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Sueño de una noche de verano

Es casi enternecedor comprobar como cada cuatro años procedemos a coronar a héroes cuyas gestas y desgracias, hasta ese momento, desconocíamos

Hace ocho años me encapriché con que quería tener Gol T en el televisor de mi casa (es decir, en el televisor de la casa de mi padres). Llegaba el verano, se iba a jugar el Mundial de Sudáfrica y, aunque la mayoría de los partidos los iban a dar por canales en abierto, yo veía clarísimo que o mis viejos me pagaban la suscripción o me caía en una depresión del demonio. Mi sueño era pasarme junio y julio en pantalón corto de chándal viendo un programa de análisis en el que los resúmenes de los encuentros se salpicaban con los comentarios de Axel Torres, Jose Sanchis, Sid Lowe o Jorge Nazar (MundoGol se llamaba aquel espacio, una puta maravilla). Por ese plató también aparecía Aitor Lagunas, a quién hoy tengo que agradecerle que pueda escribir en esta revista, sin ir más lejos. A la familia traté de convencerla por todos los medios. Llegué a utilizar como argumento que aquello me iba a servir para formarme como periodista. Maldito bastardo. Por suerte, y por justicia, no se accedió a concederme lo que pedía, mucho menos después de que yo alzara la voz en demasiadas discusiones. Todo aquello, lo de las peleas, me hundió fuerte. Acabé tumbado en el diván de una consulta de la Plaça Molina. True story.

 

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Lo mejor del Mundial es que dura un mes, no diez. Esa brevedad hace que justifiquemos cosas injustificables: dejar de ir al gimnasio por un Marruecos-Irán, beber más de la cuenta un lunes “porque hoy juega Túnez”, pensar que Golovin, algún día, será mejor que Messi. Amor salvaje. Y ciego.

 

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“Con todo esto y a decir verdad, en nuestros días, razón y amor no hacen buenas migas” (Sueño de una noche de verano, William Shakespeare)

 

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Aleksandr Sergeyevich Golovin nació después de la caída de la URSS. Hoy tiene 22 años. Es joven y talentoso: dos características demasiado jugosas como para que no tengamos prisa por encumbrarle. Su rendimiento en el partido inaugural acabó de ponerlo en bandeja. Dos asistencias y un gol. ¡Boom! Ya tenemos el primer caramelo del Mundial. Sus fans, que de repente se cuentan por miles, incluso han encontrado un hashtag para la nueva comunidad: #goloviners. “¿Cuánto costará ahora este tío?”, me pregunta un compañero de la redacción después de que el futbolista del CSKA marque el quinto de Rusia ante Arabia Saudí. Probablemente diez ‘kilos’ más. ¡Diez ‘kilos’ en 90 minutos! La Copa del Mundo es un sinsentido. Pero qué sinsentido. No hay otro igual. De Golovin, que realmente firmó una actuación impresionante en ese primer encuentro, se pueden destacar varias virtudes: la elegante conducción de balón, las eléctricas aceleraciones, el golpeo seco y fulminante en las faltas. Pero yo me quedo con su delicadeza en los centros. Cada vez hay menos futbolistas ofensivos que centren así. Con gusto. Es un recurso que se está perdiendo, como dejarse perilla o apuntar los números de teléfono en una libreta. Ya no hay extremos jóvenes que comiencen su carrera dispuestos a desarrollar, digamos, una estética del centro. Es una pena.

 

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Si Gustave Flaubert siguiera aquí, no se perdería ningún partido de la Copa del Mundo. Pienso esto ahora que ha llegado a mis manos Las cartas a Louise Colet, un libro que recoge parte de la correspondencia que el escritor mantuvo durante años con la poetisa francesa. En él se asoma constantemente la melancolía del autor de Madame Bovary, quién confiesa estar obsesionándose en el estudio de las cosas que su razón no puede llegar a comprender. “Si supieras todas las fuerzas internas que han terminado por agotarme, todas las locuras que me han pasado por la cabeza… Soy ante todo hombre de fantasía, amigo del capricho y de lo deshilvanado”, le revela a su amante.

 

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El gol de Hirving Lozano, que a la postre le brinda a México una victoria histórica ante los alemanes, me pone especialmente contento por Juan Villoro, un autor al que admiro. Suyo es Dios es redondo, quizá el volumen que contiene los mejores párrafos que jamás se hayan escrito sobre el Mundial, y por qué no, también sobre el fútbol. Villoro es la constatación de que un país no necesita estar entre los mejores con el balón en los pies para que sí lo esté su literatura futbolística. La derrota, en este caso, se convierte en una puerta para acceder a otra clase de victoria.

 

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A Lozano también lo llaman Chucky (sí, el espantoso bicho de la saga de películas de terror Child’s Play creada por Don Mancini) porque cuando estaba en las categorías inferiores de Pachuca se dedicaba a darles sustos a sus compañeros por las noches. Un tipo travieso dentro y fuera del campo que después de su buen partido contra la campeona del mundo se rumorea que ha entrado en la órbita del Barcelona. Sí, así es. Otro caramelo.

 

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Ya que hablamos de cine y que antes lo hacíamos de cartas, aprovecho para reclamar desde aquí que Carlos Marañón y Galder Reguera alarguen su intercambio epistolar durante una década. Como mínimo.

 

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Después de su asombrosa Eurocopa de Francia, Islandia ha necesitado un solo encuentro mundialista para dejar claro que sigue dispuesta a desafiar toda lógica geográfica y deportiva. Tras rascarle un empate a Argentina, estos días están volviendo a emerger a la superficie mediática las historias undergrounds que esconde su vestuario, que por otra parte ya descubrimos hace dos veranos. Del entrenador dentista al arquero que graba anuncios. Las cosas bellas tendrían que contarse siempre dos veces.

 

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Es casi enternecedor comprobar como cada cuatro años, a modo de ritual, procedemos a coronar a héroes cuyas gestas y tropiezos, hasta ese momento, desconocíamos por completo. De hecho, lo más probable es que, un tiempo después de concluirse el Mundial, las historias de estos muchachos que hoy parece que vayan a comerse el mundo regresen a la sombra, como quien recula hacia su agujero para pasar el invierno. Daniel Borimirov, Zvonimir Soldo, Bouba Diop, Ilhan Mansiz, José Kléberson, Andriy Voronin, Asamoah Gyan, Joel Campbell. Son tantos los nombres… Nos dejamos engañar, sí. Pero nos dejamos engañar porque nos da la gana. Y así al menos se hace más llevadero durante una semanas cargar con esas otras cosas que, por desgracia, sí son reales.