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Nuestro ADN balompédico

Recordamos a uno de los masjistas más entrañables de la historia del fútbol: el que solo llevaba cerveza en el maletín

Esta temporada somos 17 clubes en la primera división de la liga de veteranos. Cifra impar que cada jornada obliga a descansar a uno de los equipos. Este pasado fin de semana fuimos nosotros, los que nos vimos obligados a no participar de la competición. Reposo forzoso que, sumado a la derrota del sábado anterior, nos hunde en la cola de la clasificación. No pasa nada, los últimos serán los primeros.

Con el parón, y aprovechando que tenemos el campo municipal reservado todos los sábados del año a las 16.30h, para ir cogiendo forma y fondo físico decidimos jugar un partido entre nosotros. Contando amigos y familiares que no están en el equipo, a duras penas llegamos a los 14 necesarios para hacer un siete contra siete. Además, en lugar de jugar los 90 minutos reglamentarios, amagos de lesión, achaques de diversa índole y otras excusas insostenibles nos obligaron a parar la contienda cuando a duras penas llevábamos disputada una mitad. 5-3, marcador final. A la ducha y al Plats, a recuperar los líquidos perdidos en el esfuerzo realizado sobre el rectángulo verde.

Si el de fútbol y cerveza es un binomio tan inherente como el de cine y palomitas, o jueves y paella; en el caso de Gelida, mucho más. No es que seamos más beodos que el resto de pueblos con equipos de fútbol, simplemente es algo profundamente arraigado en nuestro ADN balompédico. Veréis.

Durante décadas, Gelida no tuvo un campo de fútbol propio, y aquellos que querían darle al balón tenían que subir hasta el Hostal del Caçador, un abracadabrante parador perdido en la sinuosa carretera que va hasta Sant Sadurní d’Anoia. En la actualidad tristemente abandonado y amenazando ruina, durante su época de máximo esplendor, décadas atrás, cada fin de semana reunía a centenares de personas que saciaban su apetito en sus magnos comedores. Además, como el restaurante sí que presumía de campo de fútbol (y piscina, y campo de tiro, y…) los diversos equipos que se formaban en Gelida disputaban ahí sus encuentros.

Una de estas efímeras escuadras contaba con uno de los ¿masajistas? más entrañables en la historia del fútbol mundial. El hombre, atribuyéndole a la cerveza unas cualidades paliativas aún hoy no descubiertas por el resto de la comunidad científica, se presentaba a los partidos con un botiquín lleno de cubitos de hielo y botellines de cerveza. Cuando un jugador se lastimaba, saltaba al campo con su lupúlico dispensario, abría un quinto, se lo alargaba al futbolista dañado, este le echaba un trago y a jugar. Si te tirabas a por un balón y te rascabas el muslo en el roce con la tierra: trago de cerveza. Si sufrías una rampa por agotamiento: trago de cerveza. Si te entraban por detrás y te rompían los ligamentos de la rodilla: trago de cerveza.

Si te tirabas a por un balón y te rascabas el muslo en el roce con la tierra: trago de cerveza. Si sufrías una rampa por agotamiento: trago de cerveza. Si te entraban por detrás y te rompían los ligamentos de la rodilla: trago de cerveza

En Gelida, como explicaba, durante mucho tiempo no tuvimos campo de fútbol, pero sí pista de fútbol sala. En ella, cada verano, en lo que era uno de los acontecimientos más destacados de nuestros meses de estío, se organizaban apasionantes torneos a los que acudían los mejores equipos de la provincia. Se veían auténticos partidazos que, por otro lado, no era inusual que acabaran en tangana. El masajista de los botellines era uno de los trencillas que solía impartir justicia en aquellos duelos. Tal vez porque no les invitó a una cerveza o porque el espectáculo había finalizado sin bronca; el caso es que hubo una ocasión en la que, tras el pitido final, ambos equipos se pusieron de acuerdo y decidieron tirarlo a la piscina municipal colindante a la pista de fútbol sala. No hubiera pasado nada de no haber sido que la parte honda de nuestra alberca llegaba hasta los cuatro metros y aquel pobre hombre no sabía nadar. Por mucho que advirtió a gritos suplicantes que no podía dar dos brazadas seguidas, lo tiraron al agua igual.

Tiempo después, cuando en Gelida ya disponíamos de campo de fútbol y de equipo de veteranos, tuvimos un portero que jugaba con un botellín de cerveza escondido tras uno de los postes. Le iba echando tragos cuando atacábamos. Una vez pimplado, un amigo le traía otro. Ese mismo portero hubo un día en que, fuera de casa, en uno de nuestros ataques, en vez de echarle un trago a la cerveza se fue a buscar un balón que se había colado en un viñedo que había tras su portería. El equipo rival nos robó el balón y armó un contraataque mientras el arquero seguía rastreando la pelota entre las uvas. Sin querer hacer apología de la cebada, de haber estado bebiendo no nos hubieran cogido desprevenidos.

Ese portero en realidad no era portero sino extremo, pero solía situarse bajo palos por la eterna carencia de arqueros. El otro día, rememorando todas estas batallitas, el Mili, el que durante años y años fue el entrenador de los veteranos y del que ya os he hablado aquí en otras ocasiones, me explicó otra muy buena. En un entrenamiento se presentaron antes de lo habitual el portero-extremo, un central que tenía muy buena salida de balón y él. Para ir haciendo tiempo hasta que llegara el resto del equipo, decidieron realizar un ejercicio de triangulación: el central la abría a la banda desde el medio del campo, el portero-extremo la controlaba en el lateral, se dirigía hasta el punto de córner, adornándose con alguna bicicleta ante un rival inexistente, y la centraba al área, donde la remataba el Mili. Lo hicieron una vez, dos veces y tres veces. Tras esta última, exhalando, el portero-extremo se despidió de sus dos compañeros de rutina y se fue hacia la ducha. Aquel día ya había entrenado suficiente.