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El atávico fuego del fútbol

Galder Reguera relata en 'Los hijos del fútbol' el legado futbolístico de un padre a su hijo. El amor por un club y la pasión por el balón como herencia familiar

Cuenta Galder Reguera en su libro Los hijos del fútbol que, cuando era un crío, Piru Gaínza le daba un poco de miedo. El futbolista aparece en varias fotos de la boda de sus aitites, y en la mayoría lo hace con un rostro tan serio que no casa con la felicidad del momento. Como la que le inmortalizó agarrado de la deslumbrante novia, mientras Pablo Olabarri, el marido, se cogía sonriente del otro brazo. Eran primos, y el escurridizo extremo rojiblanco ofició como padrino en el enlace. De esta manera, el aitite de Galder se aseguró que los dos grandes amores de su vida estuvieran presentes el día de su boda: su esposa y el Athletic.

El periodista Patxo Unzueta contó en A mí el pelotón que las primeras palabras que pronunció fueron: «Yo ero Gaínza». Le faltaba pulir los tiempos verbales pero ya soñaba con imitar las carreras por la banda de su ídolo en el patio del colegio. Una tarde de 1953, su padre lo llevó a la Catedral y el Athletic, como si homenajease al nuevo cachorro, venció por 6 a 1 a la Real Sociedad. El fuego del fútbol —como lo definió Ramiro Pinilla, otro ferviente hincha rojiblanco— prendió en él y, desde entonces, los domingos esperaba los goles de Zarra o las palomitas de Cedrún, mientras derrotas y victorias se alternaban como capítulos de su propia vida.

 

«A todo padre le sucede en algún momento», escribe Galder Reguera, «que mira a su hijo y se ve a sí mismo»

 

A Galder Reguera, sin embargo, no fue su padre quien le traspasó el fuego del fútbol, sino su aitite. Desde pequeño lo llevaba a La Catedral, junto a su primo Unai, no solo para que vieran un simple encuentro de fútbol: «Para mí», reflexiona sobre aquellos partidos, «San Mamés y el Athletic Club siempre significarán un modo de comportarse, unos valores, una ética». Su aitite había vivido mucho en aquel templo, y quiso que sus nietos aprendieran una lección fundamental:

«En el rectángulo de juego (y en la grada) caben todas las historias: de éxitos y fracaso; de amor, odio e indiferencia; sobre la vida y la muerte. El balón contiene potencialmente todas las historias».

Y también la suya. La del niño que creció soñando debutar con la camiseta rojiblanca en San Mamés, a pesar de que nunca terminó de destacar en el campo. Y la del adolescente que aprendió que «la del fútbol es la primera gran pirámide en la que los niños se verán ubicados, arriba o abajo». Y la del hombre al que ese sueño frustrado le desvela como una pesadilla con el brillo del fuego del fútbol en los ojos de Oihan, su hijo mayor de cinco años. Y lo que es peor: también en el pequeño Danel, que «no llega a los dos años y el virus del fútbol ya se está incubando en él».

Pero es inevitable. «A todo padre le sucede en algún momento», escribe Galder Reguera, «que mira a su hijo y se ve a sí mismo».

Hijos del fútbol

El libro de Galder Reguera engancha temporalmente con el final de A mí el pelotón, donde Patxo Unzueta narró sus vivencias, ligadas al Athletic, hasta los años 80, cuando arrancan las de Hijos del fútbol. Sin embargo, el leit motiv que lo vertebra es diferente: por encima de todo lo demás, sobrevuela el miedo del padre a legar a sus hijos su pasión, su locura, su sinsentido; a determinar su manera de ser, su mundo.

«Los buenos libros de fútbol», afirma Galder Reguera, «son aquellos que en realidad hablan de quienes juegan al balón, de quienes tratan de jugarlo, de quienes sueñan con hacerlo. Los buenos libros de fútbol tienen por tema la cuestión más importante de toda creación: el hombre, el ser humano».

Hijos del fútbol tiene mucho de eso, y además, contado con sinceridad. Tiene el recuerdo ardiente del cuero impoluto del primer balón. Las inolvidables tardes de partidos en el descampado. Los multitudinarios encuentros en el patio. Las primeras visitas a La Catedral, donde acontecieron los «grandes partidos que son como muescas en la vida del hincha». Un balón que se cuelga tras ese muro que, de repente, nos separa de la felicidad. Porque la nostalgia de la infancia deja paso a lo jodido de la adolescencia, y aparece la otra cara del fútbol. La amargura de crecer sentado en el banquillo. La incomprensión del primer entrenador. Un vestuario que, en vez de refugio, se convierte en cárcel. Unos compañeros con cara de enemigos. Esa sensación de que el balón te quema en los pies, de que vives en perpetuo fuera de juego.

Galder Reguera revive estas etapas de su vida a través de las vivencias de Oihan, un niño que ama el fútbol por encima de todo. A excepción de la relación con su padre; ese héroe a sus ojos que, cada noche, le lee unas páginas de Loco por el fútbol, y que «no quiere legarle un sueño imposible que le impida disfrutar plenamente de lo que en realidad es el fútbol: un juego». Galder Reguera defiende uno más humanista, sin premios ni tarifas, que enseñe a sus hijos lo verdaderamente importante: el placer que se esconde detrás del verbo jugar, el aprendizaje que guarda la derrota.

Tras haber conocido a todo tipo de gente del mundo del balón —desde históricos futbolistas profesionales pasando por intelectuales y directivos hasta aficionados de a pie— reflexiona sobre el fútbol no solo como simple deporte. Se pregunta, por ejemplo, sobre la relación, cada vez más estrecha, que mantiene con la palabra porque, ¿de qué sirve un gol si no se cuenta? ¿Quién temería fallar un penalti si la palabra no repitiese el error hasta la eternidad? «Lo que es narrado, es».

O sobre la ineludible cuestión de su criticada conversión en negocio millonario:

«¿No podemos realmente distinguir en el fútbol el juego en sí mismo de la utilización que del mismo hace el sistema del capital, como bien somos capaces de diferenciar el valor estético de una obra de arte de su valor de mercado?».

También cuestiona la relativa importancia del triunfo porque, si se sabe leer, una derrota contiene en sí misma una victoria y esa una de las primeras lecciones que debe aprender un futbolista. Por eso él insiste a Oihan para que se esfuerce, y por muy perdido que parezca el partido, dispute cada balón hasta que el árbitro lo finalice con sus tres tristes pitidos.

Ese es el espíritu que impregna las páginas de Hijos del fútbol, porque todos «hemos visto caer a padres, hermanos y amigos en las pequeñas y miserables batallas del día a día y nos hemos dado cuenta, poco a poco, que perder es el estado natural del hombre, que aquel que no ceja de cosechar triunfos no es uno de los nuestros». No es, en definitiva, un verdadero hijo del fútbol. No del nuestro.