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La revolución rusa

Algo hay en el fútbol de selecciones que parece estrechar sus diferencias mientras las del fútbol de clubes se amplían. Se abre el debate

Un Mundial de fútbol celebrado en lujosos estadios, con entradas a precio de trasplante capilar y patrocinadores entre lo más granado del capitalismo internacional no parece el mejor homenaje al centenario de la Revolución soviética. Y sin embargo hay algo en la manera en la que están cayendo las hegemonías preestablecidas en este arranque del torneo que recuerda a esa sublevación de las clases trabajadoras contra el zarismo hace ahora un siglo.

A diferencia de la creciente tendencia de las grandes ligas, en las que un abismo económico y deportivo distancia a una pequeñísima casta de potentados -en algunos casos, una casta formada por un solo club- y el resto de los mortales, este Mundial nos está dejando por el momento resultados muy ajustados y no siempre agradables para el teórico favorito. Nueve de los 11 encuentros disputados han acabado en empate o en ventajas por la mínima. Sólo la goleada de los anfitriones ante Arabia Saudita y el 2-0 de Croacia a Nigeria escapa de esa tónica.

 

México, Islandia y Suiza han secado a tres de los ataques más temidos: Alemania, Argentina y Brasil. De los cuatro semifinalistas en Brasil 2014, solo Holanda no ha decepcionado en el arranque de este Mundial… Ventajas de no haberse clasificado

 

La tendencia al desequilibrio de las ligas nacionales se repite, incluso ampliada, en la Champions League: el 21% de sus marcadores finaliza con un margen de tres o más goles. Eso la convierte en una de las competiciones menos armónicas de las más de 30 estudiadas por el Observatorio del CIES. En la fase de grupos semejante desigualdad es el fruto de cruzar a elefantes con ratones (Real Madrid versus Apoel, Liverpool versus Maribor, PSG versus Anderlecht) pero lo llamativo es que también se da en las rondas finales. “En las pasadas ocho temporadas, 21 de los 104 partidos a partir de cuartos han acabado definidos por un margen de tres tantos o más. En las ocho temporadas anteriores solo se habían dado ocho resultados de ese estilo”, resumía Jonathan Wilson hace unos meses… antes de saber que, este año, de los 13 partidos definitivos cinco acabarían con tan amplias ventajas. Casi la mitad.

No es objeto de este post abordar las razones de ese fenómeno, pero subyace la idea de que construir los equipos hacia delante -y no desde atrás-, coleccionando cromos costosísimos, puede ser la más popular para los aficionados globales pero no la más aplaudida en las escuelas de entrenadores. La dificultad de ‘defender bien’ -un concepto que varía en función de la idea de juego escogida- parece coger cuerpo. La pregunta es si resulta más fácil llevarlo a cabo entre combinados nacionales. La nula capacidad de acudir al mercado, los cortos periodos de preparación y un enfoque único centrado en breves competiciones del KO dificultan la implantación de complejos automatismos ofensivos. En cambio, la mejora general de la metodología y la preparación física favorecen el perfeccionamiento de propuestas reactivas quizá simples pero efectivas. Por eso es interesante lo que este fin de semana plantearon México, Islandia y Suiza para secar a tres de los ataques más temidos de la escena internacional: Alemania, Argentina y Brasil. De los cuatro semifinalistas en Brasil 2014, sólo Holanda no ha decepcionado en el arranque de este Mundial. Claro que en el caso de los Oranje es difícil decepcionar (más), porque ni siquiera se clasificaron.

 

¿Puede el fútbol de selecciones ofrecer una competitividad mejor proporcionada que el de clubes? Hay más campeones inéditos en las competiciones de selecciones que en las de clubes: frente al Mundial de España, la Copa América de Chile o la Eurocopa de Portugal sólo se ha dado un campeón inédito en las últimas 21 Champions

 

Incluso parece lícito ir más allá: ¿puede el fútbol de selecciones ofrecer una competitividad mejor proporcionada que la de clubes? No olvidemos que la penúltima final mundialista se dirimió entre España y los Países Bajos, dos combinados sin estrella. Hace tres años Chile estrenó su vitrina con una Copa América, y en 2016 la Eurocopa bautizó el palmarés de Portugal. Definitivamente nos encontramos en una era en la que hay más campeones inéditos en las competiciones de selecciones que en las de clubes. De las últimas 21 Champions sólo una acabó en manos primerizas (Chelsea, 2012). Solo una Copa de las últimas 22 sirvió para vivir un estreno (RCD Mallorca, 2003). Y solo una liga de las últimas 38 carecía de aval histórico (Deportivo, 2000).

Todo ello no implica que el Mundial de Rusia vaya a tener un vencedor inesperado. Pero el fútbol sería muy aburrido si solo girase alrededor de los campeones. No hablamos únicamente de eso, sino sobre todo de la diversidad y la capacidad de sorpresa que encierran los torneos de selecciones. Y el mejor paradigma de ello es Islandia. En su corto historial como federación de elite, el cuadro de Heimir Hallgrímsson había empatado contra Portugal en su debut en la Euro, había humillado a Inglaterra en octavos de final, había ganado a Holanda como local y como visitante, había goleado 0-3 a Turquía y había mandado a Croacia a la repesca… y a Ucrania, a su casa. Insuficiente, en todo caso, para que la Argentina de Jorge Sampaoli se diera por avisada ante lo que se le venía: una roca hecha de determinación colectiva, preparación física, y una idea de juego con y sin balón.

Elementos que parecen abundar en una isla de 330.000 habitantes en el Atlántico Norte pero que en cambio escasearon el sábado en la caseta en la que se duchó, probablemente hastiado, el mejor jugador de la historia.