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Las cosas que perdimos en el juego

La sudamericana, para muchos la fase clasificatoria mundialista más dura de todo el planeta, se cerró este martes con lágrimas de emoción y de tristeza

Cuesta explicar noches como la del martes a alguien que no viva en Sudamérica. Un torneo de fútbol que enfrente así a diez naciones: diez comunidades humanas con un sentido ético y político, absortas en rituales extraños con camisetas de colores.

El sentido ético y político de la Argentina al comenzar la noche, por ejemplo, abandonada al abismo de una crisis nacional por el riesgo de perderse su primer Mundial en casi medio siglo, llevando a un brujo de emergencia y perdiendo en Quito a los treinta y ocho segundos de partido.

El de Venezuela, rechazando llamadas telefónicas y visitas femeninas para intentar ganar en Asunción apenas con el honor en juego.

La ética de Brasil -el único que empezó la noche clasificado junto a Uruguay, naciones con cinco y cuatro estrellas en el pecho-, que jugó a toda máquina aunque estuviera en Rusia hace meses y con la chance de empujar un poquito al abismo a sus odiados vecinos albicelestes si se dejaban perder con Chile.

 

Chile fracasó en Sao Paulo con un punto extra de crueldad: su decisión de recurrir a la justicia deportiva por un jugador boliviano mal alineado terminó eliminándolo de la Copa del Mundo

 

El de Perú, arrastrando ocho clasificatorias fallidas seguidas, con miles de hinchas menores de treinta y seis años perguntándose cómo será alguna vez estar en un Mundial.

Pero el color nunca juega, aunque nos guste la idea, y al final resuelve el fútbol: resuelve, por ejemplo, Messi –ese Messi al que miran de reojo sus compatriotas, por introvertido y lacónico-, al echarse a la espalda a sus compañeros de equipo y a otros tantos millones de argentinos que le exigen cosas sentados frente al televisor. Nos conocemos todos, en Sudamérica: ese paraguayo que jugó alguna vez en Uruguay y James, Di María y el que afirma la defensa en Perú, Alexis Sánchez y un ecuatoriano imberbe. Todos tenían que jugar la noche del martes el partido de sus vidas. Perú, penúltimo hace un año, alcanzó el cielo al empatar con un gol de Guerrero y se ganó el derecho del dulce repechaje ante Nueva Zelanda. Chile pasó de estar clasificado directamente al repechaje en dos minutos y un cuarto de hora después estaba eliminado. Paraguay, extasiado por dos triunfos seguidos de visita, firmó su segunda derrota consecutiva de local ante los ejemplares venezolanos. Ecuador terminó encadenando seis derrotas en línea después de arrancar con cuatro triunfos.

Vinieron las lágrimas y desquite de los que ganan, lágrimas y desquites de los que pierden, alegando que son las clasificatorias más difíciles del mundo, aunque Panamá y Honduras eliminen a Estados Unidos con un PIB quinientas veces menor y Siria tenga que hacer dos años de local en Malasia por la guerra.

El bicampeón del continente, Chile, fracasó previsiblemente en Sao Paulo con un punto extra de crueldad: su decisión de recurrir a la justicia deportiva por un jugador boliviano mal alineado terminó eliminándolo de la Copa del Mundo. Ganador de la Copa América 2015 y la Copa América Centenario 2016, se podría decir que Chile perdió antes, en el escritorio, el respeto que se había ganado de sus pares en la cancha. Son países de códigos extraños, en que la única justicia posible se hace con los pies. El reclamo –que otorgó a Chile por 3-0 el duelo que empató 0-0 en cancha con Bolivia- dio además tres puntos a Perú, que esa misma fecha FIFA había perdido 2-0 con los altiplánicos.

Pero cuando se terminó la noche del martes, con las cinco canchas todavía humeando, Perú había superado a La Roja sólo por un punto, ese punto extra gracias al aviso de los abogados chilenos.

Todo por la alineación indebida de Nelson Cabrera, un casi anónimo paraguayo nacionalizado boliviano que juega en Sportivo Luqueño. Cuestionado por algunos por su lentitud a la hora de moverse en la zaga, Cabrera sí dio cátedra de ubicación en tiempo y espacio al compartir en sus redes sociales una tabla que mostraba que Chile, de no haber reclamado, habría ido al Mundial. La acompañó de una frase que, agnóstico o creyente, hace sentido para el fútbol al sur del mundo: Dios sabe lo que hace y sus tiempos son perfectos.