Solo quedaban unas pocas horas para que enviáramos este número a imprenta cuando supimos que Nacho se había lesionado. El menos esperado de los contratiempos en el Real Madrid: el chico cumplidor, currante y dedicado con el que siempre se podía contar cuando se echaba un ojo a la lista de disponibles, ese cuyo aparente físico de hierro había llenado páginas y páginas de periódico, finalmente se había roto. El misterioso caso de Nacho Fernández, como el de tantos otros en el pasado, había quedado visto para sentencia. Una vez más, se desvanecía el mito y se imponía el logos.
No podíamos estar más equivocados cuando creímos haber dado con una certeza sobrenatural -el defensa blanco nunca sufre contratiempos físicos- dentro de un mundo de incertidumbre humana -el del fútbol-. Así lo concluíamos en uno de los pasajes de este dossier dedicado a la lesión, teorizando sobre la dieta y los hábitos estrictos del madrileño -con los que compensa su diabetes- y sobre factores como su escasa predisposición genética a romperse. El madrileño, que a sus 28 años nunca había sufrido una lesión como profesional, representaba el ejemplo perfecto del deportista imparable, la demostración de que una buena combinación de elementos extrínsecos e intrínsecos sirven como antídoto para esquivar percances. Pero, de nuevo, la incertidumbre, lo imprevisto, esa fuerza oscura y extraña que marca los ritmos del fútbol y, a su vez, explica su grandeza, nos demostró que no hay fuente de la eterna juventud. Nacho tuvo que retirarse por unos problemas en el muslo en el primer tiempo del duelo ante Las Palmas, y su nombre, antes de visitar a la Juventus, quedó anotado en el cuadro de bajas por primera vez desde que era infantil. Una situación que, más allá de vernos forzados a hacer retoques de última hora en la maqueta de este número, nos ayudó a entenderlo: buscamos explicaciones complejas cuando la solución era sencilla. La lesión siempre está ahí; la única verdad absoluta del deporte es que, tarde o temprano, la diversión se torna en dolor. Es como la vida.
Y si ya saben que no van a poder regatear al sufrimiento, ¿por qué siguen jugando? Va incluido en el sueldo, diréis. Muy bien: ¿pero qué pasa con todos aquellos que juegan solo por el amor al juego, que entrenan en frías noches de invierno después de una jornada laboral e hipotecan sábados y domingos en estadios desangelados cargados de cemento, humo de cigarrillo, palabras malsonantes y patadas a destiempo? ¿De verdad les compensa a todos ellos y ellas, que no son Nacho Fernández, aun con la promesa de una lesión que, como una pequeña muerte, siempre acaba llegando? Los que se curan a sí mismos las heridas, los que van cojeando a la oficina, ¿son valientes o inconscientes? ¿son intrépidos o idiotas? No. Ni una cosa ni la otra: simplemente, están vivos. Es como la vida, decíamos. Y vivir es arriesgar, salir a la calle, hacer de las piedras porterías y empezar a jugar. Como si las lágrimas nunca tuvieran que llegar; como si no existiera el pitido final.