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Morir en la orilla

El Málaga sufrió hace cinco años uno de los golpes más duros de su historia. El Borussia fue el culpable de que los costasoleños despertaran del sueño

“Imaginad un partido de fútbol del Mundial y están jugando Brasil contra Camerún. ¿Quién gana?”, les pregunta ‘El Profesor’ a sus atracadores en un flashback de La casa de papel. Sin dar tiempo a una respuesta, interrumpe con otra pregunta: “Mejor dicho, ¿quién queréis que gane?”. El más futbolero, apodado ‘Moscú’, lo tiene claro: “Yo iría con Camerún, seguro”. Tras la respuesta, les explica a los atracadores el porqué de ir con Camerún: “Si os fijáis, instintivamente, el ser humano siempre se pone de parte de los más débiles, de los perdedores. Así que si nosotros demostramos al mundo nuestras debilidades, nuestras heridas y estamos al borde de la rendición, produciremos un estremecimiento”. Lo débil atrae, de la misma manera que alcanzar lo imposible nos excita por el hecho de ser “el fantasma de los tímidos y el refugio de los cobardes”, según decía Napoleón. Algo así debió pensar el aficionado al fútbol español el 9 de abril de 2013, ese día no importaba la ciudad ni el color de nuestro club, el país -o gran parte de él- quería que pasara nuestro particular Camerún vestido de blanquiazul.

En el Signal Iduna Park se enfrentaban Borussia Dortmund y Málaga en un choque para alcanzar las semifinales de la Champions League. El 0-0 en La Rosaleda cedía todo el protagonismo al estadio alemán para que fuera el dictaminador de quién debía estar entre los cuatro mejores equipos del continente. A los alemanes solo les valía la victoria o unas tablas sin goles que les llevara a la prórroga; los malagueños, en cambio, con un empate con goles tenían suficiente para seguir engrosando la historia más bonita jamás escrita en las páginas de un club nada acostumbrado a verse en lo más alto.

El bando local lo lideraba un Jurgen Klopp que más que de Stuttgart parecía venir del bosque de Sherwoord para repartir alegrías en unas tierras germanas cansadas de la dictadura bávara. Ya llevaban dos cursos birlándole la Bundesliga al Bayern y era la gran oportunidad para volver a los recuerdos de una noche de mayo de 1997 en la que saborearon el éxito alzando la ‘Orejona’. Vestidos de amarillo estaban lo mejorcito de la selección polaca y las que pintaban ser futuras estrellas de su vecina Alemania. Junto a ellos, 80.000 más tras una pancarta: “Auf den Spuren des verlorenen Henkelpotts” (“Tras las huellas de la Copa Europea perdida”). Su declaración de intenciones antes siquiera de que el balón echara a rodar.

Desde la Costa del Sol venían once tipos preparados para dejar retratadas las epopéyicas historias griegas, porque cuando en Dortmund equipo y afición juegan al unísono, la Batalla de las Termópilas parece un juego de niños y no hay Leónidas capaz de frenar eso. Los malagueños llegaban con una mezcla de futbolistas. Unos, como Gámez o el capitán Duda, ya presentes en el club antes de que Málaga conociera de cerca lo que significan las noches grandes; los otros, llegados desde cualquier parte para conseguir que la Costa del Sol soñara en gestas mágicas como esa. Después de comandar los últimos éxitos del Olympique de Lyon en la medular junto a Juninho, Jérémy Toulalan aterrizó en Málaga para poner orden en la sala de máquinas. Le siguió un Julio Baptista cansado de dar vueltas sin encontrar lo que un día le dio Sevilla. A ellos se les sumó Joaquín, a quien las fintas se le habían perdido río abajo por el Turia, y también Martín Demichelis, que parecía de vuelta de todo y el contador le marcaba ya la reserva, pero aún tenía algún kilómetro más por recorrer. Sin olvidarnos de Isco, recuperado para la causa malagueña después de que la cantera valencianista le educara lejos de casa.

 

El partido empezó como un duelo de dos inexpertos jugadores de ajedrez en el que ninguno acaba de tener claro por dónde penetrar al enemigo

 

Al frente de todos ellos, un ingeniero chileno que años atrás había conseguido que unos hombres de amarillo estuvieran a una estirada de Jens Lehmann para conquistar el Viejo Continente. Y lo hizo partiendo desde una ciudad tan minúscula como grande, así que su aventura desde Málaga no era más que otro reto imposible, de esos que a todos nos gusta apoyar. Será porque nos gusta Camerún, lo débil, lo que a primera vista parece imposible.

