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El caso Luciano Re Cecconi

Tras 40 años, quedan muchos lados oscuros sobre la muerte del jugador de la Lazio. La tesis de la broma acabada trágicamente sigue sin convencer

Nadie está seguro en Roma en 1977. Las caras pintadas de los indios metropolitanos gritan todo su malestar mientras retumba la música martilleante de su inquietud. Ruidosos, pero a fin de cuentas no demasiado peligrosos. Se trata de unos jóvenes que se sienten marginados por el sistema y, como mucho, pueden obligar a un líder sindical a huir de un mitin, como le pasó a Luciano Lama en el Piazzale della Minerva. Mucho más miedo dan los disparos que resuenan en la calle, acompañando la lucha por el monopolio del tráfico de droga y el creciente número de atracos a bancos y joyerías. En el barrio de la Magliana, el ‘Negro’, ‘Crispino, ‘Renatino’ y sus amigos están montando una organización criminal que empieza a fastidiar a los poderosos. Y otras formaciones, de marcada orientación política, se juntan de forma fulminante y perpetran los mismos delitos para recaudar el dinero suficiente para realizar un asesinato de fuerte connotación simbólica, antes de desaparecer repentinamente desde donde habían llegado. El idealismo del 1968 deja sitio a una vaga e irracional idea de libertad sin condiciones, que no acepta ninguna autoridad. Heroína y proyectiles. Es la época de las semiautomáticas y de la Walther P38, el símbolo indiscutible de los años de plomo.

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Circulan armas también en el caótico vestuario de la Lazio. Sergio Petrelli posee un fusil de carga manual que cuando dispara parece un bazuca e incluso el segundo portero Avelino Moriggi, un tipo más moderado, se presenta un día con un Colt con cañón largo, envuelto en un trapo repleto de grasa. Por suerte, a nadie se le ocurre utilizarlas en los frecuentes enfrentamientos entre las dos facciones que dividen de forma nítida la plantilla. Por un lado, el colérico ‘Long John’ Chinaglia con su leal Pino Wilson y sus aliados; por otro, el clan de los ‘Milaneses’, capitaneado por los ‘Gemelos’, Luigi Martini y Luciano Re Cecconi, apodado también ‘Cecconetzer’ por su inconfundible melena rubia que hace recordar al famoso internacional alemán Günter Netzer. Un grupo cimentado en el placer de pelear, que en la primavera de 1974 regala el primer histórico Scudetto a un club que había regresado tan sólo dos años antes a la Serie A. Mérito del ‘Maestro’, Tommaso Maestrelli. El entrenador obliga al equipo a un trabajo atlético pesadísimo a lo largo del verano, donde el balón permanece como un desconocido. Con el inicio del Campionato, al revés; todo son partidillos. Sobre el campo de Tor de Quinto se enfrentan dos alineaciones formadas por nueve jugadores. Siempre los mismos. Una guerra que acaba a menudo con empujones y bofetadas. Pero el domingo, ¡pobre el rival que osa tocar a uno de ellos! Lo recuerda bien un jugador del Palermo que golpeó duramente a Re Cecconi. Cinco minutos después de la monumental tángana, se fue en camilla y cojo, herido por el teórico enemigo Wilson.

 

Luciano Re Cecconi fallecía por una hemorragia interna. La bala, con orificio entrante en el esternón, había resbalado en la espina dorsal, lacerando irremediablemente la aorta. Exceso de mala suerte

 

Pecados de juventud que la Lazio pagó muy caros, pues se perdió la oportunidad única de tomar parte de la Copa de Europa 1974-75. Culpa del año de sanción internacional seguido al doble enfrentamiento de Copa de la UEFA contra el Ipswich Town que tuvo lugar el otoño de 1973. La derrota por 4-0 encajada en Inglaterra, el 24 de octubre, obligó a los romanos, dos semanas después, a intentar lograr una rabiosa remontada en el Olímpico. Una verdadera guerra, caracterizada por choques prohibidos, provocaciones y por la horrorosa actuación del colegiado holandés Van Der Kroft, que acabó con una vergonzosa trifulca en el túnel de los vestuarios. Volaron dientes, patadas y puñetazos y el desventurado portero David Best volvió al Reino Unido con muletas y una pierna entablillada.

