Uruguay 1 – Dinamarca 6
(8/6/1986, Estadio Neza, Nezahualcóyotl)
1-0 Eljkaer (11); 2-0 Lerby (41); 2-1 Francescoli (45 – pen); 3-1 Laudrup; 4-1 Eljkaer (67); 5-1 Eljkaer (80); 6-1 J. Olsen (88)
Hoy sabemos que los vikingos llegaron a América varios siglos antes que Colón. Hay evidencias arqueológicas que lo demuestran. Entre ellas, las marcas que dejó una tormenta solar a finales del siglo X en algunos árboles talados poco después con herramientas metálicas (que solo se conocían entonces en Europa).
Un milenio más tarde, en el verano de 1986, otra tormenta se desató sobre tierras americanas, cayendo de lleno sobre el estadio Neza, a las afueras de Ciudad de México. Pero esta vez no fue el Sol el que la provocó. Fueron los descendientes de aquellos vikingos quienes la trajeron. Ellos eran la tormenta que se llevó por delante las ilusiones mundialistas de un grupo de aguerridos uruguayos. No sabemos si, como aquella de hace diez siglos, habrá dejado huellas de radiación en la vegetación de la zona. Pero desde luego, quedó grabada para siempre en la memoria de los que vimos ese partido.
Dinamarca debutaba en un Mundial y era a priori la cenicienta de un grupo de la muerte con dos campeonas del mundo (Alemania y Uruguay) y la siempre peligrosa Escocia. Ganó los tres partidos. Pero este del 8 de junio contra los platenses marcó un punto de inflexión en la historia futbolística de este pequeño país.
Antes de eso solo habían asomado la cabeza en la Eurocopa del 84, llegando a semifinales con un equipo joven en el que ya despuntaban Soren Lerby, Eljkaer Larsen y un tal Michael Laudrup. Pero fue en México donde definitivamente mostraron de lo que eran capaces y se sentaron a comer en la mesa de los mayores.
Llegaban en oleadas de siete u ocho jugadores, arengadas por un Morten Olsen imperial y dirigidas magistralmente por Lerby. Laudrup ponía la magia y un Eljkaer Larsen desatado robaba, se desmarcaba por ambas bandas, asistía y goleaba
Aquella tarde, en el estadio Neza, le hicieron un set a Uruguay sin despeinarse. Y pudieron ser más. Alguien podrá decir que la expulsión (justa) de Bossio en la primera parte condicionó el partido. Cierto. Pero es que antes de la expulsión Dinamarca ya se había adelantado en el marcador y estaba demoliendo literalmente a los sudamericanos con un fútbol total que era coreado con ‘olés’ desde la grada. Llegaban en oleadas de siete u ocho jugadores, arengadas por un Morten Olsen imperial y dirigidas magistralmente por Lerby. Combinaban los pases cortos con arrancadas en largo por las bandas. Laudrup ponía la magia y un Eljkaer Larsen desatado robaba, se desmarcaba por ambas bandas, asistía y goleaba con la misma fiereza con que, siglos atrás, sus antepasados atacaban las poblaciones costeras de toda Europa.
Era un fútbol distinto aquel del que conocemos hoy. No solo por los anuncios de tabaco en las vallas y los árbitros canosos vestidos de negro riguroso. Era un fútbol sin pérdidas de tiempo, sin VAR y sobre todo sin presión adelantada, un fútbol en el que el líbero (libe¿qué?) podía subir el balón hasta la medular sin apenas oposición. Habrá quien prefiera lo de ahora, con tres tíos mordiendo al rival en cada esquina del campo, pero aquello tenía la gracia de que se podía construir más fútbol y que solía primar el talento sobre el físico. Y Dinamarca tenía mucho de ambos. Cuando llegaban con el balón a campo contrario, todo se aceleraba. Combinaciones de dibujos animados, con taconazos y pases ciegos al hueco donde siempre aparecía un danés, una verticalidad sin condiciones y un empuje desbordante. El cuarto gol resume a la perfección lo que era aquella Dinamarca: 19 pases antes de que Eljkaer se metiese con el balón en la portería. Talento, precisión y fuerza para llevar a los debutantes hasta la siguiente fase.
Allí caerían con estrépito ante la España de Emilio Butragueño. Pero esa es otra historia. Esos jóvenes vikingos ya habían escrito la suya.
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Fotografía de Getty Images.