El partido empezó como un duelo de dos inexpertos jugadores de ajedrez en el que ninguno acaba de tener claro por dónde penetrar al enemigo. Los caballos inamovibles atrás, los alfiles resguardados sin tirar diagonales que asustan a cualquier defensa y el rey y la reina, cómodos y seguros en su sitio, sin la necesidad siquiera de enrocarse. Todo se reducía a los pequeños pasos que daban los peones para avanzar filas. Los intentos de ataque por parte de ambos se quedaban en nada por culpa de imprecisiones en los pies de unos y otros. Un pase sin destinatario, un control demasiado largo, una segada precisa. Pasaba de todo para que no sucediera nada, para que ni Weidenfeller ni Willy Caballero se despeinaran -metafóricamente, claro- en sus labores.

Llegados casi al primer cuarto de hora, una larga posesión hilvanada a base de taconazos de Götze y Reus fue el primer síntoma de que el respeto había acabado. Era momento de sacar la artillería pesada. Los alfiles, las torres y los caballos entraban en juego. Y el primer disparo surgió de las botas de Robert Lewandowski con una vaselina que acabó por encima de la portería de Willy. No asustó, pero dio un pequeño toque. Como el primer puñetazo en una pelea o ese disparo inicial en una guerra que revienta todo y abre la veda. El Málaga tenía dos opciones: acobardarse o jugar sus armas. Escogió la segunda e Isco olvidó su lugar en la banda izquierda y empezó a aparecer por dentro para conducir con criterio y precisión los ataques malagueños. Ahí comenzaba la verdadera batalla, la toma de contacto inicial ya había pasado de largo.

Y si el Borussia a través de una vaselina de Lewandowski había adelantado su primer aviso, el del Málaga no tardaría en llegar, pero sería mucho más doloroso. Un golpe seco, inesperado, de esos que dejarían a un boxeador con un ojo mirando a Cuenca y el otro buscando cómo llegar a Pekín. En la primera oportunidad clara y tras una jugada de lo menos ortodoxa, Joaquín ponía el 0-1 con un chute fuerte y seco a la cepa del poste. La acción comenzó por un saque de meta largo de Willy Caballero, seguida de un sinfín de cabezazos, pelotazos al aire y despejes como si nadie quisiera saber absolutamente nada de aquel balón, hasta que Julio Baptista la cazó en tres cuartos para bajarla al césped. Buscó a Joaquín, y éste a Isco, que no pudo controlar el balón. El rebote le cayó al gaditano en la frontal. Amagó con disparar con la diestra, dejó a Schmelzer en el suelo y conectó un latigazo perfecto, imposible para Weidenfeller. El Málaga y el malaguismo creían más que nunca.

Faltaban 20 minutos para llegar al ecuador del encuentro y ambos equipos siguieron fieles a sus planteamientos. El Borussia buscando ser protagonista con el balón, dominando la posesión y combinando la pausa en campo propio con profundidad y velocidad cerca del área rival. El Málaga, por su parte, fijaba la presión poco más allá de la medular y alternaba balones largos hacia Baptista e intentos de posesión para conectar con el propio brasileño, Joaquín o Isco, aunque sus intenciones morían excesivamente rápido. No se generaba peligro ni en una portería ni en la otra. Las aproximaciones llegaban a cuentagotas y los disparos brillaban por su ausencia hasta que apareció el artillero del Borussia para igualar la contienda. En una de esas combinaciones germanas de toque, toque, toque y después velocidad arriba, se abría la eliminatoria de nuevo en el minuto 40. Piszczek, Blaszczykowski y Götze triangularon en la medular; el ’10’ buscó a Marco Reus que, con un milimétrico y sensacional pase de espuela, dejó solo a Lewandowski ante Caballero para que el polaco le driblara y marcase a placer el tanto que igualaba el electrónico. Una jugada marca de la casa de los equipos de Jurgen Klopp que sirvió para que el segundo tiempo iniciase con aún todo por decidir.

Tras el descanso, el guion del partido cambió totalmente. En los primeros minutos, ni respeto ni pausa. Lewandowski, cómo no, protagonizó la primera jugada peligrosa poco después de reanudarse el juego con un disparo poco colocado, fácil para Willy. En la siguiente acción, Joaquín la tuvo para el Málaga de cabeza, pero Weidenfeller reaccionó a tiempo estirándose para enviar el balón a saque de esquina. El partido tomaba nuevos tintes dentro de lo establecido. Más velocidad, más disputas y más ritmo mientras los locales seguían dominando el balón de manera coral y los visitantes reaccionando sin miedo con arreones de Isco, sobre todo, y el resto de atacantes. Aquello que parecía convertirse en una segunda parte de idas, venidas, contragolpes y correcalles fue un mero espejismo, el partido se volvió como aquel inicio dubitativo cual partida de ajedrez de la primera parte. Interrupciones, faltas tácticas lejos del área, de vuelta al ritmo lento del balón y un juego espeso e impreciso después de un inicio fulgurante. Mientras cogían fuerzas para lo que vendría minutos más tarde, solo un gol en fuera de juego de Lewandowski y un trallazo de Toulalan destacaron hasta que volvió la adrenalina al Signal Iduna Park.