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El amante Alfa Romeo Giulia Super 1600 color rojo del comisario Betti zumba por detrás del BMW Serie 02 2000 gris conducido por los delincuentes. Las ruedas incandescentes derriten el asfalto del barrio del EUR, surcan el césped de Porta Collina y chispean en la curva vertiginosa que desemboca en la Tangenziale Est, perseguidas por el apremiante riff años setenta. El estridente frenazo muere contra un obstáculo imprevisto, justo antes del violento choque y de la última ráfaga de balas. Recaudan grandes taquillas las nuevas películas ‘poliziottesche’ impulsadas por el director Marino Girolami, que bajo el seudónimo de Franco Martinelli disfruta aplastando los espectadores a las butacas de las salas cinematográficas a través de escenas de cruda violencia, ambientadas a la sombra de la cúpula de San Pedro. Roma violenta, Roma: la otra cara de la violencia, Italia a mano armada… Títulos que seducen también a la comitiva laziale que, a menudo, antes de las concentraciones en el Hotel Villa Pamphili, se refugia al completo en la oscuridad de los cines, pocos minutos después del primer fotograma. Mejor no hacerse notar. Lástima que, el día antes de un derbi, un temerario espectador giallorosso percibió la incursión de los odiados rivales en medio de la penumbra del Cine Gregory. Un par de insultos y Chinaglia acaba abrazándole con demasiado cariño, delante de la mirada aterrorizada de la novia del aficionado. Nada de celos, es que a ella el chico le gustaba más sin el ojo amoratado que le acompaña a la salida. “Como la conduce usted, la lucha contra el crimen siempre se convierte en una cuestión personal y provoca una espiral de violencia”, amonesta la firme voz del joven agente Biondi, sentado en una silla de ruedas en la escena finnal. “La justicia privada no tiene sentido”.

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Los ‘Gemelos’ no soportan las extravagancias y el ímpetu de ‘Long John’. Cuestión de carácter. El delantero habla y se agita demasiado. Primer componente del equipo en llegar a la selección, provoca a la facción contraria, la de los ‘Milaneses’, haciendo ostentación durante los entrenamientos de las camisetas intercambiadas con los rivales internacionales de los azzurri. Martini y Re Cecconi, contrariamente, llegan desde la cultura del trabajo, del espíritu de sacrificio y del silencio característico del Norte. Si a veces reaccionan es por un innato sentido de la justicia. No aguantan abusos y atropellos. Tras tantos kilómetros recorridos para llegar a la primera división y a la selección, no tienen ninguna intención de arruinarlo todo con una conducta irresponsable. Dedican todo el tiempo libre a las respectivas familias. Las llaves para cerrar los locales nocturnos las dejan de buen grado al impulsivo delantero y a sus compañeros de estas, Wilson y D’Amico. Tienen que proteger su corazón y sus pulmones, los motores de sus trayectorias. La única locura que se conceden los dos amigos inseparables es un cursillo de paracaidismo, que pone la piel de gallina a su entrenador. Antes de cada lanzamiento, el pequeño pelotón de temerarios se da mutuo coraje, entonando los típicos coros goliardescos: “A nosotros la muerte no nos asusta”. “Me has traído a un tropel de chiflados”, confía el preocupado Re Cecconi a Martini antes del primer salto al vacío. “A mí sí que me da miedo la muerte”. Memorable la rocambolesca irrupción aérea sobre el cielo de Tor di Quinto. El rumbo de una avioneta y dos sombras redondas se proyectan sobre el césped. Los compañeros les miran pasmados, antes de la agnición y del estallido de las risas.

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Pasamontañas oscuro, rodillas dobladas y brazos extendidos hacia adelante para apuntar el cañón contra la policía. El tipo que figura en la instantánea, símbolo de los años de plomo, se llama Giuseppe Memeo y forma parte del grupo terrorista de ‘Los Proletarios Armados para el Comunismo’. Su exponente más conocido sigue siendo Cesare Battisti, condenado a un par de cadenas perpetuas que nunca expiará por el rechazo que la Corte Suprema brasileña opuso a la petición de extradición presentada por la República italiana. La fotografía se sacó el 14 de mayo de 1977, en la calle de Amicis de Milán, y la verdadera protagonista es la pistola Walther, que el manifestante aprieta entre sus manos. Se trata de una P38 del calibre 9mm Parabellum, con cargador de ocho disparos. Entre sus numerosas innovaciones, el bloqueo permanente de la aguja percutora. Es curioso que el arma de ordenanza de los nazis a partir de 1940 se haya convertido en el emblema de lucha armada de la izquierda más extremista transalpina. De hecho la Walther puede presumir de prestigiosos poseedores, desde James Bond, que confió en el modelo PPK entre 1962 y 1997 para luego modernizarse y pasarse a la P99, hasta Lupin III, que antes de imitar al agente secreto británico había manejado precisamente una P38 hasta 1998.Y dejando a un lado los personajes de ficción, el espejo del imaginario colectivo, llama la atención que incluso Adolf Hitler se auto-proclamara testimonio de excepción de la joya de la técnica alemana, disparándose en la profundidad del Führerbunker, ubicado en el subsuelo de la Cancillería en Berlín, utilizando una Walther 7,65.

