Nacido en Ciudad de México hace 64 años, Guillermo Arriaga se dio a conocer como guionista (Amores Perros, 21 Gramos, Babel) y director de cine (Lejos de la tierra quemada), pero también es un destacado novelista. Su última obra es Salvar el fuego, ganadora del Premio Alfaguara 2020.
Esta entrevista está extraída del #Panenka114, un número de la revista que sigue disponible aquí
Cuando era joven, intenté ser futbolista profesional. Llegué a jugar en el equipo de reserva especial (una especie de filial) de Pumas, el equipo de la universidad. Medía 1,88 y pesaba 87 kilos. Mi tamaño llamaba mucho la atención de los entrenadores, yo creo que por eso me tenían en el equipo, porque no era muy técnico. También jugué al baloncesto: ¡estuve cinco temporadas seguidas sin cometer ni una falta!
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Sufro de déficit de atención. Por eso planear algo me parece complicadísimo. Un viaje, por ejemplo. Así que ni siquiera logro imaginar lo que debe de ser planear una novela. Carezco del sentido de la logística, por eso escribo a bote pronto. Cuando empiezo una novela, no tengo ni idea de hacia dónde va. La voy descubriendo poco a poco, casi como si fuera otro el que la escribe y yo teclease al dictado.
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Mi pasión por el fútbol nace gracias a dos jugadores: Luis Alvarado y Raúl Orvañanos. Alvarado era un diez muy fino, extraordinario lanzador de tiros libres. Y Orvañanos era un portero que brincaba de un poste a otro con una agilidad extraordinaria. Luego, cuando conocí mejor la historia del Atlante, un club fundado por albañiles, supe que sería mi equipo durante toda la vida. Es un club acostumbrado a subir y bajar de categoría. Incluso a cambiar de ciudad. Pero es el equipo del pueblo y por eso me gusta.
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Me apasiona la caza. Cazo con arco y con flecha, y me como todo lo que cazo. No uso armas de fuego. Cuando diviso una presa, empiezo a analizar cómo sopla el viento, qué ruidos hay alrededor, cómo voy a disparar… Y en el 99% de los casos, la presa se escapa. Para mí, cazar de esa manera es una manera de volver a la esencia del ser humano, de resituarme en la naturaleza. Cuanto más cazo, menos ventajas quiero tener sobre el animal.
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Estuve en la final de México’86. Recuerdo que me levanté de mi asiento para gritar ‘¡Maradonaaaa, Maradonaaa!’. Años después conocí a Diego y se lo conté. Y cuando recibí un premio en el Festival de Cannes, alguien empezó a gritar desde la tribuna de espectadores. ‘¡Arriagaaa, Arriagaaa!’. Era Diego. Fue un momento increíble. Ese mismo día me regaló una camiseta firmada. Luego ya no coincidí nunca más con él, pero tengo un recuerdo fantástico suyo.
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Siempre me gustó más jugar al fútbol que verlo. Ahora, obviamente, disfruto con los grandes partidos: las finales del campeonato mexicano, la Champions… Lo que me gusta mucho es el fútbol americano. En Barcelona había un equipo llamado Dragons, ¿verdad? Es un deporte interesante, te sugiero que veas algún partido con atención. Quizá acabas pensando como yo: ‘¿Cómo es posible que esos tipos enormes no se maten cuando chocan entre sí?’.
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Uno de mis recuerdos de infancia relacionados con el fútbol es que uno de mis vecinos era Alfredo Tena. Era un poco más bajo que yo, pero llegó a ser el capitán de la selección mexicana. Le llamaban ‘Capitán furia’ porque era un futbolista muy aguerrido.
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En 1970, yo tenía 12 años. Hicimos un viaje por carretera a Estados Unidos. En el trayecto de vuelta, nos paramos a comer en un restaurante: había unos jóvenes hablando en alemán. ¡Imagínate lo que sentí cuando me di cuenta de que era la selección alemana que estaba disputando el Mundial de México! Reconocí a Beckenbauer, Seeler, Maier, Müller… A esa edad yo ya sabía todo lo que un niño de 12 años puede saber sobre fútbol, y tener tan cerca a esos jugadores -sobre todo a Beckenbauer- me impresionó mucho.
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En la actualidad ya no es necesario reivindicar el fútbol como un fenómeno cultural porque hay muchos escritores que hablan de fútbol con toda la normalidad del mundo. Ahí tenemos a Juan Villoro, por ejemplo. Es hincha del Necaxa, claro, pero eso se lo podemos perdonar.
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Fotografía de Rubén Márquez.