 

“El fútbol es como la guerra y quien se comporta demasiado correctamente pierde”

 

Pasado el ecuador del segundo tiempo vinieron los primeros cambios. En el Borussia entraban Schieber por Blaszczykowski y Sahin por Bender; en el Málaga, Eliseu era el relevo de Duda. A partir de ahí, el partido retomó los planes que se vislumbraban tras el descanso. Volvían las ocasiones, se marchaba la pausa y el hambre de ambos equipos aparecía de nuevo para llevarse el partido y la clasificación a las semifinales. La tregua de 15 minutos para coger aire fresco había terminado. Se bajaba la bandera blanca y llegaban dos ocasiones consecutivas del Borussia. La primera de Marco Reus a bocajarro después de un centro raso de Piszczek; la segunda, un chute cruzado de Mario Götze. El pie salvador de Willy Caballero fue el culpable de que en ambas acciones el marcador no se pusiera 2-1. Y como ya había sucedido en los primeros 45 minutos, si los alemanes eran los que enseñaban el camino hacia la portería avisando, eran los malagueños los que atacaban a la yugular sin pedir perdón. Una segada colosal de Antunes -de esas que cuando te levantas te sientes algo así como un héroe- propició un contraataque conducido por la precisión asistente de Isco. El malagueño rompió la presión con una pared con Joaquín y al borde del área sirvió un pase al espacio a Baptista que, aunque su intención era la de disparar a puerta, se la puso en bandeja a Eliseu para firmar el 1-2 a portería vacía. Faltaban poco menos de diez minutos para que el colegiado Craig Thompson pitase el final del choque y la clasificación -con dos goles de renta- ya estaba prácticamente en el bolsillo.

Entonces, con todo perdido, Jurgen Klopp apostó por tirar, pisotear y escupir su particular librillo de entrenador. Renegó del toque y la pausa de Gundogan para dar entrada a Mats Hummels, quizá recordando lo que decía Rinus Michels que “el fútbol es como la guerra y quien se comporta demasiado correctamente pierde”. “Ya no se podía jugar al fútbol normalmente, por eso mandé a Mats (Hummels) al campo. Es poco frecuente en mí apostar por un hombre alto para buscar el cabezazo cuando se esta perdiendo un partido”, explicó el técnico alemán al finalizar el encuentro. Instó a los suyos a dejar a un costado sus pases, sus conexiones y sus delicadezas para ponerse el mono de trabajo, dar el patadón al balón, buscar el cabezazo y rascar algo en las segundas jugadas. Los minutos finales se convirtieron en un bombardeo constante de de balones al corazón del área malaguista y Sergio Sánchez y Demichelis mutaron en dos ‘seguratas’ de discoteca que no dejaban entrar a nada ni nadie sin su permiso. Despejaron todo lo que pasaba por sus terrenos hasta que en una de esas el argentino calculó mal el salto y Subotic se plantó solo ante Caballero. Pase atrás para Santana, el brasileño no llega y el rebote lo caza Reus para poner el empate a dos. Dos minutos más de añadido y un solo gol separaba al Borussia de la épica, el mismo gol que distanciaba al Málaga de la gloria a la catástrofe.

Fue en ese instante cuando jugadores y afición retomaron aquella frase de “tras la huella de la Copa Europea perdida” y unieron fuerzas para un último milagro. Corriendo y luchando sobre el césped unos y jaleando y alentando desde la grada el resto, llegó el gol de la victoria. Como el anterior, una serie de rebotes propiciaron que uno vestido de amarillo y negro se plantara solo ante la portería del Málaga. Reus disparó, la paró Willy y el balón lo rescató Felipe Santana para dejarlo reposar en la red. Fin de una historia que parecía preciosa y que un final de espanto convirtió las sonrisas de los malagueños en lágrimas.

El Dios del fútbol o ese loco guionista que marca nuestro destino escribió un final con dos historias. La primera, la de esas películas de acción en las que cuando todo parece salir mal, cuando no hay remedio para arreglar el cuento, aparece el Dwyane Johnson de turno, esta vez representado por otro rapado como Felipe Santana, para salvar a los suyos. La segunda, la de un sueño imposible del que debes despertar. Al Málaga, por desgracia, le tocó ser el protagonista de la segunda historia, esa en la que mueres cuando creías haber llegado a salvo a la orilla. Lamentablemente, Brasil suele ganar a Camerún.