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Llueve y se castañea por el frío, en Roma, el 18 de enero de 1977. Todavía no han pasado ni 50 días de la muerte del entrenador Tommaso Maestrelli. Cáncer. Giorgio Chinaglia, huido hacia la naciente Major League estadounidense en la primavera precedente justo antes del final del Campionato, ya es tan sólo un estruendoso recuerdo difuminado y lo que queda de la milagrosa Lazio del 1974 ocupa las últimas plazas de la Serie A. Tras tantas decepciones y tanto dolor, Luciano Re Cecconi vuelve finalmente a sonreír. Acaba de confirmárselo el médico del club, Renato Ziaco. La lesión en la rodilla izquierda que lo ha obligado a permanecer lejos del césped desde la tercera jornada se ha solucionado. Va a entrar en la convocatoria para el próximo domingo. Revitalizado por la noticia, acepta la invitación de sus compañeros Pietro Ghedin y Renzo Rossi para dar un saludo a un viejo amigo en común, Giorgio Fraticcioli, que gestiona una perfumería en la céntrica via Flaminia Vecchia. Entre bromas, se hacen las siete y media de la tarde. Fraticcioli recuerda que debe pasar por una joyería para una última entrega. Rossi se va y los tres supérstites se encaminan hacia su destino. Cuello de la gabardina levantado, manos en los bolsillos y hombros encogidos, el trío se acerca a las paredes a lo largo de las calles en búsqueda de una mínima protección contra las gélidas gotas que deciden hacerse cada vez más tupidas. Finalmente alcanzan via Francesco Saverio Nitti y la anhelada meta. Medio congelados, penetran en la joyería, huyendo de la noche. Un solo disparo y la inconfundible melena del centrocampista colorea de rubio el suelo.

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El fiscal pidió tres años de prisión, por exceso culposo de legítima defensa, para el joyero, Bruno Tabocchini, que el año anterior ya había disparado a un bandido verdadero con su Walther 7,65. Un proceso relámpago, celebrado en tan sólo 18 días, exculpó al imputado, aceptando la tesis de la broma infeliz, concluida por un trágico final. Según la versión del comerciante, Re Cecconi irrumpió intimidando: “Manos arriba, esto es un atraco”. Los dos acompañantes, totalmente a oscuras de cualquiera trama urdida por su compañero, nunca oyeron esas palabras, pero, como se quedaron detrás bajo el aguacero, tampoco pudieron asegurar que no se pronunciaron y el jurado acabó acogiendo la versión del comerciante. “¡Legítima defensa real!”, un golpe de martillo y Cecco se petrificó en la historia como el ingenuo que se la jugó con la muerte. Y perdió. La única verdad averiguada por la autopsia, la rama más acertada de la medicina con diferencia, fue que a las ocho de la tarde de aquel 18 de enero de 1977 Luciano Re Cecconi fallecía por una hemorragia interna. La bala, con orificio entrante en el esternón, había resbalado en la espina dorsal, lacerando irremediablemente la aorta. Exceso de mala suerte.

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Sin una visión, una perspectiva y un claro recorrido, sin un futuro, sin un verdadero sentido, el irracional y febril 1977 se alargó hasta el nueve de mayo del año siguiente. El golpe de gracia se lo dio el cadáver del líder de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, depositado en el maletero de un Renault 4 rojo aparcado, en sentido contrario, en via Caetani, una calle elegida con escrúpulos, por su equidistancia tanto de la sede de la DC que de aquella del PCI, el Partido Comunista Italiano. Mensaje inequívoco para los dos absolutos do- minadores de la escena política de entonces. Ya nadie estaba seguro en Roma e incluso los más irreductibles mudaron de grito. ‘¡Ni con el Estado, ni con le Brigate Rosse!’.


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