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Cuando se llamaba el Manchester

La marcha de Alexis Sánchez al Manchester United nos lleva a una reflexión. ¿Son los 'diablos rojos' más grandes que el Arsenal? La respuesta, en clave generacional

La huida de Alexis Sánchez al norte, de Londres a Manchester, del Arsenal al United, despierta preguntas de carácter futbolístico. Dudas respecto a cómo se rellenará el hueco que deja en el Emirates. Preguntas sobre de qué manera encajará mejor en Old Trafford. Un debate interesantísimo pero con fecha de caducidad; el tiempo responderá esas cuestiones. Otras, en cambio, seguirán en el aire para siempre. Son las que invaden el campo sentimental. Las que asaltan a los aficionados del Arsenal y los amenazan con cargarles con un tremendo sentimiento de inferioridad. Porque Alexis se va a un club al que ven a su misma altura, pero lo hace convencido de que sube un escalón. La estrella de los ‘gunners’ contempla la marcha al Manchester United como un paso adelante en su carrera, pese a que ambas entidades se encuentran en una sequía liguera e identitaria similar, que no parece que se vaya a resolver en cuestión de meses. No es la primera vez que pasa. No será la última. Son las cosas del Arsenal, ese club que es un grande, vive como un grande, tiene a unos hinchas que se sienten grandes, pero que no siempre se comporta como tal. El Arsenal es un club humano en el sentido más contemporáneo: voluble, soluble. No todos lo podemos comprender.

Pero esa es otra historia. Yo he venido aquí a hablar del Manchester United. De por qué, con todo, creo entender a los que ven el paso de Alexis desde la misma perspectiva que el chileno; como un progreso natural.

Tengo que reconocer que en mi infancia me gustaba, y mucho, el Manchester United. Nací a finales de los 80, así que la Premier League se cruzó ante mis ojos durante la década posterior, la última del siglo XX, esa en la que de la mano de Alex Ferguson, los diablos rojos subieron tantos peldaños como les fue posible, hasta convertirse en el mejor club de Inglaterra. Todo se culminó aquella tarde de 1999, cerca de casa, en Barcelona, cuando descubrimos con los ojos como platos que, efectivamente, esa gente era un equipo tremendo, grande. Porque eran los más afortunados de todos. Un estatus que se reafirma en su país con el odio que despierta allí donde va. Es una tesis que mi generación tiene asumida: el Manchester son los que van de rojo y son los mejores de Inglaterra -luego está el City, que va de azul celeste-.

Por todo ello, me sorprendí ayer al escuchar, en plena tertulia cafetera sobre el traspaso de Alexis, a un compañero que sugería que el Manchester United es poco más que una mentira. ¡Una mentira! En ese momento, una descarga eléctrica, unos calores, me conectaron directamente con mi infancia. No supe contestar. ¿Una mentira? Si a Proust le sirvió una magdalena, yo tuve suficiente para revisar mi pasado con un comentario punzante de alguien a quien suelo escuchar con atención. Un desdén de un joven amigo que creció en los 2000, evangelizado a golpe de resumen de diez minutos del último partido jugado en Highbury, convertido a la fe de Thierry Henry. Alguien que conoció al Manchester United en su forma más tiránica, de dictador iracundo y malencarado.

 

Por todo ello, me sorprendí ayer al escuchar, en plena tertulia cafetera sobre el traspaso de Alexis, a un compañero que sugería que el Manchester United es poco más que una mentira. ¡Una mentira! En ese momento, una descarga eléctrica, unos calores, me conectaron directamente con mi infancia

 

¿Y si lleva razón? ¿Fue mentira Cantona? ¿Y las tardes en la plaza jugando con una camiseta roja y el cuello subido? ¿Y el mal ejemplo que nos daba Éric y que nos costó alguna que otra reprimenda paterna? ¿También fue mentira? ¿Y el esfuerzo magnífico que hacíamos para retener cualquier jugada que nos enseñaba un resumen desinteresado e impreciso del telediario? ¿No era verdad que Peter Schmeichel era el mejor portero del mundo? ¿Que Paul Scholes disparaba como nadie? ¿Que Roy Keane era tan bestia que solo te podías reír de sus fechorías, sabiendo que así estabas infringiendo secretamente la moral imperante? No, casi todo fue real, casi todo ocurrió. El palmarés habla, el legado de Ferguson, más ligas que nadie, los golpes de suerte justo antes del pitido final, el gol del Solskjaer, el de Sheringham y la voltereta de Schmeichel. Pero no es menos cierto, de la misma manera, que el Manchester United fue pionero en su difusión global, en darle a su escudo una presencia de marca, en irse de gira al otro extremo del mundo para ganar adeptos -ahora se les llama fans-, en funcionar como una multinacional. En convencernos de que David Beckham era el mejor jugador del mundo. Una entidad enorme, gigante, con una gran historia, pero que no necesitaba desempolvar viejos libros para consolidar su grandeza. Yo quería ser Éric Cantona, pero no supe quien era George Best hasta que lo nombró un profesor de inglés en segundo de la ESO. ¿Nos encandilaba un club del que casi no teníamos información porque era exactamente lo que nos pedían que hiciéramos? Los chavales que crecieron en la primera década del XXI, con las plantillas actualizadas al dedillo, con el FIFA, la tele por satélite y Thierry Henry nos dicen que sí, que estábamos equivocados. Que todo aquello ya es mentira. Que el Manchester ya ni siquiera existe. Que es el United. Una construcción mítica. Puro marketing.

Y entonces pienso en Alexis Sánchez. Leo que, elocuente, alude a sus sueños de infancia para decir lo feliz que está de llegar al Manchester United. Eso fue exactamente lo mismo que dijo cuando pisó Barcelona en 2011, que cumplía el sueño que albergaba de niño. Dejémoslo en que el tipo es un soñador. Hagamos por un momento el ejercicio de creer que un futbolista nos cuenta la verdad y no lo que le ha pedido su agente que cuente. A mí me resulta fácil creerle. Porque, como yo, Sánchez nació en los 80. Y los nacidos en los 80 nos lo creemos todo -así nos va-. Y me lo imagino razonando en su interior que el Manchester United es algo más, algo distinto. Que da igual la clasificación, la frustración acumulada, las pocas expectativas y la traición a sus principios. Y ni a él ni a mí nos da la risa.