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Mejor comenzar por el principio

Con la retirada de Marcello Lippi, la historia del fútbol tuvo que hacer hueco en su trastero a nuevos recuerdos ilustres. Recordamos el primero de ellos

Mediada la década de los 90, la Europa futbolística andaba inmersa en una obsesiva búsqueda de nuevos referentes. Muy atrás quedaban ya las mejores tardes de la Quinta del Buitre en el Bernabéu, o las lecciones tácticas de Sacchi con su transformador Milan. Hacía tres años que el globo novelesco de Maradona en Nápoles se había deshinchado del todo y unos cuantos más desde que el Estrella Roja dejara de refrendar con títulos el último auge del fútbol del este. Incluso el proyecto revolucionario de Johan Cruyff en Barcelona mostraba ya sus primeros síntomas de agotamiento. Desde la apoteosis culé en Wembley, en aquella dulce noche de 1992, la Copa de Europa se la habían repartido tres clubes. Primero cayó en Marsella, luego se asentó momentáneamente en el nuevo Milan de Capello y finalmente pudo tocarla con los dedos la efervescente generación ‘ajaccied’ de Van Gaal en Ámsterdam. No es que no merecieran el mismo reconocimiento sus logros, pero daba la sensación que esos tres campeones abrían la veda a una época de triunfadores poco trascendentes, autores de obras tan puntuales como irrepetibles. No había en todo caso ningún patrón que se impusiera como ejemplo modélico para llegar al éxito.

En 1996, Turín, de sopetón, había vuelto a erigirse como el centro neurálgico italiano en el que se cocían las mejores historias. El broche de oro lo puso la Copa de Europa conseguida por la Juve en Roma

Turín tampoco se mantenía ajena a este periodo de transición melancólica. Michel Platini, el último baluarte deportivo de la ciudad y protagonista de la primera (y única) Copa de Europa que se había teñido de bianconero en 1985, ya había colgado las botas y empezaba a ascender puestos como diplomático en la Federación Francesa de Fútbol, con el trono de la UEFA en el punto de mira. Mientras tanto, Zinedine Zidane, que tarde o temprano iba a coger el relevo de ‘Le Roi’, todavía era una perita en dulce que circulaba con clase por los estadios de la Ligue 1. En ese a priori descafeinado curso de 1994, la Juve arrancaba con un plantel sin grandes nombres y un puñado de buenos futbolistas que sin embargo no gozaban de demasiada atención mediática. Aquel mismo verano, detalle importante, se había abierto la puerta de salida al icónico entrenador Trappatoni, y unos meses más adelante quién se bajaría del barco sería el histórico Baggio. Se respiraban aires de cambio en el seno de la Juve, que prefería desprenderse de viejos ilustres y cimentar un nuevo solar basado en un proyecto deportivo que llevase la austeridad por bandera. A todo ello, se había dado las riendas del proyecto a un tal Marcello Lippi, un tipo carismático, aficionado a fumarse puritos para festejar las alegrías y con los ojos tan azules como el más inglés de los ingleses. El ‘Paul Newman de Viareggio’, así le apodada simpáticamente la prensa transalpina. Un tipo desconocido en la élite, al fin y al cabo, pues sus méritos hasta ese momento se amontonaban en un largo currículum en clubes modestos como la Sampdoria, el Cesena, la Atalanta o el Nápoles. Lippi se aposentaba en el Stadio delle Alpi por petición expresa, nada más y nada menos, de Luciano Moggi.

Lo que sucedió en los dos siguientes cursos fue algo que pocos supieron prevenir. No hubo espacio temporal para procesos de adaptación ni necesidad de pedir a la hinchada paciencia a largo plazo. El experimento surgió efecto de inmediato, y la Juventus se rebozó en éxito primero en Italia y luego en Europa. Muchos analistas del calcio coinciden en que la plantilla que manejó el técnico en su segundo periplo en la entidad (2001-2004), nombre por nombre, era más ostentosa que la que gestionó durante aquellos primeros tiempos. Buffon, Thuram, Zambrotta, Nedvêd, Davids, Trezeguet, Zalayeta o el incansable Del Piero… Aquello sí que era material de alta gama para atraer a los focos. Sin embargo, no el suficiente para alzarse con una nueva ‘orejona’. Algo que sí que consiguió ese equipo que, con menos pompa y menos figurines, devolvió en lo que va de 1994 a 1996 a la Juventus al primer plano europeo, y colocó a toda su nómina de jugadores directamente en el Olimpo. El primer gran logro de un Lippi que hoy se nos despide desde la lejana China.

