El tercer Reich no pudo soportar ese gol fallado deliberadamente. Acaso por ello, el jugador más joven del equipo fue asesinado cobardemente luego del encuentro, de un tiro seco en su cabeza. Es cierto, hay quienes han perdido la vida en una metáfora. Klimenko ejecutó con valentía y el borde interno de su botín, una de las mayores afrentas al fascismo en la historia: solo ante el umbral supo perdonar a sus verdugos.
Un discreto monumento en Kiev quiere hacernos recordar que a menudo las batallas del hombre cesan con un simple gesto de locura, y el hecho para nada trivial, de que futbol pueda ser como soñaba Antonio Gramsci: “el reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”.