ROMANCE CON LA CHAMPIONS

En la Serie A, el impacto de la Juventus de Lippi no se hizo esperar. En el curso inaugural de proyecto, el de 1994-1995, se rompió la sequía que arrastraba el club desde hacía una década y se recuperó el torneo doméstico. Algo que, con excepción del siguiente año, se repetiría en 1996 y en 1997. Turín, de sopetón, había vuelto a erigirse como el centro neurálgico italiano en el que se cocían las mejores historias. Pero como ya se ha adelantado, el broche de oro lo puso la Copa de Europa conseguida en Roma.

Aquel conjunto no evocaba nada del otro mundo. Resultaba poco placentero y excesivamente rácano a ojos del espectador. Pero quizás esa fuera su mayor credencial. Ir de tapado y despertando pocos anhelos. Solía presentar un esquema súper hermético y sin margen táctico para la improvisación. Todo ello pulido en tiempo récord. Con Peruzzi bajo palos, el gran peso del grupo descansaba sobre los hombros de sus inquebrantables zagueros: Ferrara, Torricelli, Vierchowod y Pessotto. En el centro del campo, Deschamps ponía la voz y el orden y Antonio Conte actuaba de segunda espada, barriendo todo lo que encontraba y jugando con un empuje contagioso. Los foráneos Sousa y Jugovic se disputaban la tercera vacante de la línea de medios. Arriba, Vialli y Ravanelli servían la tradición y la astucia, y un jovencísimo Del Piero empezaba a desenvolverse con maestría en la indispensable figura del ‘10’. Todo ese engranaje bien armado permitió a la ‘vechia signora’ ir quemando etapas a lo largo de esa edición de la Champions de 1995 sin hacer mucho ruido. Se deshizo con oficio del Madrid en cuartos, noqueó al Nantes (por los pelos) en las semis y se acabó imponiendo al Ajax en el envite decisivo, tras una final espesa que se decidió en la lotería de los penaltis.

El míster se encendió un purito de los suyos al acabar el partido del Olímpico, mientras observaba desde un segundo plano los festejos de sus chicos, con la mirada de aquel que se siente por primera vez poderoso. Tras aquella final de Champions, vendrían otras dos consecutivas. Se perdió en ambas, pero al menos se asentó la sensación de que la casta futbolística en Europa ya tenía un nuevo cabecilla (poco estético y luciente, pero en todo caso muy resultón). El técnico empezó a construir su dimensión mitómana a partir de entonces, tras tocar el cielo con un equipo que estaba construido a imagen y semejanza de sus manuales. Equilibrada palmo a palmo, la primera Juve de Lippi llevó hasta la extenuación ese viejo mantra del fútbol italiano que eleva la solidez defensiva y la efectividad en los últimos metros por encima de todas las otras cosas. Esas virtudes, junto a su facilidad para sacar resultados de inmediato en todos los equipos en los que estuvo, ya no se moverían nunca de su maleta. Bien lo pudieron experimentar de nuevo los turineses al entrar en el nuevo siglo, como también lo comprobó Italia entera en el Mundial de 2006 o incluso la SuperLiga China, el último marchante que adquirió su ideario.

La retirada de Lippi alumbró un camino repleto de recuerdos y escenas brillantes que ya nunca abandonarán la memoria colectiva balompédica. Es momento de recolectarlos todos, valorarlos y, si hace falta, volverlos a recordar. Pero ya saben, si íbamos a contar la historia de Lippi, mejor comenzar por el principio.